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Mario Vargas Llosa - La civilización del espectáculo

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Mario Vargas Llosa La civilización del espectáculo
  • Libro:
    La civilización del espectáculo
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2012
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La civilización del espectáculo: resumen, descripción y anotación

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MARIO VARGAS LLOSA Premio Nobel de Literatura 2010 nació en Arequipa Perú - photo 1

MARIO VARGAS LLOSA, Premio Nobel de Literatura 2010, nació en Arequipa, Perú, en 1936. Aunque había estrenado un drama en Piura y publicado un libro de relatos, Los jefes, que obtuvo el Premio Leopoldo Alas, su carrera literaria cobró notoriedad con la publicación de La ciudad y los perros, Premio Biblioteca Breve (1962) y Premio de la Crítica (1963). En 1965 apareció su segunda novela, La casa verde, que obtuvo el Premio de la Crítica y el Premio Internacional Rómulo Gallegos. Posteriormente ha publicado piezas teatrales (La señorita de Tacna, Kathie y el hipopótamo, La Chunga, El loco de los balcones, Ojos bonitos, cuadros feos y Las mil noches y una noche), estudios y ensayos (como La orgía perpetua, La verdad de las mentiras, La tentación de lo imposible, El viaje a la ficción y Cartas a un joven novelista), memorias (El pez en el agua), relatos (Los cachorros) y, sobre todo, novelas: Conversación en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta, ¿Quién mató a Palomino Molero?, El hablador, Elogio de la madrastra, Lituma en los Andes, Los cuadernos de don Rigoberto, La Fiesta del Chivo, El Paraíso en la otra esquina, Travesuras de la niña mala y El sueño del celta. Ha obtenido los más importantes galardones literarios, desde los ya mencionados hasta el Premio Cervantes, el Príncipe de Asturias, el PEN/Nabokov y el Grinzane Cavour.

1 Cito por la edición de Faber and Faber de 1962 Todas las traducciones al - photo 2

[1] Cito por la edición de Faber and Faber de 1962. Todas las traducciones al español son mías.

[2] Cito por George Steiner, En el castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura, Barcelona, Editorial Gedisa, 2006. Todas las citas son de esta edición.

[3] Cito por Guy Debord, La Société du Spectacle, París, Gallimard, Folio, 1992. Todas las traducciones al español son mías.

[4] Gil es Lipovetsky/Jean Serroy, La cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada, Barcelona, Anagrama, Colección Argumentos, 2010. Todas las citas son de esta edición.

[5] Cito la carta de un amigo colombiano: «A mí también me ha llamado la atención, sobre todo cierta forma de neoindigenismo que practican, como nueva moda, las clases altas y medias bogotanas (quizás también en otros países). Ahora, en lugar de cura o psicoanalista, estos jóvenes tienen chamán, y cada quince días toman yagé en ceremonias colectivas que tienen un fin terapéutico y espiritual. Quienes participan en esto son, desde luego, “ateos”: gente de cultura, artistas, antiguos bohemios…».

[6] Carlos Granés Maya, «Revoluciones modernas, culpas posmodernas», en Antropología: horizontes estéticos, edición de Carmelo Lisón Tolosana, Barcelona, Editorial Anthropos, 2010, p. 227.

[7] Paz, Octavio, «Chiapas: hechos, dichos y gestos», en Obra completa, V, 2.ª edición, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2002, p. 546.

[8]El País, Madrid, 6 de septiembre de 2008.

[9] María Zambrano, El hombre y lo divino, Barcelona, Círculo de Lectores, Opera Mundi, 1999, pp. 145-149 y 429.

[10] Véase su artículo «Réquiem por el papel» en El País, 15 de octubre de 2011.

[11] Véase su respuesta a Volpi, «El siglo XXV: una hipótesis de lectura», en El País, 3 de diciembre de 2011.

[12] Texto leído en la Frankfurter Paulskirche, el 6 de octubre de 1996, al recibir el Premio de la Paz (Friedenspreis) de los Editores y Libreros alemanes.

Las horas han perdido su reloj.

VICENTE HUIDOBRO

Metamorfosis de una palabra

Es probable que nunca en la historia se hayan escrito tantos tratados, ensayos, teorías y análisis sobre la cultura como en nuestro tiempo. El hecho es tanto más sorprendente cuanto que la cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está en nuestros días a punto de desaparecer. Y acaso haya desaparecido ya, discretamente vaciada de su contenido y éste reemplazado por otro, que desnaturaliza el que tuvo.

