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Jordi Sierra i Fabra - La isla del poeta (Las Tres Edades)

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Jordi Sierra i Fabra La isla del poeta (Las Tres Edades)
  • Libro:
    La isla del poeta (Las Tres Edades)
  • Autor:
  • Editor:
    Siruela
  • Genre:
  • Año:
    2011
  • Índice:
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La isla del poeta (Las Tres Edades): resumen, descripción y anotación

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Ediciones Siruela

Jordi Sierra i Fabra

La isla del poeta

A Sara Moreno Valcárcel,
mi isla amiga

PRELUDIO

CAPÍTULO 1

La vida llama.
No le cierres la puerta,
sin preguntarle.

Fue la primera visión de la isla lo que le acabó de robar el aliento.

Un punto lejano que iba acercándose a ella desde la distancia abierta en aquel mar tan súbitamente plomizo y airado.

–¿Es ésa?

El pescador sumió en ella su ya habitual mirada de ojos cansinos.

–Sí, señorita. Ésa es.

Ya no había otra, y se dirigían recto a su encuentro.

Estudió aquella mancha todavía difusa, apenas un promontorio oscuro en mitad del horizonte. Parecía redonda, pero sabía que no lo era. Parecía muy pequeña, pero sabía que era mayor de lo imaginado, aunque resultase igualmente diminuta. Y parecía perdida.

Muy perdida.

La había estudiado en Google Maps, acercándose al máximo a su contorno en forma de habichuela. Conocía su perfil, la ubicación del pueblo, el embarcadero, las playas, la casa...

La barca dio un bandazo al chocar con una ola más encrespada que las demás. Un golpe brusco, seco. La fina llovizna levantada por el impacto le azotó el rostro, lo mismo que un vaporizador refrescante. Apenas si cerró los ojos un instante. Quería embeberse de todo, especialmente del camino.

Allí estaba su Ítaca personal.

Y ese camino quizás fuese lo más importante.

Desde la salida de Cartagena de Indias, a lo largo de aquella hora y media, habían rebasado ya varias islas, algunas grandes, otras relativamente pequeñas, y muchas convertidas en meros islotes sobre los que se asentaban singulares construcciones de madera. Casas sin puertas o sin ventanas, libres, extraordinariamente peculiares. Su visión desde el mar les confería un aspecto inquietante, misterioso, y también sorprendente. Era como si se hubiera producido una inundación y a ras de agua sólo quedaran las edificaciones más altas, porque desde lejos la base no era visible. Algunas se sustentaban únicamente sobre un puñado de rocas. La imagen resultaba insólita por única. Y no se trataba de una o dos, sino de muchas.

Muchas personas viviendo aisladas.

Realmente aisladas.

–No todas están habitadas siempre –le había dicho su guía marítimo–. Algunas pertenecen a hombres ricos de Cartagena de Indias, o de Bogotá. Otras se alquilan, o se venden.

Comprar una isla.

Sonaba a fantasía.

Un nuevo golpe contra el agua. No sabía si el viento que azotaba su rostro era producido por la carrera de la barca, impulsada por su motor, o si se trataba del viento que preludiaba la tormenta. Las nubes que les envolvían eran amenazadoras, pero todavía no había oscurecido tanto como para que fuesen negras del todo. Eran nubes hermosas, densas, apretadas. A lo lejos, a su izquierda, sí llovía. La cortina de agua bajaba en diagonal hacia la superficie del mar.

Como si sintonizara con su pensamiento, el pescador miró al cielo, cada vez menos luminoso, cada vez más sombrío.

Su rostro era severo.

–Se lo dije, señorita.

–Sí, ya.

–Una hora más y no habríamos podido llegar.

–¿Tan feo se va a poner?

–Sí.

–Parece como si aquí nunca fuera a pasar nada.

–Pues ya verá –movió la cabeza de arriba abajo con vehemencia.

Estaba allí, con la isla recortándose en el horizonte. Aunque los cielos se abrieran, estaba allí.

Era la única razón a la que atendía su embotada mente.

Se le aceleró el pulso.

–Sujétese –la previno el barquero por tercera o cuarta vez.

