Ursula K. Le Guin
En el otro viento
Más al oeste que el Oeste
más allá de la tierra
mi gente está danzando
en el otro viento.
La canción de la mujer de Kemay
CAPÍTULO I
Enmendando el cántaro verde
Largas y blancas velas como alas de cisne llevaban al barco Vuelalejos a través del aire estival de la bahía desde los Promontorios Fortificados hacia el Puerto de Gont. Se deslizaba sobre las tranquilas aguas del embarcadero, criatura del viento tan segura y graciosa que un par de pescadores cerca del viejo muelle le dieron la bienvenida con entusiasmo, agitando los brazos para saludar a los tripulantes y al único pasajero de pie en la proa.
Era un hombre delgado con un paquetito y una vieja capa negra, probablemente un hechicero o un pequeño comerciante, nadie importante. Los dos pescadores observaron el bullicio en el muelle y en la cubierta del barco mientras todos se preparaban para descargar la mercancía, y únicamente echaron un vistazo al pasajero con un poco de curiosidad cuando, al dejar el barco, uno de los marineros hizo un gesto a sus espaldas, el pulgar y el meñique de la mano izquierda apuntando hacia él: «¡Y no regreses nunca!».
El hombre dudó unos instantes en el paseo marítimo del malecón, se cargó el paquete al hombro, y partió rumbo a las calles del Puerto de Gont. Eran calles muy animadas, y en seguida se metió en el Mercado de Pescados, repleto de vendedores ambulantes y regateros, las piedras del empedrado brillantes, llenas de balanzas de pescado y salmuera. Si tenía pensado algún camino a seguir, pronto lo perdió entre carros y casetas y muchedumbres y las frías miradas fijas de los peces muertos.
Una mujer alta y anciana giró sobre sus talones frente a la caseta en la que había estado insultando la frescura del arenque y la veracidad de la pescadera. Al ver que ella lo miraba con furia, el extraño dijo imprudentemente: —¿Tendría usted la amabilidad de indicarme el camino que debo tomar para ir a Re Albi?
—Vaya, hombre, y empiece por ahogarse en excremento de cerdo —dijo la alta mujer y se alejó dando zancadas, dejando al extraño extenuado y abatido.
Pero la pescadera, al ver una oportunidad para aprovechar su superioridad, dijo gritando: —¿Re Albi, ha dicho? ¿Pregunta sobre Re Albi, hombre? ¡Hable más alto, pues! La casa del Viejo Mago, eso debe de ser lo que usted busca en Re Albi. Sí, debe de ser eso. Entonces salga por allí, por esa esquina, y suba por la calle Elvers, allí, ¿lo ve? Hasta llegar a la torre…
Una vez estuvo fuera del mercado, las anchas calles lo condujeron cuesta arriba y más allá de la torre de vigilancia hasta una de las puertas de la ciudad. La guardaban dos dragones de piedra de tamaño natural, con dientes grandes como su antebrazo, los ojos de piedra brillando ciegamente sobre la ciudad y la bahía. Un guardia holgazán le dijo que simplemente tenía que girar a la izquierda al principio del camino y estaría ya en Re Albi. —Y siga avanzando a través de la aldea hasta llegar a la casa del Viejo Mago —añadió.
De modo que subió con dificultad, por el camino bastante empinado, mirando hacia arriba a medida que avanzaba por las cuestas más empinadas y llegaba a la cima más alejada de la Montaña de Gont, que sobresalía de su isla como de una nube.
Era un largo camino y un día muy caluroso. No tardó en quitarse la capa negra y siguió con la cabeza descubierta y en mangas de camisa, pero no había pensado en buscar agua o comprar comida en la ciudad, o acaso se había sentido demasiado cohibido como para hacerlo, puesto que no era un hombre familiarizado con las ciudades ni alguien que se sintiera cómodo en presencia de extraños.
Después de varias largas millas alcanzó una carreta que llevaba viendo desde hacía mucho rato allá en lo alto del polvoriento camino, como una mancha negra en una bruma blanca de polvo. Crujía y chirriaba a medida que avanzaba, manteniendo el paso de un par de pequeños bueyes que parecían tan viejos, arrugados y poco prometedores como un par de tortugas. Saludó al carretero, quien se parecía mucho a los bueyes. El carretero no dijo nada, pero parpadeó.
