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Jorge Luis Borges - Borges en Revista Multicolor

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Jorge Luis Borges Borges en Revista Multicolor

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El mentiroso En algunas versiones el héroe de esta primera dificultad con la - photo 1

El mentiroso

En algunas versiones, el héroe de esta primera dificultad (con la que jugaron los griegos) es el abderitano Demócrito inventor de los átomos indivisibles, negadordel espiritismo, falsificador de esmeraldas, disolvedor de piedras, antiguo ablandador del marfil y hombre que se arrancó los ojos en un jardín para no distraerse, en otras, el candiota Epiménides, varón que se dedicó a la longevidad, postergando la muerte hasta el decurso de 289 años. Demócrito de Abdera en el Mar Egeo, Epiménides de Creta en el Mediterráneo: elija mi lector aquel sonido que más le gusta. El sofisma (con la persona y la ciudad que quieran) es éste.

Demócrito sostiene que los abderitanos son mentirosos,— pero Demócrito es abderitano: luego, Demócrito miente—, luego, no es cierto que los abderitanos sean mentirosos: luego, Demócrito no miente: luego, es verdad que los abderitanos son mentirosos: luego, Demócrito miente: luego, no es cierto que los abderitanos sean mentirosos: luego, Demócrito no miente,— et sic de caeteris hasta la peligrosa longevidad, o hasta la apresurada investidura de un chaleco de fuerza.

Charles Lamb se duele de los jugadores despreocupados que en vez de jugar a los naipes, juegan ajugar a ellos,— yo prefiero creer que los griegos sólo jugaron a la perplejidad y al misterio con la broma anterior. Es imposible que no percibieran la trampa. Ésta reside en la falsa identificación de mentir y ser mentiroso. Mentir es decir lo contrario de la verdad,— ser mentiroso es tener el hábito de mentir, sin que ello signifique una obligación de mentir todo el tiempo. Un mentiroso puede lamentar la sequía sin estar domiciliado en un maremoto,— un mentiroso puede murmurar la frase yo entro, sin que ello importe vociferar la orden: tu sales.

El cocodrilo

Los interlocutores de la segunda dificultad (con la que también jugaron los griegos) son un cocodrilo, una mujer y un niño. El cocodrilo acaba de apoderarse del niño, la madre exige con acopio de lágrimas su inmediata devolución. El cocodrilo jura restituírselo, siempre que ella adivine acertadamente si él lo devorará o lo restituirá. Si la madre le dice: No devorarás a mi niño, el cocodrilo (sin faltar a su juramento) puede afirmarle, y aun probarle, que se equivoca... La madre piensa un rato largo y le dice: Digo que vas a devorar a mi bijito. Aquí principia un interminable problema.

Si la madre acertó, el hijo debe serle devuelto,— pero si le devuelven al hijo, ella no acertó,— pero si no acertó, el cocodrilo puede en buena ley devorarlo,— pero si lo devora, ella acertó,— pero si la madre acertó, el hijo debe serle devuelto,— pero si le devuelven el hijo, ella no acertó,—pero... y así infinitamente.

Antes de indagar el misterio, quiero copiar una más reciente versión que sin el menor cambio fundamental, mejora considerablemente la fábula. Es la que conocieron los amigos de Miguel de Cervantes.

El puente

Casi al principio del capítulo 51 de la segunda parte del Don Quijote, puede buscarse esta mejorada versión: "Un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío (y esté vuesa merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso), digo pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo della una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: Si alguno pasara por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adonde y a qué va, y si jurara verdad, déjenlo pasar, y si dijera mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra sin remisión alguna. Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad, y los jueces los dejaban pasar libremente. Sucedió pues, que tomando juramento a un hombre, juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento y dijeron.— Si a este hombre lo dejamos pasar libremente, mintió en su juramento y conforme a la ley debe morir, y si lo ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre. Pídese a vuesa merced, señor gobernador, ¿qué harán los jueces del tal hombre, que aun hasta agora están dudosos y suspensos?"

