Prefacio
¿Por qué seguir estudiando a José Ortega y Gasset?
La carismática y polifacética figura de José Ortega y Gasset (1883-1955) ha levantado no pocas y encontradas opiniones. Aunque hubo quien no dudó en cuestionar su originalidad como pensador (como en el caso de Nelson Orringer, o el propio Jorge Luis Borges, quien achacaba al español una innecesaria recarga estilística), si algo distingue a nuestro protagonista es su indudable esfuerzo por demandar el rigor propio de la filosofía a la hora de pensar nuestro presente. En sus obras encontramos no solo un extenso y detenido análisis de los avatares de la Europa que le tocó en suerte vivir (la tan cargada de acontecimientos primera mitad del siglo XX), sino también la formulación de una notable metafísica.
Ortega es, ante todo, un explorador de las humanidades, que lleva a cabo su estudio a través de un vasto conocimiento y una apabullante cultura general. Gran parte de su atractivo lo hallamos en su convicción de que los asuntos intelectuales son también, y a la vez, temas políticos. Para ser metafísico hay que hacer de alguna manera historia: la metafísica esconde un compromiso, se quiera o no, con una forma determinada de observar el transcurso histórico y el momento presente. Por esta razón, la filosofía exige conciencia de sí y de cuanto rodea al sujeto pensante.
Sin duda alguna, Ortega ostenta un papel tan importante en el desarrollo de la cultura española de último cuño como las figuras de la denominada generación del 98. Sin embargo, a diferencia de Unamuno, Baraja o Azorín, el filósofo madrileño plantea, más que denuncias sobre los problemas existentes, la necesidad de elevar el nivel político del país, con el objetivo de que se constituya un debate público que implique a la mayor parte de la población. La pregunta que se hace es la de cómo puede contribuir un intelectual, tangible y directamente, al progreso real de la sociedad. Como escribiera en España invertebrada (1921), «una sociedad sin aristocracia, sin minoría egregia, no es una sociedad». Debido a su noble origen económico e intelectual (su padre dirigió el prestigioso periódico El Imparcial, y desde muy pronto la cultura ocupó un lugar importante en la vida del joven José, al igual que en la de sus hermanos), Ortega se incluyó como parte relevante de tal aristocracia, en la que la filosofía debía ocupar un lugar privilegiado.
Al igual que parece ocurrir en nuestros días, Ortega diagnostica un problema fundamental en la política de su tiempo, un problema de pobreza intelectual y cultural, un engaño que ni siquiera se justifica a sí mismo y que finalmente conduce a los ciudadanos al más absoluto y peligroso desinterés. En su opinión, la política oficial (la que se ejerce en el Parlamento) desatiende el trabajo genuinamente político, que es previo al ejercicio de la propia política: se echa en falta la aplicación y cuestionamiento de un ideario anterior, constitutivo, que introduzca también a la sociedad en una sana y comprometida discusión por los asuntos comunes que a todos incumben. En este sentido, Ortega distingue dos momentos bien diferenciados: el acto de comprensión y el acto de comunicación, o lo que es lo mismo, la teoría y la práctica. Ha de hacerse lo que se hace de manera que se reflexione sobre lo que se está haciendo: de ahí la importancia sumaria de la perspectiva (noción de ineludibles ecos nietzscheanos), que implica siempre la propia experiencia.
José Ortega y Gasset en 1934, en los terrenos de la Ciudad Universitaria de Madrid. Al fondo, la Facultad de Filosofía en la que impartió clases. En uno de sus jardines delanteros se puede encontrar en la actualidad una estatua erigida en su honor.
A diferencia de Descartes, que parte de la ignorancia del hombre para escribir sus obras más conocidas (por ejemplo, el Discurso del método o las Meditaciones metafísicas), Ortega toma como punto de partida la idea de que nos situamos ya en una perspectiva implícita. Así, la tarea del pensamiento, más que buscar un punto fijo desde el que edificar una sólida estructura, es la de salvar las cosas que tenemos a mano preguntándonos no solo por lo que son, sino por lo que podrían llegar a ser (posibilidades). Así encontraremos en Ortega el concepto de pertinencia, es decir, aquello sobre lo que merece o no la pena pensar, reflexionar. A su juicio, no tenemos más remedio que encomendarnos a la propia perspectiva, dar con el camino más genuinamente propio y, al fin, reafirmarnos en él.
¿Qué hacer, entonces, en y por aquella España que se encontraba a la cola de Europa tras el batacazo nacional de 1898? En opinión de Ortega, desarrollar la perspectiva de cada cual, pasar de la tercera a la primera persona. A la vez, lo que uno debe y puede hacer, ha de hacerlo con su generación: es necesario dar un paso conjunto, crear conciencia de comunidad. De lo que se trata, en definitiva, es de establecer una nueva sensibilidad acorde con los problemas a los que se enfrenta cada sociedad. Es preciso racionalizar la actuación política, explicar por qué España es como es, con el convencimiento de que la realidad puede mejorarse si se toman las medidas adecuadas.
En este sentido, el concepto clave que Ortega maneja es el de ideología. El pensador denuncia la falta de interés por la orientación práctica del pensamiento: la gente, tomada como masa descarnada, es poco exigente consigo misma. Todos debemos regirnos por una ideología que nos oriente como individuos (de este asunto hablará Ortega con gran detalle en su aclamada obra La rebelión de las masas, publicado en varias partes en el diario El Sol a partir de 1929). Ha de existir una voluntad de incorporar al comportamiento una serie de principios: una acción posee auténtico sentido cuando se deriva enteramente de una perspectiva asumida, particular, autónoma y propia. A la vez, el futuro se presenta como ventana ineludible que afrontar. Como escribía en La rebelión de las masas, «quiérase o no, la vida humana es constante ocupación con algo futuro. Desde el instante actual nos ocupamos del que sobreviene. Por eso siempre, siempre, sin pausa ni descanso, hacer. […] Nada tiene sentido para el hombre sino en función del porvenir».
El pensamiento ha de concretarse finalmente en la idea de proyecto, una vocación irreemplazable hacia ciertos valores y actitudes que también depende de la existencia de un proyecto nacional, común: de modo similar al ágora griega, los ciudadanos han de unirse (no solo en sentido figurado, sino también realmente) para llevar a cabo un proyecto de manera solidaria. La solidaridad, a su vez, estriba en una ilusión por realizar tales aspiraciones. Ortega no solo piensa en el individuo, sino también, y sobre todo, en el ejercicio conjunto de una generación, que se concreta a fin de cuentas en un entramado común de opiniones que se encamina en cierta dirección. Es decir, que se traduzca en una atención primaria por lo social.
Es por eso que la regeneración política pasa por el necesario diagnóstico de los males existentes y por una propuesta concreta de soluciones, algo en lo que Ortega hará hincapié en dos obras tan dispares como cercanas: las Meditaciones del Quijote y La rebelión de las masas. Como apuntaba en la primera de ellas, «cuando se reúnen unos cuantos españoles sensibilizados por la miseria ideal de su pasado, la sordidez de su presente y la acre hostilidad de su porvenir, desciende entre ellos Don Quijote», paradigmático modelo de la trabazón social española. Comentando este pasaje, uno de los más egregios discípulos de Ortega, el profesor y pensador Julián Marías (autor de una conocida y edificante