—¿Encontraré agua subiendo por este camino? —preguntó el extraño.
El carretero sacudió lentamente la cabeza. Después de un largo rato dijo: —No. —Y un poco después agregó—: No hay.
Todos siguieron caminando con paso cansino. Desanimado, al extraño le resultaba muy difícil ir más rápido que los bueyes, con lo que iba avanzando una milla por hora, más o menos.
Se dio cuenta de que el carretero le estaba alcanzando algo sin pronunciar una palabra: era una gran jarra de arcilla envuelta en mimbre. La tomó, y al encontrarla muy pesada, bebió agua hasta hartarse, dejándola apenas más liviana cuando se la devolvió al anciano junto con su agradecimiento.
—Sube —dijo el carretero después de un rato.
—Gracias. Caminaré. ¿Cuánto falta para llegar a Re Albi?
Las ruedas chirriaban. Los bueyes lanzaban profundos suspiros, primero uno, luego el otro. Sus pieles polvorientas emanaban un aroma dulce bajo los ardientes rayos del sol.
—Diez millas —dijo el carretero. Pensó, y luego rectificó—: O doce. —Después de un rato agregó—: No menos.
—Entonces será mejor que camine —dijo el extraño.
Vigorizado por el agua, pudo adelantarse a los bueyes, y cuando ellos y la carreta y el carretero habían quedado ya a una distancia considerable, oyó otra vez la voz del carretero: —Rumbo a la casa del Viejo Mago —dijo. Si era una pregunta, parecía no necesitar respuesta. El viajero siguió caminando.
Cuando comenzó a subir por aquel camino, todavía tenía sobre sí la inmensa sombra de la montaña, pero cuando giró hacia la izquierda rumbo a la pequeña aldea que creyó era Re Albi, el sol ardía en el cielo de Poniente y debajo de él se extendía el mar, blanco como el acero.
Había varias casas pequeñas dispersas, una pequeña y polvorienta plaza, una fuente con un fino chorro de agua cayendo de ella. Se acercó hasta allí, bebió de sus manos una y otra vez, puso la cabeza debajo del chorro, se frotó los cabellos con agua fría y dejó que ésta cayera por sus brazos; luego se sentó un rato sobre el borde de piedra de la fuente, mientras era observado en atento silencio por una niña y dos niños mugrientos.
—No es el herrero —dijo uno de los niños.
El viajero se peinó los cabellos húmedos hacia atrás con los dedos.
—Irá de camino a la casa del Viejo Mago —dijo la niña—. Tonto.
—¡Aaaahhhhh! —dijo el niño, dibujando una horrible mueca hacia un lado, y tirando de la niña con una mano mientras arañaba el aire con la otra.
—Ya verás, Stony —dijo el otro niño.
—Puedo llevarte hasta allí —le dijo la niña al viajero.
—Gracias —contestó él, y se puso de pie fatigosamente.
—No tiene vara, ¿lo ves? —dijo uno de los niños.
—Nunca dije que tuviera una —respondió el otro—.
Ambos lo observaban con ojos adustos mientras el extraño seguía a la niña hasta salir de la aldea por un sendero que iba hacia el norte a través de pasajes rocosos que caían en abruptas pendientes hacia la izquierda.
El sol brillaba intensamente sobre el mar. Su luz deslumbraba al viajero, y el alto horizonte y el vuelo del viento le mareaban. La niña era una pequeña sombra saltarina delante de él. El viajero se detuvo.
—Vamos —dijo la niña, pero ella también se detuvo. Él se acercó a ella en el sendero—. Allí está —dijo la niña.
El viajero vio una casa de madera cerca del borde del acantilado, todavía bastante lejos.
—No tengo miedo —dijo la niña—. A menudo le voy a recoger huevos que el padre de Stony lleva al mercado. Una vez me dio melocotones. La vieja. Stony dice que los robé pero nunca hice algo así. Vamos, acércate. La vieja no está allí ahora. Ninguno de ellos está allí.
Se quedó de pie sin moverse, señalando la casa.
—¿Ninguno de ellos?