David Liss
El asesino ético
Traducción de Encarna Quijada
Título original: The Ethical Assassin
Era un viernes por la tarde, poco después de las siete, pero parecía que estábamos a mediodía. En Florida, agosto se hace eterno, implacable, se niega a abrir el puño, y aunque se acercaba el crepúsculo, estábamos a más de treinta y siete grados. Mi cuerpo empezaba a acusar el efecto pesado y debilitador del calor, que acentuaba el olor que impregnaba el ambiente… un hedor tangible y esquivo, como la película de grasa que se forma sobre un cuenco de cocido frío. Era más que un olor, era algo sólido, lo bastante consistente para que lo sintieras como una bola de algodón en el fondo de la garganta. Una miasma pútrida remolineaba y revoloteaba por las calles del parque de caravanas. Y no me refiero al olor de la basura recalentada que se acumula en los bordillos… a carcasas putrefactas de pollo, pañales sucios y peladuras de patata. No tuve esa suerte. Olía como el retrete de un campo de prisioneros. Peor.
Y allí estaba yo, sobre el escalón de hormigón agrietado que subía a la caravana, sujetando la puerta mosquitera con el hombro. El sudor me bajaba por el costado y se pegaba a mi camisa. Me había puesto a vender poco después de comer, y estaba aturdido, como un autómata, perdido en el absurdo de llamar a los timbres de las casas, soltar mi rollo y seguir adelante. Miré a derecha e izquierda, a las casas blancas desvaídas, y me pareció divertido aunque también muy triste no poder recordar si había pasado por aquella calle.
Lo único que quería era entrar en alguna de aquellas caravanas, escapar del calor. El aparato del aire acondicionado de la ventana zumbaba, traqueteaba, casi se sacudía; el agua de la condensación goteaba en un abismo erosionado de arena blanca. Llevaba demasiada ropa para aquel calor, y cada pocas horas necesitaba una inyección de aire acondicionado, como un antídoto, para tenerme en pie. No había elegido mi atuendo para estar cómodo, sino para dar una apariencia de profesionalidad y hacer negocios: chinos de color tostado, con las arrugas planchadas por la humedad, una camisa con gruesas rayas blancas y azules, y una corbata de punta cuadrada de color turquesa y de unos siete centímetros de ancho. Corría el año 1985, y a mí me parecía que la corbata era muy guay.
Llamé otra vez con los nudillos y clavé el dedo en el brillante timbre. Nada. A través de la puerta a duras penas me llegaba el sonido amortiguado de un televisor, o quizá un estéreo; vi que se movían ligeramente las tablillas de las persianas, pero no salió nadie. Quienquiera que fuesen aquellas personas, no les reprocho que se agacharan detrás del sofá con un dedo en los labios: «Chis». Allí estaba yo, a su puerta, un adolescente con corbata tratando de venderle algo; y seguro que ellos, acertadamente, pensaban ¿quién necesita nada? Pero claro, ¿quién los necesitaba a ellos? Era un sistema de autoselección. Solo llevaba cuatro meses con aquello, pero eso ya lo había entendido. Los que te abrían eran los que interesaba que te abrieran. Los que te dejaban pasar eran los que interesaba que te hicieran pasar.
La tira de la pesada cartera de cuero marrón, que mi padrastro me había dejado rescatar a desgana de la caja donde la tenía acumulando polvo en el garaje, se me clavaba en el hombro. Tocar aquella cosa siempre hacía que me sintiera sucio, y olía a sopa de guisantes secos. Hacía años que él no la usaba, pero aun así se hizo el ofendido antes de ceder y dejarme que limpiara las cagadas de los ratones y la lustrara con reparador de cuero.
Ajusté la tira para que me hiciera menos daño, bajé los escalones y me alejé por el viejo sendero que dividía el césped, que en realidad no era más que un océano de arena salpicado por unas pocas isletas de pata de gallina. Una vez en la calle, miré en ambas direcciones, sin saber muy bien hacia dónde ir ni de qué lado había venido. A la izquierda vi un cartel, sujeto con una larga tira de cinta adhesiva plata y mate, que aleteaba ociosamente contra el buzón de la esquina. El cartel del gato perdido. Aquel día ya había visto… ¿cuántos?, ¿dos?, ¿tres? Y quizá el doble de perros perdidos. Aunque no todos eran del mismo gato o del mismo perro, estaba seguro de haber pasado por delante de aquel. En él aparecía la fotocopia de la fotografía de un gato blanco o atigrado con manchas oscuras en la cara, con la boca abierta y una lengua apenas visible. Si alguien veía a una garita rolliza llamada Francine, que llamara al número que aparecía debajo.
