Este libro está dedicado a Jason Bourne y a Aaron Cross (y también a Asya Muchnick y Meghan Hibbett por su animada complicidad en mi obsesión)
L a tarea de aquel día se había vuelto rutinaria para la mujer que en ese momento se hacía llamar Chris Taylor. Se había levantado mucho antes de lo que habría querido para desmantelar y guardar sus medidas de precaución nocturnas. Era un auténtico incordio colocarlo todo por las noches para luego tener que desmontarlo a primera hora de la mañana, pero no merecía la pena arriesgar la vida por permitirse un momento de pereza.
Después de cumplir con aquel deber cotidiano, Chris se había metido en su discreto sedán —ya algo viejo, pero sin ningún daño importante que lo hiciera fácil de recordar— y había pasado horas y más horas conduciendo. Había cruzado tres fronteras importantes y una ingente cantidad de líneas secundarias en el mapa, e incluso después de alcanzar la distancia planeada, rechazó varios pueblos por los que iba pasando. Uno era demasiado pequeño, otro solo tenía una carretera de entrada y otra de salida y el siguiente daba la sensación de recibir a tan pocos forasteros que sería imposible no llamar la atención, por mucho empeño que hubiera puesto en camuflarse para no destacar. Tomó nota de algunos lugares a los que quizá quisiera regresar otro día, como una tienda de material para soldadura, una de excedentes militares o un mercado agrícola. Pronto volvería a ser temporada de melocotones y debería hacer acopio.
Por fin, a última hora de la tarde, llegó a una localidad ajetreada que nunca había visitado. Incluso la biblioteca pública parecía estar bastante concurrida.
Chris prefería utilizar las bibliotecas si era posible. Lo gratuito era más difícil de rastrear.
Aparcó junto a la fachada occidental del edificio, fuera del alcance de una cámara colocada encima de la entrada. Los ordenadores del interior estaban todos en uso y había algunos grupitos esperando a que alguno quedara libre, por lo que decidió echar un vistazo a los libros y recorrió la sección de biografías a la caza de cualquier material relevante. Descubrió que ya había leído todo lo que pudiera servirle de algo. Después localizó lo último de su escritor de novelas de espías favorito, un excombatiente de la fuerza de operaciones especiales de la Armada, y cogió también otros libros del mismo estante. Mientras buscaba un buen asiento para esperar, tuvo una punzada de remordimiento por lo despreciable que era robar en una biblioteca. Pero hacerse el carné allí quedaba descartado por distintos motivos, y cabía la posibilidad de que algo que leyera en aquellos libros le sirviese para permanecer más a salvo. La seguridad siempre estaba por encima del remordimiento.
No es que no fuese consciente del noventa y nueve por ciento de sinsentido que entrañaban sus lecturas, ya que era extremadamente improbable que cualquier cosa extraída de la ficción tuviera algún uso real y concreto para ella, pero hacía mucho tiempo que había devorado los ensayos basados en información real. A falta de nuevas fuentes de primera clase que investigar, se tenía que conformar con las últimas de la lista. No tener nada que estudiar la volvía más propensa al pánico de lo normal. Y, de hecho, en su último botín había encontrado un consejo que parecía práctico y que ya había empezado a incorporar a su rutina.
Se acomodó en una desgastada butaca que había en una esquina apartada, desde la que se veían bien los puestos de ordenadores, y fingió leer el primer libro de su pila. Por lo esparcidas en la mesa que algunos usuarios de los ordenadores tenían sus pertenencias —uno incluso se había quitado los zapatos—, supo que tardarían en marcharse. El puesto más prometedor era el ocupado por una adolescente con libros de referencia amontonados y cara de agobio. La chica no parecía estar consultando sus redes sociales, sino apuntando los títulos y autores que iba proporcionándole el motor de búsqueda. Mientras esperaba, Chris mantuvo la cabeza gacha sobre su libro, que sujetaba con el brazo izquierdo doblado. Usando la cuchilla oculta en su mano derecha, separó con destreza el sensor magnético adherido al lomo del volumen y lo dejó escondido en el hueco entre el cojín y el brazo de la butaca. Aparentando desinterés, pasó al siguiente libro de la pila.
Chris ya estaba preparada, con las novelas desmagnetizadas y metidas en su mochila, cuando la joven dejó su sitio para buscar más libros de referencia. Sin levantarse de golpe ni dar señales de prisa, Chris ya estaba en la silla antes de que ningún otro aspirante esperanzado se diera cuenta siquiera de que había pasado su oportunidad.
La acción de comprobar su e-mail normalmente le llevaba unos tres minutos.
Después de hacerlo, tendría otras cuatro horas (si no se veía obligada a tomar rutas evasivas) para llegar a su hogar provisional. Y luego, por supuesto, tendría que volver a instalar sus salvaguardas antes de poder dormir por fin. Los días de e-mail eran siempre días largos.
Aunque no había ninguna conexión entre su vida actual y aquella cuenta de e-mail —nunca repetía la misma dirección IP ni mencionaba lugares o nombres propios—, en el instante en que terminara de leer y, si la ocasión lo requería, responder a su correo, saldría por la puerta y dejaría el pueblo a toda velocidad para poner tanta distancia entre ella y aquella ubicación como fuera posible. Por si acaso.
«Por si acaso» se había convertido en el mantra de Chris sin ella pretenderlo. Llevaba una vida de preparación excesiva pero, como se recordaba a sí misma a menudo, sin tanta preparación no podría llevar ninguna vida en absoluto.
Lo mejor sería no tener que correr riesgos como aquel, pero el dinero no iba a durarle para siempre. En general buscaba empleos de poca monta en alguna cafetería familiar, a ser posible que llevara las cuentas a mano, pero esos trabajos solo le proporcionaban lo suficiente para cubrir las necesidades básicas: comida y alquiler. No llegaban para sus adquisiciones más costosas, como identidades falsas, material de laboratorio y los diversos compuestos químicos que acumulaba. En consecuencia, mantenía una presencia ligera en internet, encontraba algún cliente adinerado de vez en cuando, y hacía todo lo posible para evitar que esos trabajos llamaran la atención de quienes querían poner fin a su existencia.
Los últimos dos días de e-mail no habían ofrecido ningún resultado, por lo que al ver un mensaje dirigido a ella se alegró… durante las dos décimas de segundo que tardó en procesar la dirección del remitente.
l.carston.463@dpt11a.net
Ahí estaba, la auténtica dirección de correo de Carston, una dirección cuyo rastro se podría seguir fácilmente hasta llegar a los antiguos patronos de Chris. Mientras se le erizaban los pelillos de la nuca y la adrenalina inundaba su cuerpo —«Corre, corre, corre», parecía gritar desde sus venas—, una parte de ella fue todavía capaz de reaccionar con boquiabierta incredulidad a tanta arrogancia. Siempre subestimaba lo increíblemente descuidados que podían llegar a ser.
«Todavía no pueden estar aquí», razonó para sí misma a pesar del pánico, mientras su mirada barría la biblioteca en busca de individuos demasiado anchos de hombros para sus trajes negros, cortes de pelo militares o cualquier persona que estuviera acercándose a su posición. Alcanzaba a ver su coche a través de la hoja de la ventana y no daba la sensación de que nadie hubiera trasteado con él, pero lo cierto era que tampoco había estado vigilándolo con demasiada atención.