Peter James
Muerte Prevista
Detective Comisario Roy Grace, 2
Título original: Looking Good Dead
© de la traducción: Escarlata Guillen
Se abrió la puerta de la casa adosada, otrora imponente, y una mujer joven de piernas largas, con un vestido corto de seda que parecía pegársele al cuerpo y flotar al mismo tiempo, salió al magnífico sol de junio en la última mañana de su vida.
Hacía un siglo, estas villas altas y blancas, a tiro de piedra del paseo marítimo de Brighton, eran residencias de fin de semana de señoritos londinenses. Ahora, tras sus fachadas mugrientas, quemadas por la sal, estaban divididas en estudios y pisos de alquiler barato; los porteros automáticos habían sustituido hacía tiempo a las aldabas de latón de las puertas de entrada; por su parte, las bolsas de basura escupían desperdicios a las aceras debajo de los tablones horteras de las agencias inmobiliarias. Varios de los coches estacionados en la calle, apretados en plazas de aparcamiento insuficientes, estaban abollados y oxidados, y todos habían sido bombardeados por excrementos de paloma y de gaviota.
Por el contrario, la joven irradiaba clase: el movimiento despreocupado de su pelo largo y rubio, las gafas que se ajustó en la cara, el caro brazalete Cartier, el bolso de Anya Hindmarsh colgado del hombro, el contorno tonificado de su cuerpo, el bronceado mediterráneo, la estela de Issey Miyake que impregnaba el monóxido de la hora punta con un escalofrío de sexualidad; era el tipo de chica que se sentiría como pez en el agua en los pasillos de Bergdorf Goodman, en la barra de un hotel Schrager o en la popa de un yate enorme en Saint Tropez.
No estaba mal para una estudiante que se las iba apañando con una beca exigua.
Tras la muerte de su madre, el padre de Janie Stretton, con su sentimiento de culpa, la había malcriado demasiado como para contemplar la idea en algún momento de que su hija simplemente se las apañara. A ella le resultaba fácil ganar dinero. Ganarlo gracias a su futura profesión era un tema totalmente distinto. La abogacía era difícil. Tenía cuatro años de Derecho a sus espaldas y ahora estaba en el primero de los dos años de prácticas en un bufete de abogados de Brighton, trabajando para un abogado matrimonialista, y le gustaba, aunque algunos de los casos eran raros, incluso para ella.
Como el afable ancianito de setenta años de ayer, Bernie Milsin, con su pulcro traje gris y su corbata cuidadosamente anudada. Janie se había sentado discretamente en una silla en un rincón del despacho, mientras el socio de treinta y cinco años con el que hacía las prácticas, Martin Broom, tomaba notas. El señor Milsin se quejaba de que la señora Milsin, que era tres años mayor que él, no le daba de comer hasta que le hacía sexo oral. «Tres veces al día», le contó a Martin Broom. «No puedo seguir haciéndolo, no a mi edad, estas rodillas artríticas me duelen demasiado.»
Apenas pudo contener las carcajadas y vio que a Broom también le costaba aguantarse. Así que no eran sólo los hombres los que tenían necesidades pervertidillas. Al parecer, ambos sexos las tenían. Todos los días se aprendía algo nuevo y, a veces, desconocía dónde adquiría la mayoría de sus conocimientos, en la misma facultad de Derecho de la Universidad de Southampton o en la «Universidad de la Vida».
El pitido de un mensaje entrante rompió su cadena de pensamientos justo cuando llegaba a su Mini Cooper rojo y blanco. Miró la pantalla: «esta nche 8.30?».
Janie sonrió y contestó con un escueto: «Besos». Luego esperó a que acabara de pasar un autobús seguido por una fila de vehículos, abrió la puerta del coche y se quedó sentada un momento, para reorganizar sus pensamientos, para pensar en las cosas que tenía que hacer.
