© 2020 Alejandro Lopera
© 2020, Sin Fronteras Grupo Editorial
ISBN: 978-958-5564-83-1
Coordinador editorial:
Mauricio Duque Molano
Edición:
Juana Restrepo Díaz
Diseño y diagramación:
Paula Andrea Gutiérrez R.
Fotografía de cubierta:
Francisco Franco (Chynews)
Fotografías de la :
Wikipedia Creative Commons.
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Diseño epub:
Hipertexto – Netizen Digital Solutions
A mi familia, fuente de inspiración.
A mi esposa y mi hija:
ALL MY LOVE TO YOU.
A mis alumnos:
GRACIAS por hacerme quien soy.
Contenido
Antes de hablar de inglés, y con la finalidad de que entiendas mi punto de vista, y por qué he decidido hablarte de la preparación para estudiarlo y comprenderlo, déjame hablarte de algo que me pasó en la vida, creo que te vas a ver reflejado en ello: aprender karate.
Ahora, seguro estás pensando: “¿Karate?, ¿qué quiere decir este tipo?, ¿he comprado el libro equivocado?”. No, para nada, de hecho, con este ejemplo vas a entender por qué tienes este libro en tus manos y cómo te va a ayudar a mejorar.
En algún momento de la vida intenté estudiar karate. Había visto una serie de películas de Jackie Chan y Bryan Genesse que me llamaron mucho la atención. Además, el barrio en el que vivía, cuando era más joven, era algo peligroso así que tal vez esta nueva habilidad me serviría mucho. Decidí inscribirme a una escuela local. Se llamaba Tigres y dragones, y ya desde ahí me sentía identificado con tan pintoresco nombre.
No había empezado la primer clase, tan solo estaba firmando unos papeles y yo ya estaba entusiasmado: al fondo se oían esos sonidos de ¡Hi-yah! ¡Aiyah! mezclados con el olor a sudor y a colchonetas. Me veía a mí mismo en Japón, en medio de un jardín zen, con una música de fondo, meditando y rompiendo ladrillos en muy poco tiempo. Salí de la academia (el primer día solo firmas papeles y te dan una estrella ninja real que aún conservo) y todo el camino a casa lanzaba patadas imaginarias, golpeaba con fuerza las ramas de los árboles que me encontraba, e incluso fantaseaba pensando que unos ladrones intentaban robar a una viejecilla y era yo quien, por medio de golpes y piruetas voladoras, la rescataba y hacía correr a los bandidos.
Llegué a casa, le conté a mamá, quien no estaba muy emocionada por mi nuevo hobby, pero le expliqué que no era solo un pasatiempo, que esto iba a ser mi vida de ahora en adelante, que iba a lograr ser el mejor y representar a mi país en los próximos Juegos Olímpicos. La convencí de comprarme el karategui y mi primer cinturón, blanco desde luego. No solo compré un cinturón blanco, sino que, con el afán de mentalizarme correctamente, y ser muy positivo con respecto a esto, mi madre me compró todos los cinturones (algo que no es posible si no estás certificado), no recuerdo cómo logramos ese “contrabando”. Al lado de mi traje blanco tenía unas pequeñas cajas con todos los cinturones; cada color sería un paso más de avance en mi nueva carrera: amarillo, naranja, verde, azul, púrpura, marrón y el ansiado negro.
Había días en que me ponía el cinturón negro y decía en mi mente: “Wow... el día que tenga este cinturón puesto y toda la habilidad en mi mente y cuerpo seré un súper héroe, saldré a las calles con una máscara a defender a los más débiles”. Es decir, mi nivel de ansiedad estaba al tope.
Llegó el día de la primera clase. Arribé a la escuela mucho antes de que comenzaran los entrenamientos porque pensé: “esto es lo que Bruce Lee hubiera hecho”. Pensaba una cantidad de cosas que iba a hacer cuando me volviera cinturón negro: definitivamente tenía que modificar mi habitación para poner las espadas, las katanas, los chacos. Necesitaba un poster de Japón y comprar algunos CD de música oriental. Creo que armé en mi cabeza unas quince películas de artes marciales donde yo era el protagonista. Todo esto sucedió en los veinte minutos que esperé al profesor. Cuando llegó el instructor, me decepcioné: era un hombre muy bajito y con cara de latino. Yo esperaba a alguien con rasgos orientales, tal cual el señor Miyagi de Karate kid, pero bueno.
Comenzó el entrenamiento y nos pidieron que nos pusiéramos el karategui. Yo nunca me había puesto esto y noté que todos los demás estudiantes se lo ponían fácilmente. Me sentía como un tonto sin saber si la cuerdita iba a la izquierda o a la derecha, y escuché al maestro decir: “el uwagi debe ir a un costado”, ‘¿el qué?’, pensé yo. Fue muy frustrante ver que todos estaban listos y yo, como cual capítulo de Mr. Bean, no estaba ni vestido.
Inició el calentamiento. Tal vez debí mencionar que no era yo el tipo más deportivo o con mejor estado físico: en tan solo cinco minutos me faltaba el aire, sentía ganas de vomitar y no podíamos tomar ni agua. Recuerdo pensar: “¿Solo van cinco minutos y ya no puedo respirar?”, el entrenador nos presionaba a no bajar la guardia y por el contrario a aumentar el nivel de trote, de push ups, de intensidad, de todo. No tuve más remedio que tumbarme en el piso pues el cuerpo no me daba. Seguramente Bruce Lee estaría triste de verme así.
Llegó el momento de estirar para las patadas iniciales, nunca me había percatado de lo difícil que era levantar la pierna por encima de la cabeza, ¿acaso eso solo se hace en nivel experto?, ¿es el primer día de clase y me están pidiendo que lleve mi pierna a un nivel al cual, ni jugando, lo habría logrado? Yo soy un hombre alto, entonces el reto, en mi cabeza, era muy gigante. No fui capaz ni de alzar mi pierna a la altura del pecho y, como siempre pasa en la vida, a mi lado había un chico que parecía salido de una película de ninjas haciendo el ejercicio mejor que yo.
En definitiva, creo que fui a dos o tres clases más y nunca volví. Vendí por mucho menos de la mitad todo lo que había comprado. Perdí el dinero de la matrícula. Nunca me llamaron a preguntarme qué me había pasado o por qué no había vuelto, aunque conservé la estrella
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