Mi lector habrá notado que la muerte —ya por cocodrilo, ya por verdugo— interviene en los dos problemas. Todos propendemos a suponer que en el empleo de esa operación absoluta reside la dificultad. Sin embargo, no hay tal: si la pena de la mentira fuera una multa y el viajero genial hubiera afirmado que su destino era abonar esa multa, nos encararía la misma dificultad, con infinitos pagos y con incontenibles reembolsos, según el movimiento, o vaivén, dialéctico. Hay que tirar por otro rumbo.

El doctor Wolff, en su libro El certamen con la tortuga (Berlín 1929) sostiene la nulidad del primer convenio, puesto que la mujer tiene que adivinar una cosa que sólo se resuelve a raíz de la misma contestación... Yo pensaría que la debilidad del segundo reside en el empleo despreocupado de las palabras juramento y mentir, que ya están insinuando una confusión entre ejecución y propósito. Esas palabras imprudentes parecen indicar que la veracidad del interrogado era lo importante, no sus dotes proféticas. Ello anularía el problema. El extraño viajero declara su propósito de morir, el tribunal comprueba que es sincero en la declaración de esa voluntad,— el tribunal, de acuerdo con la ley del señor de aquel río, le impone seguir viaje.

Para evitar esa deplorable consumación, he urdido una tercera fábula: variante acaso inútil de la primera. Carece de dramaticidad, carece de muerte,— pero no le veo fin.

El adivinador

En Sumatra, un hombre quiere doctorarse de brujo. El examinador le pide que adivine si será reprobado o si pasará. El hombre dice que será reprobado...

Ya se presiente la infinita continuación.

LA CUARTA DIMENSIÓN

N° 40, 5 de diciembre de 1934

Hacia 1670, el plotiniano inglés Henry More usó la frase cuarta dimensión, acaso por primera vez en el mundo. No importa lo que quiso comunicar, lo memorable es el contacto genial

de esas dos palabras, antes no combinadas. La fórmula intrigó,— los hombres no la dejaron morir.

Justificar esa conexión de dos términos acaso incompatibles fue, con el tiempo, una de las obligaciones del geómetra. Kant, hacia 1768, estudió ese problema. Hacia 1853, Gustav Theodor Fechner —el arriesgado medidor de las sensaciones, el fervoroso autor de la Vida psíquica de las plantas, el risueño autor de la Anatomía comparada de los ángeles, el amigo de la inmortalidad—

preguntó por qué aberración, en materia de dimensiones, la Naturaleza infinita sólo iba a saber contar hasta tres. Helmholtz, el matemático, dedicó una serie de monografías a la cuestión.

Riemann partió del quinto postulado de Euclides y dio con ella. Después la repensaron Whitehead y Einstein, Howard Hinton y Uspenski.

Generalmente, los alegatos por una cuarta dimensión derivan de las definiciones preliminares de la geometría euclideana. Ésta procede de manera sintética: empieza por el punto convencional, que se postula sin dimensión de ninguna clase,— pasa después a la línea convencional, que se postula como longitud sin anchura,— pasa después a la superficie convencional, que se postula como simple extensión, sin profundidad,—y arriba así al volumen o cuerpo, que abarca las tres dimensiones. Ese proceso imaginario se vale de la idea de movimiento: las sucesivas posiciones del punto van trazando una línea, las de la línea recta o curva, una superficie, las de la superficie, un volumen. Conviene repetir que esa operación está a cargo de símbolos y que no se concibe el momento en que los puntos inextensos empiezan a trazar una línea, o las líneas sin anchura una superficie, o las superficies un cuerpo. Hay quien afirma que una sombra es una superficie sin espesor,— es casi un juego de palabras, ya que una sombra, por cambiante que sea, no es otra cosa que cierta porción de volumen donde no cae la luz. La superficie, el punto y la línea son lo que declara Karl Pearson (Gramática de la ciencia, página 181

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