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Mario Vargas Llosa - El pez en el agua

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Mario Vargas Llosa El pez en el agua

El pez en el agua: resumen, descripción y anotación

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I. ESE SEÑOR QUE ERA MI PAPÁ

Mi mamá me tomó del brazo y me sacó a la calle por la puerta de servicio de la prefectura. Fuimos caminando hacia el malecón Eguiguren. Eran los últimos días de 1946 o los primeros de 1947, pues ya habíamos dado los exámenes en el Salesiano, yo había terminado el quinto de primaria y ya estaba allí el verano de Piura, de luz blanca y asfixiante calor.

—Tú ya lo sabes, por supuesto —dijo mi mamá, sin que lo temblara la voz—. ¿No es cierto?

—¿Qué cosa?

—Que tu papá no estaba muerto. ¿No es cierto?

—Por supuesto. Por supuesto.

Pero no lo sabía, ni remotamente lo sospechaba, y fue como si el mundo se me paralizara de sorpresa. ¿Mi papá, vivo? ¿Y dónde había estado todo el tiempo en que yo lo creí muerto? Era una larga historia que hasta ese día —el más importante de todos los que había vivido hasta entonces y, acaso, de los que viviría después— me había sido cuidadosamente ocultada por mi madre, mis abuelos, la tía abuela Elvira —la Mamaé— y mis tíos y tías, esa vasta familia con la que pasé mi infancia, en Cochabamba, primero, y, desde que nombraron prefecto de esta ciudad al abuelo Pedro, aquí, en Piura. Una historia de folletín, truculenta y vulgar, que —lo fui descubriendo después, a medida que la reconstruía con datos de aquí y allá y añadidos imaginarios donde resultaba imposible llenar los blancos— había avergonzado a mi familia materna (mi única familia, en verdad) y destruido la vida de mi madre cuando era todavía poco más que una adolescente.

Una historia que había comenzado once años atrás, a más de dos mil kilómetros de este malecón Eguiguren, escenario de la gran revelación. Mi madre tenía diecinueve años. Había ido a Tacna acompañando a mi abuelita Carmen —que era tacneña— desde Arequipa, donde vivía la familia, para asistir al matrimonio de algún pariente, aquel 10 de marzo de 1934, cuando, en lo que debía ser un precario y recientísimo aeropuerto de esa pequeña ciudad de provincia, alguien le presentó al encargado de la estación de radio de Panagra, versión primigenia de la Panamerican: Ernesto J. Vargas. Él tenía veintinueve años y era muy buen mozo. Mi madre quedó prendada de él desde ese instante y para siempre. Y él debió enamorarse también, pues, cuando, luego de unas semanas de vacaciones tacneñas, ella volvió a Arequipa, le escribió varias cartas e, incluso, hizo un viaje a despedirse de ella al trasladarlo la Panagra al Ecuador. En esa brevísima visita a Arequipa se hicieron formalmente novios. El noviazgo fue epistolar; no volvieron a verse hasta un año después, cuando mi padre —al que la Panagra acababa de mutar de nuevo, ahora a Lima— reapareció por Arequipa para la boda. Se casaron el 4 de junio de 1935, en la casa donde vivían los abuelos, en el bulevar Parra, adornada primorosamente para la ocasión, y en la foto que sobrevivió (me la mostrarían muchos años después), se ve a Dorita posando con su vestido blanco de larga cola y tules traslúcidos, con una expresión nada radiante, más bien grave, y en sus grandes ojos oscuros una sombra inquisitiva sobre lo que le depararía el porvenir.

Lo que le deparó fue un desastre. Después de la boda, viajaron a Lima de inmediato, donde mi padre era radiooperador de la Panagra. Vivían en una casita de la calle Alfonso Ugarte, en Miraflores. Desde el primer momento, él sacó a traslucir lo que la familia Llosa llamaría, eufemísticamente, «el mal carácter de Ernesto». Dorita fue sometida a un régimen carcelario, prohibida de frecuentar amigos y, sobre todo, parientes, obligada a permanecer siempre en la casa. Las únicas salidas las hacía acompañada de mi padre y consistían en ir a algún cinema o a visitar al cuñado mayor, César, y a su esposa Orieli, que vivían también en Miraflores. Las escenas de celos se sucedían por cualquier pretexto y a veces sin pretexto y podían degenerar en violencias.

