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José Ortega y Gasset - Unas lecciones de metafísica

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José Ortega y Gasset Unas lecciones de metafísica

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ANEJOS
TESIS PARA UN SISTEMA DE FILOSOFÍA
I

De la filosofía como metafísica, ciencia fundamental o prima philosophia hay que decir, por lo pronto y por lo menos, que es algo que el hombre hace. El fenómeno que llamamos «hacer» se diferencia del simple ejercicio de una actividad con el cual se suele confundir. La actividad, cualquiera que ella sea, incluso la más inteligente, se ejercita «mecánicamente», automáticamente. Ahora bien, sólo puede decirse que el hombre «hace» algo, cuando sus actividades son disparadas y ejercitadas por algo y para algo.

Los haceres del hombre son innumerables y el que llamamos filosofía se encuentra dentro del grupo especial que se titula con el nombre general de «conocer». Conocer es lo que el hombre hace porque ha caído en la duda sobre algo y para llegar a estar en lo cierto sobre ello, o saber.

El saber es aquella situación del hombre frente a algo, en la cual le ha dejado de ser cuestión, está perfectamente seguro de qué es lo que tiene que hacer con ese algo. Por tanto, saber algo es saber a qué atenerse respecto a eso que le fue cuestión.

Entendida esta definición rigorosamente se advierte que es el saber una situación utópica. No sólo porque el hombre no sabe nunca, no está nunca en lo cierto sobre todo lo que le urgiría saber, sino porque aun sus certidumbres parciales, sobre esto o lo otro, le plantean nuevas cuestiones y le impiden que esté perfectamente seguro de ellas.

Si el hombre supiese no se ocuparía en conocer. El hecho y el nombre mismo de la filosofía impiden definir al ente humano como sapiens a no ser que se entienda este atributo no como una posesión, sino al revés, como una privación y necesidad y se diga que es el hombre el ente que necesita, que ha menester saber y porque lo necesita se esfuerza en lograrlo, se ocupa en conocer, hace lo que puede para saber.

II

La situación del hombre no es de puro o pleno saber, pero tampoco es de puro no saber. Es de ignorancia. El ente que no supiese nada permanecería feliz en esa situación negativa, y no sería en él privación.

La situación efectiva del hombre puede calificarse como de «la verdad insuficiente». El hombre tiene siempre certidumbre o verdades, pero las tiene sin poseer su último fundamento y además en colisión unas con otras, reclamando una última instancia que dirima su antagonismo. En suma, una certidumbre de carácter radical. El saber a qué atenerse respecto a esta instancia radical de todas las verdades, por tanto, el descubrimiento de la verdad de las verdades, es la aspiración que dispara y mueve el hacer filosófico.

De aquí que la certidumbre o verdad filosófica se presenta desde luego bajo dos condiciones. Primero, que sea última instancia o verdad primera, por tanto, no suponga otras instancias ni verdades. Segundo, que lo sea para todas las demás verdades en cuestión. Dicho en otros términos, la certidumbre filosófica aparece constituida por los caracteres de autonomía y universalidad.

III

La filosofía aparece, pues, como un hacer particular dentro de otro hacer más general que es conocer. Como conocimiento autonómico y universal, es decir, como certidumbre radical o última instancia de las verdades, se distingue de las ciencias. Una ciencia no es nunca autónoma ni universal, antes bien, se sabe a sí misma parte de un todo de verdades más amplio que ella supone, en que se apoya ya que nos transfiere. Las ciencias son una constante apelación a la filosofía.

Por otra parte, la filosofía es homogénea a las ciencias en cuanto es como ellas conocimiento, por tanto, esfuerzo desde la duda o incertidumbre en que se ha caído hacia una certidumbre que venza a aquélla. Pero nótese todo lo que la ocupación que es conocer implica. Implica: 1.º, que el hombre ha caído antes en incertidumbre; 2.º, lo cual, a su vez, supone y lleva en sí un estado trasanterior de certidumbre. 3.º, un tercer estado a que se aspira constituido por una certidumbre de distinto carácter que la inicial porque aquélla era previa a la duda y estaba intacta de ella, al paso que esta nueva certidumbre postulada ha de consistir en el vencimiento de la duda y, en consecuencia, ha de llevar siempre ésta dentro de sí.

