Bertrand Russell - La conquista de la felicidad
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- Libro:La conquista de la felicidad
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1930
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La conquista de la felicidad: resumen, descripción y anotación
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Bertrand Russell
ePub r1.1
Titivillus 26.01.15
Título original: The Conquest of Happiness
Bertrand Russell, 1930
Traducción: Juan Manuel Ibeas
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
BERTRAND ARTHUR WILLIAM RUSSELL. Nació el 18 de mayo de 1872 en Trelleck Gales, Inglaterra, dentro de una familia perteneciente a la nobleza. Perdió a sus padres a la edad de tres años y fue educado por sus abuelos paternos. Su abuelo lord John Russell fue primer ministro de Inglaterra en dos ocasiones. Recibió una educación muy esmerada y se especializó en filosofía y matemáticas. Trabajó como profesor en diferentes universidades y dio muchas conferencias. Se casó cuatro veces, sus tres primeros matrimonios acabaron en divorcio. Tuvo tres hijos. En 1903 publicó su primera obra, Los principios de las matemáticas. A Russell se le considera como uno de los padres de la Filosofía Analítica moderna. En el campo de la filosofía sus pensamientos giraron inicialmente alrededor del Idealismo Absoluto y más tarde del Atomismo Lógico y del Realismo, lo que le valió el Premio Nobel en 1950. Fundador del movimiento Pugwash (con Einstein, 1953), contra el armamentismo nuclear, destacó por sus avanzadas concepciones pedagógicas en una sociedad excesivamente puritana. Entre sus obras destacan, además de La conquista de la felicidad, De la educación, Matrimonio y moral y Teoría y práctica del bolchevismo. Falleció en Penrhyndeudraeth el 2 de febrero de 1970.
[1] En realidad, el Eclesiastés no lo escribió Salomón, pero viene bien aludir al autor por este nombre.
[2] De From St. Francis to Dante, de Coulton, p. 57.
[3] Este problema, tal como afecta a las clases profesionales, está tratado con gran penetración y capacidad constructiva en The Retreat from Parenthood, de Jean Ayling.
¿QUÉ HACE DESGRACIADA A LA GENTE?
Los animales son felices mientras tengan salud y suficiente comida. Los seres humanos, piensa uno, deberían serlo, pero en el mundo moderno no lo son, al menos en la gran mayoría de los casos. Si es usted desdichado, probablemente estará dispuesto a admitir que en esto su situación no es excepcional. Si es usted feliz, pregúntese cuántos de sus amigos lo son. Y cuando haya pasado revista a sus amigos, aprenda el arte de leer rostros; hágase receptivo a los estados de ánimo de las personas con que se encuentra a lo largo de un día normal.
Una marca encuentro en cada rostro;
marcas de debilidad, marcas de aflicción…
decía Blake. Aunque de tipos muy diferentes, encontrará usted infelicidad por todas partes. Supongamos que está usted en Nueva York, la más típicamente moderna de las grandes ciudades. Párese en una calle muy transitada en horas de trabajo, o en una carretera importante un fin de semana; vacíe la mente de su propio ego y deje que las personalidades de los desconocidos que le rodean tomen posesión de usted, una tras otra. Descubrirá que cada una de estas dos multitudes diferentes tiene sus propios problemas. En la multitud de horas de trabajo verá usted ansiedad, exceso de concentración, dispepsia, falta de interés por todo lo que no sea la lucha cotidiana, incapacidad de divertirse, falta de consideración hacia el prójimo. En la carretera en fin de semana, verá hombres y mujeres, todos bien acomodados y algunos muy ricos, dedicados a la búsqueda de placer. Esta búsqueda la efectúan todos a velocidad uniforme, la del coche más lento de la procesión; los coches no dejan ver la carretera, y tampoco el paisaje, ya que mirar a los lados podría provocar un accidente; todos los ocupantes de todos los coches están absortos en el deseo de adelantar a otros coches, pero no pueden hacerlo debido a la aglomeración; si sus mentes se desvían de esta preocupación, como les sucede de vez en cuando a los que no van conduciendo, un indescriptible aburrimiento se apodera de ellos e imprime en sus rostros una marca de trivial descontento. De tarde en tarde, pasa un coche cargado de personas de color cuyos ocupantes dan auténticas muestras de estar pasándoselo bien, pero provocan indignación por su comportamiento excéntrico y acaban cayendo en manos de la policía debido a un accidente: pasárselo bien en días de fiesta es ilegal.
O, por ejemplo, observe a las personas que asisten a una fiesta. Todos llegan decididos a alegrarse, con el mismo tipo de férrea resolución con que uno decide no armar un alboroto en el dentista. Se supone que la bebida y el besuqueo son las puertas de entrada a la alegría, así que todos se emborrachan a toda prisa y procuran no darse cuenta de lo mucho que les disgustan sus acompañantes. Tras haber bebido lo suficiente, los hombres empiezan a llorar y a lamentarse de lo indignos que son, en el sentido moral, de la devoción de sus madres. Lo único que el alcohol hace por ellos es liberar el sentimiento de culpa, que la razón mantiene reprimido en momentos de más cordura.
Las causas de estos diversos tipos de infelicidad se encuentran en parte en el sistema social y en parte en la psicología individual (que, por supuesto, es en gran medida consecuencia del sistema social). Ya he escrito en ocasiones anteriores sobre los cambios que habría que hacer en el sistema social para favorecer la felicidad. Pero no es mi intención hablar en este libro sobre la abolición de la guerra, de la explotación económica o de la educación en la crueldad y el miedo. Descubrir un sistema para evitar la guerra es una necesidad vital para nuestra civilización; pero ningún sistema tiene posibilidades de funcionar mientras los hombres sean tan desdichados que el exterminio mutuo les parezca menos terrible que afrontar continuamente la luz del día. Evitar la perpetuación de la pobreza es necesario para que los beneficios de la producción industrial favorezcan en alguna medida a los más necesitados; pero ¿de qué serviría hacer rico a todo el mundo, si los ricos también son desgraciados? La educación en la crueldad y el miedo es mala, pero los que son esclavos de estas pasiones no pueden dar otro tipo de educación. Estas consideraciones nos llevan al problema del individuo: ¿qué puede hacer un hombre o una mujer, aquí y ahora, en medio de nuestra nostálgica sociedad, para alcanzar la felicidad? Al discutir este problema, limitaré mi atención a personas que no están sometidas a ninguna causa externa de sufrimiento extremo. Daré por supuesto que se cuenta con ingresos suficientes para asegurarse alojamiento y comida, y de salud suficiente para hacer posibles las actividades corporales normales. No tendré en cuenta las grandes catástrofes, como la pérdida de todos los hijos o la vergüenza pública. Son cuestiones de las que merece la pena hablar, y son cosas importantes, pero pertenecen a un nivel diferente del de las cosas que pretendo decir. Mi intención es sugerir una cura para la infelicidad cotidiana normal que padecen casi todas las personas en los países civilizados, y que resulta aún más insoportable porque, no teniendo una causa externa obvia, parece ineludible. Creo que esta infelicidad se debe en muy gran medida a conceptos del mundo erróneos, a éticas erróneas, a hábitos de vida erróneos, que conducen a la destrucción de ese entusiasmo natural, ese apetito de cosas posibles del que depende toda felicidad, tanto la de las personas como la de los animales. Se trata de cuestiones que están dentro de las posibilidades del individuo, y me propongo sugerir ciertos cambios mediante los cuales, con un grado normal de buena suerte, se puede alcanzar esta felicidad.
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