Este pequeño ensayo no aspira a abultar el elevado número de interpretaciones sobre la cultura contemporánea, sólo a dejar constancia de la metamorfosis que ha experimentado lo que se entendía aún por cultura cuando mi generación entró a la escuela o a la universidad y la abigarrada materia que la ha sustituido, una adulteración que parece haberse realizado con facilidad, en la aquiescencia general.

Antes de empezar mi propia argumentación al respecto, quisiera pasar revista, aunque sea somera, a algunos de los ensayos que en las últimas décadas abordaron este asunto desde perspectivas variadas, provocando a veces debates de alto vuelo intelectual y político. Aunque muy distintos entre sí y apenas una pequeña muestra de la abundante floración de las ideas y tesis que este tema ha inspirado, todos ellos tienen un denominador común pues coinciden en que la cultura atraviesa una crisis profunda y ha entrado en decadencia. El último de ellos, en cambio, habla de una nueva cultura edificada sobre las ruinas de la que ha venido a suplantar.

Comienzo esta revisión por el célebre y polémico pronunciamiento de T. S. Eliot. Aunque sólo han pasado poco más de sesenta años desde la publicación, en 1948, de su ensayo Notes Towards the Definition of Culture, cuando uno lo relee en nuestros días tiene la impresión de que se refiere a un mundo remotísimo, sin conexión con el presente.

T. S. Eliot asegura que el propósito que lo guía es apenas definir el concepto de cultura, pero, en verdad, su ambición es más amplia y consiste, además de precisar lo que abraza esa palabra, en una crítica penetrante del sistema cultural de su tiempo, que, según él, se aparta cada vez más del modelo ideal que representó en el pasado. En una frase que entonces pudo parecer excesiva, añade: «Y no veo razón alguna por la cual la decadencia de la cultura no pueda continuar y no podamos anticipar un tiempo, de alguna duración, del que se pueda decir que carece de cultura» (p. 19). (Adelantándome sobre el contenido de La civilización del espectáculo diré que ese tiempo es el nuestro). Aquel modelo ideal, según Eliot, consiste en una cultura estructurada en tres instancias —el individuo, el grupo o elite y la sociedad en su conjunto— y en la que, aunque hay intercambios entre las tres, cada cual conserva cierta autonomía y se halla en constante confrontación con las otras, dentro de un orden gracias al cual el conjunto social prospera y se mantiene cohesionado.

T. S. Eliot afirma que la alta cultura es patrimonio de una elite y defiende que así sea porque, asegura, «es condición esencial para la preservación de la calidad de la cultura de la minoría que continúe siendo una cultura minoritaria» (p. 107). Al igual que la elite, la clase social es una realidad que debe ser mantenida pues en ella se recluta y forma esa casta o promoción que garantiza la alta cultura, una elite que en ningún caso debe identificarse totalmente con la clase privilegiada o aristocrática de la que proceden principalmente sus miembros. Cada clase tiene la cultura que produce y le conviene, y aunque, naturalmente, hay coexistencia entre ellas, también hay marcadas diferencias que tienen que ver con la condición económica de cada cual. No se puede concebir una cultura idéntica de la aristocracia y del campesinado, por ejemplo, aunque ambas clases compartan muchas cosas, como la religión y la lengua.

Esta idea de clase no es rígida o impermeable para T. S. Eliot, sino abierta. Una persona de una clase puede pasar a otra superior o bajar a una inferior, y es bueno que así ocurra, aunque ello constituya más una excepción que una regla. Este sistema garantiza un orden estable y a la vez lo expresa, pero en la actualidad está resquebrajado, lo que genera incertidumbre sobre el futuro. La ingenua idea de que, a través de la educación, se puede transmitir la cultura a la totalidad de la sociedad, está destruyendo la «alta cultura», pues la única manera de conseguir esa democratización universal de la cultura es empobreciéndola, volviéndola cada día más superficial. Así como la existencia de una elite es indispensable, según Eliot, a su concepción de «alta cultura», también lo es que en una sociedad haya culturas regionales que nutran a la cultura nacional y, a la vez, que formen parte de ella, existan con su propio perfil y gocen de cierta independencia: «Es importante que un hombre se sienta no sólo ciudadano de una nación en particular, sino ciudadano de un lugar específico de su país, que tenga sus lealtades locales. Esto, como la lealtad con la propia clase, surge de la lealtad hacia la familia» (p. 52).

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