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Jordi Sierra i Fabra - Las guerras de Diego (Las Tres Edades)

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Jordi Sierra i Fabra Las guerras de Diego (Las Tres Edades)
  • Libro:
    Las guerras de Diego (Las Tres Edades)
  • Autor:
  • Editor:
    Siruela
  • Genre:
  • Año:
    2011
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Las guerras de Diego (Las Tres Edades): resumen, descripción y anotación

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LAS GUERRAS DE DIEGO A mi padre que murió sin contarme nada de su guerra - photo 1
LAS GUERRAS DE DIEGO

A mi padre, que murió

sin contarme nada de su guerra.

Y a mis nietas, que lo sabrán todo.

1
«El día en que papá se marchó a la guerra...»

El día en que papá se marchó a la guerra fuimos todos a despedirle.

Él no lo llamaba guerra. Lo llamaba «misión humanitaria». Pero el abuelo dijo que eso era un eufemismo. No tenía ni idea de lo que significaba la palabra y, como no era el momento de hacer preguntas, la memoricé y la busqué en el diccionario cuando llegué a casa. Decía: «Expresión suave con la que se sustituye otra que se considera violenta, grosera o malsonante». Y como ejemplo citaba: «Rellenito es un eufemismo que se utiliza en lugar de gordo».

No me gustó nada saber lo que significaba la palabreja.

Que papá no se iba de «misión humanitaria» lo sabíamos todos, hasta yo. Si no, ¿a qué tanta cara larga y tanta lágrima? Se supone que una «misión humanitaria» es algo feliz y hecho con el corazón para ayudar en algo malo y terrible que ha sucedido previamente. Más o menos aguantábamos el tipo, para darle ánimos y que no se marchara preocupado. Yo colaboré portándome bien por más que lo miraba todo con expresión de pasmo, porque el despliegue que nos envolvía era impresionante. Intenté no dar la nota. Y lo conseguí.

Salvo cuando papá me abrazó y me dio aquel beso.

Fue el beso más beso de todos los besos, y papá nunca los daba así.

Tembló, y esa emoción me alcanzó de lleno.

Ya me había dicho en casa lo más necesario, que me portara bien, que cuidara de mamá, que ahora yo era el cabeza de familia... Lo típico en estos casos, porque lo había visto en una película y las películas son cosas reales que luego alguien recuerda y cuenta. Así que en el aeropuerto militar lo único fue el beso. El superbeso.

Y el abrazo que me quitó el aliento.

La abuela era la que más lloraba. No paraba de decir cosas como «¡Ay, hijo, que no te hagan daño!» y «¡Cuídate mucho, no te metas en líos!». Esto último me sonaba a familiar, porque era exactamente lo que mamá me decía cada vez que me iba de excursión o de colonias con el colegio. Por un momento pensé que una «misión humanitaria», eufemismo de «guerra», era como una excursión a lo bestia. El abuelo, en cambio, era el más serio. Apenas si abrió la boca. Bastaban sus ojos. Lo miraba todo con aquel aspecto grave, sereno y contenido, casi distante. El único punto de emoción, lo vimos perfectamente, fue cuando papá y él se abrazaron. Entonces sí. Entonces su abrazo fue tan fuerte como el que papá me dio a mí. Fuerte y largo, como si les costara dejarlo o estuvieran pegados el uno al otro. Al separarse, las mandíbulas del abuelo estaban muy apretadas. Formaban dos ángulos rectos, marcados a ambos lados de su cara. Por su parte, mamá mostraba toda su entereza. Con dignidad y orgullo. Decían que era lo que se esperaba de la esposa de un militar. Y más de un oficial.

Me pregunto quién dicta esa clase de cosas y normas.

¿Hay algún código secreto?

¿Quién le dice a la novia de un soldado que puede llorar, a la de un suboficial que como mucho ilumine los ojos y a la esposa de un oficial que a ella le toca mantenerse firme?

Yo seguí pendiente del abuelo.

Mi abuelo es único.

A veces los mayores, los ancianos, tienen una mirada distinta, una mirada como de mirar sin ver, perdida, dirigida más hacia dentro que hacia fuera. La del abuelo, esa mañana, era infinita, como si tuviera más espacio en el interior de su cuerpo que en el otro lado. A él, que se le iluminaban los ojos casi siempre, sobre todo al llegar yo, jamás le había visto así, como si nada de lo que sucedía fuera con su persona. Y, sin embargo, iba.

