Agustín Béjar Trancón
A Pilar Trancón in memoriam
¿Qué puede haber de importancia en un pequeño ensayo de Kant, de su etapa precrítica, sobre el tema de la locura y que en principio parece tan periférico a sus intereses? ¿Y para quién puede ser de importancia?
Tal vez por todo esto el Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza ha sido condenado a cierto olvido en el ámbito de la obra kantiana hasta el punto de que sólo muy recientemente han aparecido traducciones al francés y español [], al menos si tomamos como referencia la naciente psiquiatría germana de inicios del XIX (cf. Dörner, 1974). Todo apunta, pues, a que la consideración que ha tenido el Ensayo ha sido más la de un escrito lúdico y circunstancial de su autor, momentáneamente atraído por una curiosidad sin más trascendencia. El humor e ironía con los que Kant lo escribe puede que potenciara esa impresión.
Quizá esa idea es la que ha ocasionado que el Ensayo quedara relegado del estudio de los filósofos y, por consiguiente, de la pluma de los traductores. Por eso nuestra primera tarea en esta introducción será, precisamente, rescatar el interés de la locura o el desvarío —en absoluto periférico ante una mirada más detenida— tanto para el filósofo Kant como para la comprensión de su obra. Cuando se ven las múltiples relaciones entre este tema y la filosofía crítica, el pequeño ensayo cobra ante nosotros una mayor viveza, mostrándosenos como punto de referencia en la biografía intelectual de Kant en lo que se refiere a su explícita preocupación por la locura y sus manifestaciones. Podemos pensar que revela incluso el despertar de una insidiosa inquietud que comienza a abrirse paso: al año siguiente de escribirlo redactará Sueños de un visionario explicados mediante los sueños de la metafísica, que se publicará en 1766 (Kant, 1987), en donde critica las ideas del teósofo sueco Emmanuel Swedenborg, un vidente de la época que alcanzó gran celebridad en la Europa de entonces y que afirmaba poseer conocimientos privilegiados sobre el mundo de los espíritus y los muertos, con los que pretendía estar en contacto. Delirante o farsante, el caso Swedenborg atrajo el mayor interés de Kant, quien vio en la obra fundamental de aquél, Arcana coelestia, el material óptimo para criticar ese tipo de discurso que presenta como verdades de hecho ideas sin ningún apoyo en la realidad compartible. Distinguir lo que sería transmisible y verificable, comprensible por otros, de lo que no serían más que fantasías sin confrontación con la prueba de realidad es el foco de esta obra de Kant. En ella, desde el mismo título, hace expresamente la comparación con un tema central para el filósofo en esa época, anuncio de la tarea crítica que dará lugar a su gran obra posterior: en lo tocante a la autenticidad de sus afirmaciones, ¿no son las pretensiones de la metafísica racionalista del mismo orden que las pretensiones del esoterista sueco?
La crítica de los visionarios, de Swedenborg, será también la crítica de la metafísica racionalista, la metafísica dogmática que pretende conocer aquello para lo que no hay pruebas en la experiencia. El empirismo afirmará lo contrario: no conocemos más que la experiencia. Kant se situará en un difícil equilibrio entre ambos polos. Al inicio de su Crítica de la razón pura afirma: «todo conocimiento comienza con la experiencia, pero no todo él procede de ella...». Ese terreno intermedio entre racionalismo y empirismo, entre los sueños de la metafísica y el «la fijación a la tierra» del empirismo será su campo de trabajo y su gran logro filosófico: lo trascendental o las condiciones de posibilidad de la experiencia. Su objetivo: fijar los límites de la razón. Esto se convierte en la tarea de la filosofía. Cuáles son los límites de lo que podemos conocer, de lo que podemos afirmar, sin extralimitarnos, sin caer en sueños dogmáticos... o en «visiones». El razonamiento de los visionarios, de los locos, o el de los niños (al que se refiere Kant en varias ocasiones como ejemplo de pensamiento que no respeta los límites o no los ha adquirido) se convierte en ejemplo común de lo que significa desviarse del contacto con la realidad, en aviso para navegantes metafísicos. La tarea crítica se propone como un baño de sensatez para las ensoñaciones de la metafísica y sus desvaríos.
Pero si la amenaza del funcionamiento desbocado de la razón lleva a esa tarea de crítica o discernimiento de lo que puede ser conocido o dicho desde la metafísica, es presumible que tras esa labor estemos también en mejor disposición para comprender los «sueños de los visionarios». En Antropología, publicada al final de su vida, Kant vuelve a presentar una clasificación sistemática del funcionamiento psíquico anómalo, en el capítulo «De las debilidades y enfermedades del alma respecto a su facultad de conocer». Tres décadas separan esta obra del Ensayo. Las diferencias entre ambas, aun siguiendo esquemas parecidos, pueden ilustrarnos sobre la repercusión, al abordar estas enfermedades, de la filosofía crítica que elaboró en el intervalo, y de la nueva concepción de la mente, del sujeto y de la realidad que implica.
Esta conexión entre la filosofía trascendental y el conocimiento empírico propio de la antropología y la psicología nos abre además una puerta a un campo de gran interés para los estudiosos de Kant: aunque nuestro autor delimita claramente los dos territorios y advierte contra la extrapolación de uno a otro, en la medida en que la psicología que elabora en la Antropología se ve influida por su filosofía trascendental podemos plantearnos tal filosofía y su objeto como relevantes para la comprensión del funcionamiento anómalo (y, por tanto, del sano también) de la mente. Podemos ver esto llevando a cabo una contrastación con la que presenta en el Ensayo. En otras palabras, se abre la puerta a una vía para comparar su enfoque sobre cómo es posible el conocimiento en general y en abstracto (las condiciones de posibilidad de la experiencia en general), con el hecho de cómo esto se realiza o no en casos particulares. La pregunta es: ¿cómo es posible la objetividad en sujetos particulares de experiencia? y ¿cuál sería el equivalente al respeto a las reglas precisas para esa objetividad, para la construcción de una realidad compartible?
Por otro lado, el lapso de más de tres décadas que separa a las dos obras señaladas no es un período cualquiera. Constituye una época clave en cuanto a la comprensión de la locura. Es el momento en el que surge la psiquiatría y en el que los médicos, como representantes sociales de esa nueva comprensión, comienzan a hacerse cargo de forma específica de los locos [].
LA LOCURA EN LA ÉPOCA DEL ENSAYO
Se considera que la psiquiatría en su sentido actual, como especialidad médica que implica un conocimiento teórico y una práctica asistencial, así como un desarrollo institucional, surge en la segunda mitad del XVIII, fruto de una encrucijada de desarrollos teóricos y asistenciales, en el contexto de los profundos cambios que promueve la Ilustración (Dörner, 1974; Ackernecht, 1979). Si bien ya antes se había comenzado a discutir el carácter mítico y demoníaco atribuido a la locura, en esa época se comienza a hacer de una forma sistemática y empiezan a darse cambios en los modos institucionales en que las sociedades se manejan con los locos o alienados. La locura se naturaliza y se hace objeto de indagación racional de una forma muy clara y específica en este período de tiempo, considerado a este respecto como auténtica bisagra del pensamiento psiquiátrico [], como por otra parte lo es en la historia de Occidente.
Desde la antigüedad grecolatina se puede hablar de una «psiquiatría» de médicos y otra de filósofos (cf. Ackernecht, 1979; Pewzner, 1995, y Pigeaud, 1989), dicotomía que para Pewzner seguirá en paralelo la ya establecida por el pensamiento cristiano entre alma y cuerpo que conducirá a la moralización de la locura [].