Bins, su gato, tenía un bulto en el lomo que cada día era mayor. No le gustaba la pinta que tenía y quería llevarlo al veterinario para que le echara un vistazo. Había encontrado a Bins, un gato perdido sin nombre, hacía dos años, esquelético y muerto de hambre, intentando levantar la tapa de uno de sus cubos de basura. Lo había hecho entrar en casa y el gato no había dado muestras de querer marcharse. Y luego decían que los gatos son independientes, había pensado, o quizás era porque lo malcriaba. Pero, qué diablos, Bins era un animal cariñoso y Janie no tenía a nadie más a quien malcriar. Intentaría pedir hora para la tarde. Calculó que si iba al veterinario a las seis y media aún le quedaría mucho tiempo.
A la hora de comer, tenía que ir a comprar una tarjeta de felicitación y un regalo para su padre, que cumpliría cincuenta y cinco años el viernes. Hacía un mes que no lo veía; había estado en Estados Unidos en viaje de negocios. Parecía pasar mucho tiempo fuera últimamente, cada vez viajaba más. Buscaba a esa mujer que quizás estaba ahí fuera y podía sustituir a la esposa, y madre de su hija, que había perdido. Nunca hablaba del tema, pero Janie sabía que se sentía solo -y que estaba preocupado por su negocio, que parecía atravesar una mala racha-. Y vivir a ochenta kilómetros de él no ayudaba.
Mientras se ponía y se abrochaba el cinturón, no se percató en absoluto del gran objetivo que la enfocaba ni del zumbido silencioso de la cámara digital Pentax, situada a más de doscientos metros, ni remotamente audible con el alboroto de fondo del tráfico.
– Va para allá -dijo el hombre por el móvil, observándola a través del retículo estable.
– ¿Estás seguro de que es ella? -La voz que contestó era precisa, afilada como el acero dentado.
Estaba muy buena, pensó. Incluso tras días y noches vigilándola, veinticuatro horas al día, siete días a la semana, dentro y fuera de su piso, seguía siendo un placer. La pregunta apenas merecía respuesta.
– Sí -dijo-, estoy seguro.
– Estoy en el tren -gritó por el móvil el capullo obeso con cara de niño que estaba sentado a su lado-. En el tren. ¡¡En el tren!! -repitió-. Sí, sí, te oigo mal.
Entonces, entraron en un túnel.
– Mierda -dijo el capullo.
Encorvado en su asiento, entre el capullo, a su derecha, y una chica, a su izquierda, que llevaba un perfume empalagosamente dulce y que escribía un mensaje de móvil frenéticamente, Tom Bryce contuvo una sonrisa. Era un hombre guapo y afable de treinta y seis años, llevaba un traje elegante, tenía un rostro serio e infantil marcado por el estrés, y el cabello castaño oscuro le caía sin cesar sobre la frente. Se sentía languidecer en el calor sofocante, como el pequeño ramo de flores que rodaba por el portaequipajes y que había comprado para su mujer. La temperatura dentro del vagón era de treinta y dos grados y parecía aún más alta. El año pasado viajaba en primera clase, donde los vagones estaban un poquito mejor ventilados -o, como mínimo, menos repletos de gente-, pero este año tenía que ahorrar. Aunque le seguía gustando sorprender a Kellie con flores una vez a la semana.
Medio minuto después, tras salir del túnel, el capullo clavó el dedo en una tecla y la pesadilla continuó.
– ¡¡¡Acabamos de pasar por un túnel!! -chilló, como si aún estuvieran dentro-. ¡¡¡Sí, increíble, joder!!! ¿Cómo puede ser que no tengan un cable o algo, ya sabes, para mantener la conexión? Dentro del túnel, ¿verdad? Algunos túneles de autopista sí que tienen, ¿no?
Tom intentó dejar de escucharle y concentrarse en los mensajes de correo electrónico de su Mac portátil, que no paraba de moverse con el traqueteo. Otro final de mierda para otro día de mierda en la oficina. Aún tenía que responder a más de cien mensajes, y con cada minuto se descargaban más. Los borraba todas las noches antes de irse a la cama: era la norma que se había impuesto, el único modo de tener el trabajo al día. Algunos eran chistes que podría consultar más tarde y otros eran archivos adjuntos escabrosos enviados por amigos suyos y que había aprendido a no arriesgarse a mirar en vagones de tren atestados de gente desde aquella vez en la que, sentado al lado de una mujer de aspecto remilgado, había abierto un archivo de PowerPoint en el que se veía a una rubia desnuda practicando una felación a un burro.
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