Muchísimo.

El abuelo había sido hippy, rebelde, correcaminos en un mundo sin fronteras, aunque eso fuese en el siglo pasado, o sea, en otro tiempo. Entonces llevaba el cabello muy largo y vestía raro, con ropas que parecían viejas. Siempre que veía esas fotos en su casa me quedaba mirándolas alucinado. Pero las ideas del abuelo eran estupendas. Con él nunca me aburría. Que su único hijo fuese militar parecía un chiste. Militar, militar, porque papá era capitán, y decían que iba para general. Por lo visto, el día en que le dijo al abuelo que ésa sería su carrera, casi le dio un infarto.

Bueno, de eso hablaré más tarde.

Despedíamos a papá.

Tampoco es que hubiera mucho más.

Himnos, desfiles, discursos, saludos, más y más lágrimas, besos, abrazos y de pronto... todo acabó.

Nos quedamos solos.

Solos mientras el avión despegaba rumbo a una tierra extraña de la que nunca había oído hablar, pero que desde ese día se convirtió en mi obsesión.

Allí fue él.

A cumplir con su deber, decía.

Aunque eso significara dejarnos solos.

–Otros niños que no tienen nada ni a nadie también nos necesitan –me había contado.

Supongo que el mundo es demasiado grande y complicado y aún no puedo entenderlo.

Por cierto, me llamo Diego y tengo once años.

2
«Misión humanitaria, como decía el abuelo, era un eufemismo»

Los primeros días sin papá fueron tensos.

Faltaba algo en casa, y no supe exactamente qué era hasta la tercera noche, cuando, mientras veías en la tele un programa de humor, contaron un chiste muy bueno y mamá fue incapaz de reír.

Entonces supe que con papá se había ido la alegría.

La cara de mamá era como de cera, a punto de fundirse sólo con que se le acercara una llamita, tan ingrávida que parecía sujeta a sus huesos con alfileres invisibles y poco profundos. Sin embargo tenía fama de fuerte, de mujer-de-una-pieza. Las amigas se lo decían:

–Es que tú eres muy fuerte, Leo.

Y ella sonreía, o suspiraba, o las dos cosas a la vez, y ya no contestaba porque no valía la pena hacerlo.

Creo que criar fama y echarse a dormir es un dicho muy famoso.

Veíamos los informativos de todas las cadenas, zapeando sin abrir la boca, cómplices. Las noticias, sin embargo, eran escasas.

–No dicen nada –le hice notar yo.

–La mejor noticia es que no hay noticias –objetó ella.

A mí me costaba mucho mantenerme en un segundo plano, no meterme en líos, pasar desapercibido, seguir una rutina que no era tal o no romper nada –yo nunca rompía nada de manera consciente, pero las cosas a mi alrededor solían caerse siempre como si las atrajera mi cuerpo con una poderosa fuerza magnética–. En casa, papá nunca llevaba uniforme, o sea, que era como cualquier otro padre. Siempre tenía un rato para ayudarme en los deberes o contarme cosas. Más bien la que parecía militar a veces era mamá. Así que la ausencia nos desconcertó y nos descolocó un poco. Teníamos que empezar a vivir los dos solos.

Mientras, la alargada sombra de papá se proyectaba por los rincones de nuestro hogar.

En la escuela todos sabían que mi padre se había ido con las tropas en «misión humanitaria» a la otra punta del mundo. La señorita Hortensia, nuestra profesora, nos puso un día un mapa enorme colgado de la pizarra y nos señaló aquellas tierras perdidas. También nos explicó un poco la historia. A papá, que tanto le gustaba el mar y pasear por el bosque y trepar montañas, no me lo imaginaba yo en un lugar tan desértico, sin nada más que tierra y más tierra en cientos de kilómetros a la redonda, sin árboles. ¿Quién podía vivir allí?

Y lo peor: ¿para qué demonios querría alguien entrar en guerra por semejante sitio?

Había gente para todo, y aquello lo probaba.

–Perteneces al lugar en el que naces, Diego –me dijo la profesora cuando se lo hice notar.

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