Advertencia
E l privilegio de tratar a Borges, pero sobre todo la oportunidad, única, de traerlo tanto en la primera como en la segunda de las tres visitas que efectuó a México, hizo que este libro tomara forma a partir de un texto que publiqué en la revista Equis (agosto de 1999), donde recogí parte de los recuerdos de la extraordinaria experiencia que fue conocer y guiar en sus primeras andanzas mexicanas a un ser de excepción como el escritor argentino.
Concebido, originalmente, a la luz del centenario de su nacimiento (24 de agosto de 1999), pareció no sólo interesante sino útil incorporar en un volumen tanto las alusiones borgesianas a México como las referencias a autores mexicanos frecuentados por él en las lecturas o por trato directo, así como la huella que la obra del escritor ha dejado en los creadores locales.
México y diversos elementos mexicanos —esto es, el país, ciertos referentes y escritores— que conoció y que sin llegar a ser tan definitivos como lo son otras naciones y otros personajes en su obra —con excepción de una figura citada líneas más adelante— estuvieron presentes en la producción del argentino y tuvieron alguna resonancia en su literatura desde el momento en que, según aseveración suya, descubrió lo atrayente que eran este territorio y los hechos aquí acontecidos al adentrarse siendo niño en las páginas de la original versión en inglés de la Historia de la conquista de México, de William Prescott.
Así, pues, se reúnen en este trabajo un puñado de voces en torno a un creador que en distintos momentos, antes de conocer esta tierra, aun en la distancia, estuvo llamado por el nombre México, y que por algún tiempo tuvo a su lado la presencia viva del país en alguien por él tan querido y reconocido y que pesó de manera poderosa en su desarrollo como escritor, esto es, Alfonso Reyes, para quien este país, su país, significó no sólo la noción de patria, sino que fue razón fundamental de sus preocupaciones mayores y quien fuera cuestionado injustamente por un supuesto descastamiento, circunstancia que, como otras más, no siempre literarias, vino a identificar a ambos autores estrechamente.
De varias maneras México estuvo presente en los trayectos vital y literario borgesianos, y ambas cuestiones lo estuvieron en muchos autores y especialistas mexicanos. De ello quiere dejar constancia este acercamiento a un tema que ha tenido ya algunos intentos previos, preciso es reconocerlo, como el de Christopher Domínguez Michael, quien a la muerte del creador austral elaboró, acerca de esta relación, un “Diccionario mínimo” donde, además de señalar una importante precisión para la historia de las letras mexicanas y el autor que nos ocupa (“El testimonio de nuestras lecturas será fundamental en algunos años, cuando recordemos que somos una generación donde Borges acabó por remplazar a Salgari, Dumas y a Edmundo de Amicis entre las primeras lecturas”), expuso un oportuno sumario sobre el vínculo México-Borges que a continuación citamos por lo que significa en el contexto de la presente obra:
Jorge Luis Borges fue uno de los primeros críticos extranjeros de nuestra vanguardia: frente a Manuel Maples Arce en 1922. Un poema suyo queda y su amistad con Alfonso Reyes es un capítulo de esa otra historia donde se celebran las bodas de los sentimientos y la vocación. Los vientos vasconcelistas le hicieron llegar a casa, muy joven, “La suave patria”, de Ramón López Velarde, cuya sonora melancolía no alcanzaría a olvidar. Padeció, es preciso recordarlo, los residuos de una maldición del modernismo: la malquerencia que hizo competir a México y Buenos Aires por el apolillado título de capital de la cultura latinoamericana.
Más adelante colocó dos diamantes de prosa perfecta al pie de las obras de Juan José Arreola y Juan Rulfo.
Hay en “El Aleph”, quizá su cuento más célebre, dos misteriosas evocaciones mexicanas: Querétaro y Veracruz. La curiosidad y la paciencia de Cristina y José Emilio Pacheco las han disipado. La primera recuerda un desconocido prólogo de Borges a Juárez y Maximiliano de Franz Werfel en 1946. La segunda puede ser el escolio de una novela negra de James M. Cain que transcurre en las costas del Golfo de México.
