Annotation
Este volumen de ensayos filosóficos, reúne varios escritos sobre la ética, la historia y la verdad, de los que revisten singular interés los trabajos dedicados a la exposición y análisis de las concepciones acerca de la verdad y falsedad, tal como fueron expuestas por William James, y a la crítica general del pragmatismo.
Prefacio
Este volumen es esencialmente una reimpresión de un libro del mismo título publicado en 1910. Sin embargo, dos ensayos de ese libro, «La religión del hombre libre» y «El estudio de las matemáticas», fueron incluidos en El misticismo y la lógica, y consiguientemente no se reproducen en el presente volumen. Han sido sustituidos por un artículo sobre la historia y otro sobre «La ciencia y la hipótesis» de Poincaré.
No he tratado de introducir correcciones en los textos reproducidos en este volumen que puedan dar razón de la modificación de mis opiniones durante los cincuenta y cinco años transcurridos desde que fuera escrito. El cambio principal es que ya no creo en valores éticos objetivos como cuando (siguiendo a Moore) escribí el primer ensayo del presente libro.
Prefacio a la edición original
Los ensayos siguientes, con la excepción del último, reproducen con algunas modificaciones artículos aparecidos en diversas revistas. Los tres primeros se ocupan de cuestiones éticas, mientras que los cuatro últimos se ocupan de la naturaleza de la verdad. Incluyo entre los ensayos éticos «El estudio de las matemáticas» porque se ocupa más del valor de las matemáticas que de un intento de formular lo que son. De los cuatro ensayos dedicados a la verdad, dos tratan del pragmatismo, cuya principal novedad es una nueva definición de «verdad». Otro trata de la concepción de la verdad propugnada por los filósofos que en mayor o menor medida son seguidores de Hegel, mientras que el último intenta determinar brevemente, sin tecnicismos, la concepción de la verdad de la que soy partidario. Todos los ensayos, con la posible excepción de «La teoría monista de la verdad», están dirigidos a quienes se interesen por las cuestiones filosóficas, aunque carezcan de formación filosófica profesional.
Debo agradecer al editor de The New Quar-terly su autorización para reproducir «El estudio de las matemáticas» y las secciones I, II, III, V y VI del ensayo «Los elementos de la ética»; para la sección IV debo dar las gracias al editor del Hibbert Journal. También debo agradecer a los editores de The Independent Review, The Edin-burgh Review, The Albany Review y de Pro-ceedings of the Aristotelian Society su autorización para reproducir los ensayos II, IV, V y VI, respectivamente. En la versión original del ensayo sexto había una tercera sección, sustituida aquí por el ensayo séptimo.
Oxford, julio de 1910
Postcriptum.—La muerte de William James, que se produjo cuando la edición de este libro estaba ya muy avanzada, hace que desee expresar lo que en los escritos polémicos no puede aparecer adecuadamente: el profundo respeto y la estima personal que —como cuantos le conocieron— sentí por él, y mi profundo sentimiento por la pérdida pública y privada ocasionada por su muerte. Para los lectores formados en la filosofía, esta aclaración no era necesaria; pero para quienes no están acostumbrados al tono de una materia en la que el acuerdo es necesariamente más raro que la estima, parecía deseable hacer constar lo que otros dan por supuesto.
1. El objeto de la ética
1. El estudio de la ética se considera muy corrientemente dedicado a las cuestiones: «¿Qué tipo de acciones deben realizar los hombres?» y «¿Qué tipo de acciones deben evitar los hombres?» Es decir, se concibe como algo que trata de la conducta humana y que decide qué es virtuoso y qué es vicioso entre los tipos de conducta entre los cuales, en la práctica, la gente tiene que escoger. Debido a esta concepción del ámbito de la ética, a veces se la considera como el estudio práctico, al que pueden oponerse todos los demás como teoréticos; a veces se habla de lo bueno y lo verdadero como de reinos independientes, pertenecientes el primero a la ética y el segundo a las ciencias.
Esta concepción, sin embargo, es doblemente defectuosa. En primer lugar, pasa por alto el hecho de que el fin de la ética es, por sí mismo, descubrir proposiciones verdaderas acerca de la conducta virtuosa y viciosa; y que precisamente tales proposiciones forman parte de la verdad, tanto como las proposiciones verdaderas sobre el oxígeno o la tabla de multiplicar. El objetivo no es la práctica sino las proposiciones sobre la práctica; y las proposiciones sobre la práctica no son más prácticas que gaseosas las proposiciones sobre los gases. De la misma manera, se podría mantener que la botánica es vegetal; o la zoología, animal. Por ello, el estudio de la ética no es algo extraño a la ciencia y coordinado con ella: es, simplemente, una de las ciencias.
2. En segundo lugar, la concepción que ahora examinamos limita indebidamente el ámbito de la ética. Cuando se nos dice que debemos realizar o evitar acciones de determinados tipos —como, por ejemplo, que debemos decir la verdad o que no debemos robar—, siempre podemos exigir legítimamente una razón para ello; y esta razón se referirá siempre no solamente a las acciones mismas sino también a la bondad o maldad de las consecuencias que probablemente pueden derivarse de tales acciones. Se nos dirá que la veracidad engendra la confianza mutua, afianza la amistad, facilita la realización de los negocios y de ahí que incremente la riqueza de la sociedad que la ejercita, etc. Si preguntamos por qué debemos perseguir el aumento de la confianza mutua o cimentar amistades se nos dirá que, obviamente, estas cosas son buenas o que conducen a la felicidad y que la felicidad es buena. Si todavía preguntamos por qué, el hombre corriente probablemente se sentirá irritado y dirá que no lo sabe. Su irritación se debe al conflicto entre dos sentimientos: uno, que lo que es verdad ha de tener una razón; otro, que la razón que ya ha aducido es tan manifiesta que pedir una razón para la razón es simplemente tener ganas de discutir. En el segundo de estos sentimientos puede acertar; en el primero, ciertamente está equivocado. En la vida corriente la gente sólo pregunta por qué cuando no está convencida. Si se le da una razón de la que no pueda dudar, queda satisfecha. De ahí que, cuando pregunta por qué, tenga corrientemente un derecho lógico a esperar una respuesta; y que llegue a pensar que una creencia para la que no se puede dar una razón no es una creencia razonable. Pero en esto se equivoca, como pronto descubriría si su hábito de preguntar por qué fuera más persistente.
Tarea del filósofo es pedir razones mientras se pueda legítimamente exigirlas, y tomar nota de las proposiciones que dan las últimas razones que se pueden alcanzar. Dado que una proposición sólo puede ser probada por medio de otras proposiciones, está claro que no es posible probar todas las proposiciones, pues las pruebas solamente pueden empezar dando algo por supuesto. Y puesto que las consecuencias no tienen más certeza que sus premisas, las cosas probadas no son más ciertas que las cosas aceptadas simplemente porque son obvias y que, por tanto, se han convertido en la base de nuestras pruebas. Así, en el caso de la ética, debemos preguntar por qué tales y cuáles acciones deben ser realizadas, y continuar nuestra investigación hacia atrás en busca de razones hasta que lleguemos al tipo de proposición cuya prueba es imposible porque es tan sencilla o tan obvia que no puede hallarse nada más fundamental de lo cual deducirla.
3. Sin embargo, cuando preguntamos las razones de las acciones que recomiendan los moralistas, estas razones son, usualmente, que las consecuencias de las acciones son plausiblemente