Conocer es, pues, formalmente superación de la duda, por tanto, seguir dudando y, a la vez, dominar esa duda.

Por eso la certidumbre que busca el conocimiento es una constante creación de sí misma. En la certidumbre inicial se estaba sin más: en la certidumbre cognoscitiva o verdad sólo se está en tanto que se la hace o crea frente a la duda y en lucha con ella.

Esto es lo que significa que la verdad o certidumbre de conocimiento tiene que ser probada, en contraste con la certidumbre en que el hombre se encontraba sin saber cómo, que él no se había hecho, antes bien, que recibe por tradición y autoridad.

La aspiración a ser prueba de sí misma, el tener que ser certidumbre que se hace a sí misma diferencia a la filosofía de la religión con la cual tiene de común el carácter de universalidad.

Por otra parte, también separa a la filosofía de otras certidumbres que no son dadas, reveladas, sino que se forman en el hombre pero que no consisten en prueba. Tales son la poesía y la «experiencia de la vida».

IV

Una vez hecha esta distinción entre la filosofía y las formas afines del hacer humano —religión, ciencia, poesía, experiencia de la vida— es preciso rectificar la opinión vigente según la cual esa multiplicidad representaría un sistema permanente y constitutivo de «direcciones del espíritu o conciencia». Ello implicaría que siempre ha hecho el hombre religión, filosofía, ciencia; poesía y «arte de prudencia» o experiencia de la vida, bien que en variada dosis. Lo que ha variado, sería, pues, el contenido o producto que en cada época resultaba de esas direcciones del hacer. El hacer mismo —religión, filosofía, poesía— queda así distinguido y abstracto frente a sus particulares y mudables contenidos, por tanto, como una «facultad» o potencia del espíritu siempre presente y esencial al hombre.

Mas si analizamos, por ejemplo, la ocupación o hacer que es conocer, pronto advertimos que no tiene sentido como abstracta facultad, sino que surge desde luego adscrita esencialmente a un contenido particular. La variación en las teorías que el conocimiento forja es amplísima, pero no ilimitada. El hombre no se ocupa en conocer —y, por tanto, en filosofar y en hacer ciencia— si no cree previamente que lo que hay, la «realidad», consiste en cosas que tienen ser y que este ser, en una u otra medida, es asequible a las operaciones intelectuales. Es, pues, el conocer como tal una «teoría» determinada, una creencia precisa.

Como ésta no puede ser innata —como lo sería una mera, abstracta «facultad»— quiere decirse que el hombre llegó a ella un cierto día y por un determinado camino, es decir, en virtud de ciertas experiencias vitales hechas en la etapa anterior. Supone, pues, el conocer un estado anterior en que el hombre no vivía en la creencia de que las cosas tienen un ser inteligible, sino en otra creencia para la cual lo que hay no son cosas propiamente, «naturaleza», ser —sino voluntades incoercibles y libres frente a las cuales no tiene sentido comportarse investigando sino en otras formas, como son plegaria, culto, etc. Esta creencia, que en sentido lato podemos llamar «religión», desarrolló sus posibles experiencias hasta agotarse, esto es, hasta dejar al hombre convencido de que no hay «dioses», sino sólo nudas cosas que tienen un ser invariable.

En esta creencia, generadora del hacer que es conocimiento, seguimos, y aun puede afirmarse que muy avanzados en el desarrollo de sus experiencias peculiares. Pero claro es que el hombre agotará también el ámbito de posibilidades que esa creencia inspira y pasará a otra. Por tanto, que el conocimiento y su forma radical, que es la filosofía, no son una actitud definitiva del hombre, sino sólo histórica —el presente humano.

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