Borges estuvo en México en 1973, 1978 y 1981. Recordó en Teotihuacan al guerrero cautivo de La escritura del Dios. No pasará mucho tiempo antes de que sus conversaciones con los escritores mexicanos pasen al patrimonio de la letra.
Por último, una anécdota. Una amiga argentina que acompañó a Borges en su visita final a México me la ha transmitido. A Borges le fue asignado un automóvil cuyo chofer había sido profesional de la lucha libre en su juventud. La cortesía de Borges y la curiosidad del conductor le facilitaron la conversación. Perdido entre el tráfico de la ciudad de México, Borges se enteraba con pasión y con detalle de los pormenores de la lucha libre y su magnífica naturaleza de farsa y representación lúdica del cosmos. En el último día, Borges pidió licencia a sus acompañantes para viajar solo,
Ese panorama descrito por Domínguez Michael, más otras incidencias de la pluma de Borges en temas y personajes mexicanos, se incluían en una recopilación anterior —es decir, todos los textos en que Borges alude a México o a autores mexicanos—, pero la rotunda e insuperable realidad de los derechos de autor, sumado a otro tipo de exigencias de naturaleza editorial, hicieron imposible incorporarlos en esa publicación anterior para acompañar a otros escritores mexicanos —ya sea por nacimiento, por nacionalización o por su plena integración a nuestra vida literaria— que abordan el fenómeno borgesiano desde múltiples perspectivas.
La comodidad o utilidad de reunir en un solo volumen tales testimonios aconsejaba que así se procediera, pero por las razones antes expuestas la parte de la autoría de Borges quedó restringida a su sola mención en la bibliohemerografía que se incluyó en la parte final de la versión precedente de esta obra.
Un caso similar ocurrió con algunos trabajos de ciertos autores que pidieron, ellos mismos o sus herederos, que se cubrieran regalías, o quienes simplemente no concedieron la autorización del caso.
Borges, no está por demás advertirlo, provocó seducciones tan fuertes como la que llevó, por ejemplo, a la escritora Beatriz Espejo, merced al dinero ganado en un sorteo, a viajar a la remota Argentina sólo por el privilegio de hablar con él; o la que hizo desplazarse hacia este país al filósofo Emilio Uranga con la finalidad única de charlar con el autor de El libro de arena en torno de Baruch Spinoza, el pensador holandés de honda presencia en el escritor bonaerense.
Más allá de la mera circunstancia del centenario del nacimiento de Borges, éste es un libro surgido, en principio, a la sombra de otra obsesión, la mía inicialmente por conocerlo en persona, y luego por hacerlo que visitara México. Ambas cuestiones fueron impulsadas por motivos de lector y por la natural fascinación que ha ejercido sobre mí un personaje tan atractivo como autor universal como por los visos fantásticos que su personalidad también reflejó.
Por otra parte, resulta pertinente tener en cuenta que durante un buen tiempo se dijo que el conocimiento de la obra de Borges en México comenzó prácticamente a principios de la década de los años cuarenta del siglo anterior; lo cual no fue así, ya que debe considerarse que la afiliación del escritor a la corriente ultraísta lo hizo entrar en contacto con otros escritores de esa tendencia tanto de España como de América Latina, y por lo que toca a nuestro país estuvo relacionado con el equivalente de esa corriente que aquí se denominó estridentismo, la cual entre nosotros tuvo un carácter de izquierda por el influjo de la muy reciente Revolución mexicana y sus consecuencias en el campo literario y el de las artes en general, lo que estableció ciertas diferencias con los estridentistas mexicanos y los ultraístas de otros países. No obstante, hubo bastante cercanía y comunicación entre ellos, lo que se demuestra con la reseña que Borges dedicó al libro