Lo hizo. Se aferró a la barca con mano de hierro, pero no dejó de mirar en dirección a la isla. No llevaba chaleco salvavidas. Aquélla no era una embarcación turística. Aseguró la mochila entre sus piernas y la protegió un poco más. Si llovía daría igual, acabarían empapadas, mochila y ella, pero ahora de lo que se trataba era de impedir que las gotas que la salpicaban, los bandazos del agua o la espuma levantada por la quilla de la barca la mojaran aún más de lo que lo estaban haciendo.

Las olas crecían, igual que si una mano invisible las agitara por debajo.

En los siguientes minutos, a medida que se acercaban a la isla, permaneció callada.

Lo hicieron por el sur, por la parte más delgada de la habichuela. El pueblecito quedaba justo al otro lado, al norte. La embarcación enfiló la parte izquierda para rodear aquel contorno arbolado y ella casi suspiró, como si el detalle fuese importante. La casa quedaba de ese lado, próxima a una playita apenas vista desde el aire, por lo menos según la toma de Google Maps. La vegetación formaba una tupida masa verde, cerrada, como si los árboles y las plantas se disputaran cada metro cuadrado del lugar. Las palmeras, agitadas por la brisa de la tempestad que se avecinaba, dejaban que sus palmas se estremecieran lánguidas siguiendo la dirección del viento.

Una vez había estado en el Caribe, en Varadero, y el sonido de esas palmeras estremecidas por el viento se le antojó música celestial. Pasó horas bajo ellas, arropada por su magia.

Palmeras igual que aquéllas.

La isla quedó a unos metros, finalmente.

Apenas unas brazadas.

En la orilla el mar sí era azul. Pasaba del tono oscuro al verde esmeralda que rodeaba la isla y alcanzaba la tierra convertido en una intensa transparencia del color del cobalto, o del cielo en un día luminoso. Un azul que invitaba a la zambullida, porque, pese a la inminencia de la tormenta, el calor era fuerte, pegajoso y húmedo.

¿Quién podía olvidar la sensación paradisíaca que transmitía el sueño caribeño?

El corazón le latió con fuerza de pronto, al verla por primera vez.

La casa.

Recortada entre las palmeras de su pequeña playa, los árboles del interior y la vegetación caótica y exuberante que lo dominaba todo.

Era de madera, no muy grande, cuadrada, simple y carente de lujos. Tan vieja que parecía abandonada. Las ventanas estaban cerradas, probablemente a causa del viento. No divisó la puerta hasta unos metros más allá, tan cerrada como ellas. Ningún movimiento.

Sí, parecía muy vieja.

Y sobre todo solitaria.

Hizo la pregunta, sólo por curiosidad, por conocer la respuesta del hombre que la guiaba hasta su destino a través del mar. Y también para romper el silencio interior y escuchar su propia voz.

–¿Quién vive ahí?

–Nadie.

–¿Nadie?

–No, nadie. Pero no se acerque.

–¿Por qué?

El barquero se encogió de hombros.

–No se acerque –se limitó a insistir.

No le respondió.

Volvió el silencio.

La casa quedó atrás, oculta por la vegetación. La barca rodeaba la isla por la parte más larga, la que formaba el lado convexo de la habichuela. El viento debía de azotar por la otra parte porque allí las aguas estaban más calmadas.

Finalmente, pese a que el tiempo había dejado de contar desde el instante de ver su destino, las primeras construcciones del pueblecito se hicieron realidad frente a sus ojos iluminados.

Fin del viaje.

La barca aminoró su velocidad.

CAPÍTULO 2

Ese suspiro,
a mitad del camino,
qué bien me sabe.

Las casas quedaban muy diseminadas y eran humildes. O más bien debía de ser consecuente y llamarlas directamente pobres. La vida se hacía en el exterior tanto o más que en el interior. Calderos humeantes, ropa tendida que las mujeres ya recogían para evitar que el viento y la tormenta se la llevase, un enjambre de niños jugando con libertad, la mayoría desnudos en el caso de los más pequeños, suciedad amontonada por todas partes, restos de cocos rotos, palmas secas... Las embarcaciones se resguardaban en un puerto natural formado por rocas y protegido por un malecón de apenas diez metros de largo, suficiente para ampararlas correctamente.

Su barca enfiló hacia él, lo coronó y penetró en el puerto.

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