Muchos años más tarde, cuando yo ya tenía canas y me fue posible hablar con ella de los cinco meses y medio que duró su matrimonio, mi madre seguía aún repitiendo la explicación familiar del fracaso conyugal: el mal carácter de Ernesto y sus celos endemoniados. Y echándose algo de la culpa, pues, tal vez, el haber sido una muchacha tan mimada, para quien la vida en Arequipa había sido tan fácil, tan cómoda, no la preparó para esa prueba difícil, pasar de la noche a la mañana a vivir en otra ciudad, con una persona tan dominante, tan distinta de quienes la habían rodeado.

Pero la verdadera razón del fracaso matrimonial no fueron los celos, ni el mal carácter de mi padre, sino la enfermedad nacional por antonomasia, aquella que infesta todos los estratos y familias del país y en todos deja un relente que envenena la vida de los peruanos: el resentimiento y los complejos sociales. Porque Ernesto J. Vargas, pese a su blanca piel, sus ojos claros y su apuesta figura, pertenecía —o sintió siempre que pertenecía, lo que es lo mismo— a una familia socialmente inferior a la de su mujer. Las aventuras, desventuras y diabluras de mi abuelo Marcelino habían ido empobreciendo y rebajando a la familia Vargas hasta el ambiguo margen donde los burgueses empiezan a confundirse con eso que los que están más arriba llaman el pueblo, y en el que los peruanos que se creen blancos empiezan a sentirse cholos, es decir, mestizos, es decir, pobres y despreciados. En la variopinta sociedad peruana, y acaso en todas las que tienen muchas razas y astronómicas desigualdades, blanco y cholo son términos que quieren decir más cosas que raza o etnia: ellos sitúan a la persona social y económicamente, y estos factores son muchas veces los determinantes de la clasificación. Ésta es flexible y cambiante, supeditada a las circunstancias y a los vaivenes de los destinos particulares. Siempre se es blanco o cholo de alguien, porque siempre se está mejor o peor situado que otros, o se es más o menos pobre o importante, o de rasgos más o menos occidentales o mestizos o indios o africanos o asiáticos que otros, y toda esta selvática nomenclatura que decide buena parte de los destinos individuales se mantiene gracias a una efervescente construcción de prejuicios y sentimientos —desdén, desprecio, envidia, rencor, admiración, emulación— que es, muchas veces, por debajo de las ideologías, valores y desvalores, la explicación profunda de los conflictos y frustraciones de la vida peruana. Es un grave error, cuando se habla de prejuicio racial y de prejuicio social, creer que éstos se ejercen sólo de arriba hacia abajo; paralelo al desprecio que manifiesta el blanco al cholo, al indio y al negro, existe el rencor del cholo al blanco y al indio y al negro, y de cada uno de estos tres últimos a todos los otros, sentimientos, pulsiones o pasiones, que se emboscan detrás de las rivalidades políticas, ideológicas, profesionales, culturales y personales, según un proceso al que ni siquiera se puede llamar hipócrita, ya que rara vez es lúcido y desembozado. La mayoría de las veces es inconsciente, nace de un yo recóndito y ciego a la razón, se mama con la leche materna y empieza a formalizarse desde los primeros vagidos y balbuceos del peruano.

Ése fue probablemente el caso de mi padre. Más íntima y decisiva que su mal carácter o que sus celos, estropeó su vida con mi madre la sensación, que nunca lo abandonó, de que ella venía de un mundo de apellidos que sonaban —esas familias arequipeñas que se preciaban de sus abolengos españoles, de sus buenas maneras, de su hablar castizo—, es decir, de un mundo superior al de su familia, empobrecida y desbaratada por la política.

Mi abuelo paterno, Marcelino Vargas, había nacido en Chancay y aprendido el oficio de radiooperador, que enseñaría a mi padre en las breves pausas de su agitada existencia. Pero la pasión de su vida fue la política. Entró a Lima por la puerta de Cocharcas con las montoneras de Piérola, el 17 de marzo de 1885, cuando era un mozalbete. Y fue después fiel seguidor del caudillo liberal Augusto Durán, en cuyas peripecias políticas lo acompañó, por lo que vivió a salto de mata, pasando de prefecto de Huánuco a deportado en Ecuador y preso y prófugo en muchas ocasiones. Esta sobresaltada vida obligó a mi abuela Zenobia Maldonado —una mujer a la que las fotos muestran con expresión implacable y de quien mi padre decía conmovido que no vacilaba en azotarlos hasta la sangre a él y a sus hermanos cuando se portaban mal— a hacer toda clase de milagros para dar de comer a sus cinco hijos, a los que prácticamente crió y educó ella sola (tuvo ocho, pero tres murieron a poco de nacer).

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