Eché a andar en la dirección contraria, por el mismo lado de la calle. En aquellos momentos estaba pasando ante una parcela vacía. Mis piernas se negaban a caminar con más brío, como les ordenaba el cerebro; se movían con lentitud, casi a rastras. Una vez más, consulté mi reloj. No se había movido mucho desde que lo miré antes de llamar al timbre de la última casa. Todavía me quedaba por delante un mínimo de cuatro horas, y necesitaba descansar. Necesitaba sentarme un rato, pero no, en realidad tampoco era eso. Lo que necesitaba era olvidarme del trabajo, o al menos una noche de sueño reparador… como si eso fuera posible. Pero no había esperanza. Mientras estuviera en la carretera, trabajando todo el día y parte de la noche, no conseguiría dormir. Ni tampoco en casa, en mi único día libre, porque tenía demasiados recados que hacer y demasiados familiares y amigos a los que ver antes de que el círculo empezara otra vez. Llevaba tres meses durmiendo menos de cuatro horas cada día.
¿Cuánto podría aguantar a ese ritmo? Bobby, mi jefe, decía que él llevaba años así, y se le veía bien.
Yo no tenía intención de pasar años haciendo aquello. Solo uno, nada más, y con eso ya tenía de sobra. Se me daba muy bien, más que bien, y ganaba dinero, pero allí estaba, con diecisiete años y sintiéndome viejo, sintiendo el dolor que se acumulaba en mis articulaciones, la pesadez que me cargaba los hombros… Mis ojos no parecían funcionar igual de bien, la memoria empezaba a fallarme, mis hábitos de higiene se habían relajado bastante. Era lo normal con aquel estilo de vida. La noche antes había dormido en mi casa, en las afueras de Fort Lauderdale. El despertador me sacó de la cama hacia las seis, para que pudiera estar en la oficina local a las ocho. Allí asistí a la reunión preparatoria, y luego todos nos subimos al coche y nos dirigimos a la zona de Jacksonville, nos registramos en un motel y nos pusimos a trabajar. Otro fin de semana estándar.
Oí ruido de neumáticos a mi espalda y me aparté instintivamente hacia la parcela vacía, procurando evitar los hormigueros de las hormigas rojas y las malas hierbas espinosas, que sin duda acabarían encontrando la forma de llegar a mis calcetines de gimnasia gris oscuro. Solo un chico de diecisiete años podía considerar aceptables esos calcetines, siempre que no se vieran las rayas de deporte.
Mantenerse pegado al bordillo era lo más inteligente en un sitio como aquel. No hacía falta mirarme dos veces para ver que no estaba en mi elemento. La gente me tiraba latas casi vacías de cerveza o pasaba casi rozándome con el coche, medio en broma, medio en serio. Me gritaban cosas. Probablemente eran insultos mordaces que me habrían escocido como sal en los ojos si hubiera podido oírlos, pero se perdían bajo el estruendo de un camión que pasaba a toda velocidad y el sonido atronador de los 38 Special. Dudo que los otros tuvieran que aguantar lo mismo que yo.
Una camioneta azul oscuro de Ford paró a mi lado. Parecía recién lavada, y su pintura relucía como un hoyo de alquitrán bajo el resplandor del ocaso. La ventanilla del lado del pasajero bajó y el conductor, un hombre de treinta y pico con camiseta negra, se inclinó hacia mí. Era guapo pero de una forma peculiar, como el típico chico educado de los dibujos animados que quiere quitarle la novia al protagonista. Pero, como pasa también en los dibujos, parecía extrañamente distorsionado. Estaba abotargado. No es que fuera gordo, ni rollizo ni nada por el estilo. Se le veía abotargado, como un cadáver que empieza a descomponerse o un hombre que sufre una reacción alérgica.
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