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Karim Fossum - No Mires Atrás

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No Mires Atrás: resumen, descripción y anotación

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Ragnhild, una niña de seis años, desaparece sin dejar rastro. Mientras la policía, encabezada por el inspector Konrad Sejer, inicia la búsqueda de la pequeña, ésta se encuentra jugando en casa de Raymond, un individuo algo retrasado que vive en el bosque con su padre. El caso parece resuelto cuando la pequeña Ragnhild regresa a su casa sana y salva esa misma noche, pero en realidad la pesadilla no ha hecho más que empezar. La niña recuerda haber visto a una chica desnuda en la orilla del lago y la policía no tarda en descubrir el cadáver de Annie Holland. Al principio Sejer no cuenta con ninguna pista que explique el atroz asesinato, pero a medida que se suceden los interrogatorios va destapando el sórdido pasado de varios miembros de la pequeña comunidad noruega…

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Karim Fossum No Mires Atrás Título originalSe Degikke Tilbake Edición - photo 1

Karim Fossum

No Mires Atrás

Título original:Se Degikke Tilbake!

© Edición original de J. W. Cappelens Forlag a.s., Oslo, 1996

Traducido por: Kirsti Baggethun Kristensen y Asunción Lorenzo Torres

A Bente Konstance.

Aunque todos los topónimos se han cambiado, el paisaje en el que se sitúa esta historia será reconocido por los que allí habitan. Me veo, por lo tanto, en la obligación de asegurar que ninguno de los personajes de este libro tiene su origen en seres humanos reales.

Valstad, febrero de 1996

Karin FOSSUM

Ragnhild abrió la puerta con cuidado y echó un vistazo hacia el exterior. La carretera estaba tranquila y el viento que había estado jugueteando entre las casas durante la noche se había calmado por fin. Se volvió y sacó su cochecito de muñecas.

– Pero si ni siquiera hemos desayunado -se quejó Marthe ayudando a su amiga a empujar el coche.

– Tengo que irme. Vamos a hacer la compra -contestó Ragnhild.

– ¿Quieres que vaya luego a tu casa?

– Vale. Cuando hayamos vuelto de la compra.

Estaba ya en el camino de arena del jardín, empujando el coche cuesta arriba hacia la verja. Era muy pesado, así que le dio la vuelta y tiró de él en lugar de empujarlo.

– Hasta luego, Ragnhild.

La puerta se cerró con un agudo chasquido de madera y metal. Ragnhild tuvo problemas con la verja, pero no se atrevió a dejarla mal cerrada. El perro de Marthe, que la seguía atentamente con la mirada desde debajo de la mesa del jardín, podría escaparse. Segura ya de que la verja estaba bien cerrada, empezó a caminar por la carretera en dirección a los garajes. Podría haber cogido el atajo que había entre las casas, pero pensó que sería demasiado complicado con el cochecito. Un vecino que estaba cerrando la puerta de su garaje le sonrió mientras se abrochaba torpemente la gabardina con una mano. Un gran Volvo negro rugía cálidamente.

– Vaya, Ragnhild, qué temprano vuelves hoy. ¿Marthe no se ha levantado aún?

– Es que he dormido allí esta noche -explicó la niña-. En un colchón en el suelo.

– Ah, ya.

El hombre acabó de cerrar el garaje y miró el reloj: eran las 8,06. Al instante, el coche salió a la carretera y desapareció.

Ragnhild iba empujando el cochecito con las dos manos. Había llegado al lugar donde empezaba la cuesta abajo, y era tan empinada que tenía que ir reteniendo el coche para que no saliera disparado. La muñeca, que se llamaba Elise como ella, porque en realidad se llamaba Ragnhild Elise, resbaló hacia el extremo del coche. Debía de ser muy incómodo, así que soltó una mano; con ella colocó a la muñeca, la cubrió con el edredón y siguió su camino. Llevaba zapatillas de deportes, una roja con cordones verdes y la otra verde con cordones rojos, como debía ser, un chándal rojo con el león Simba sobre el pecho y un anorak verde encima. Tenía el pelo increíblemente fino y no muy largo, y, sin embargo, había conseguido atarse una goma en lo alto de la cabeza. Colgadas de la goma bailaban frutas de plástico de muchos colores, y en el centro se erguía el ralo mechón como una palmera mal cuidada. Tenía seis años y medio, pero era menuda para su edad. Hasta que no abría la boca costaba imaginarse que pronto iría a la escuela.

No se encontró con nadie en la cuesta, pero al acercarse al cruce oyó el motor de un coche y se detuvo, se apartó lo que pudo de la carretera y esperó mientras la sucia furgoneta saltaba sobre un badén. Esta frenó aún más al ver a la niña vestida de rojo. Ragnhild quería cruzar la carretera. Al otro lado había acera y su madre le había dicho que siempre debía andar por la acera. Esperó a que pasara el coche pero éste, en lugar de pasar, se detuvo. El conductor bajó el cristal de la ventanilla.

– Cruza, ya espero yo -gritó.

Ragnhild vaciló un instante y luego cruzó. Tuvo que darse la vuelta para subir el cochecito a la acera. La furgoneta avanzó un poco, luego volvió a detenerse y se bajó el cristal del otro lado. Tiene unos ojos muy raros, pensó la niña, muy grandes, muy redondos, muy separados y pálidos como hielo fino. Su boca era pequeña, con los labios abultados, y apuntando hacia abajo, como la boca de un pez. Él la miró fijamente.

– ¿Vas a subir la cuesta con ese cochecito?

Ella asintió con la cabeza.

– Vivo en Granittveien.

– Te costará mucho. ¿Qué llevas dentro?

– A Elise -contestó la niña sacando la muñeca.

– Muy bonita -exclamó el hombre con una amplia sonrisa. Su boca era más bonita así.

Luego se rascó la nuca. Estaba muy despeinado, mechones hirsutos le salían de la cabeza como las hojas de una piña; al rascarse se despeinó aún más.

– Puedo llevarte si quieres -dijo-. Atrás hay sitio para el coche de tu muñeca.

Ragnhild reflexionó un instante mirando la cuesta arriba. Era larga y pesada. El hombre echó el freno de mano y miró la parte de atrás del coche.

– Mi mamá me está esperando -dijo Ragnhild.

Algo resonaba en algún remoto lugar de su cabeza, pero no logró captarlo.

– Vas a llegar antes a tu casa si te llevo en coche -argumentó entonces el hombre.

Eso fue decisivo. Ragnhild era una niña práctica, así que acercó el cochecito a la furgoneta y el conductor bajó de un salto, abrió la puerta trasera y lo subió con una mano; luego subió a Ragnhild.

– Tendrás que sentarte atrás e ir sujetando el cochecito; si no, va a estar todo el rato moviéndose.

El hombre se colocó de nuevo en el asiento delantero y quitó el freno de mano.

– ¿Subes esta cuesta andando todos los días? -preguntó mirándola por el espejo retrovisor.

– Sólo cuando vengo de casa de Marthe. He dormido allí esta noche.

Ragnhild sacó de debajo del edredón de la muñeca una bolsa de aseo de flores y la abrió. Comprobó que las cosas estaban en su sitio, el camisón con el dibujo de Nala, el cepillo de dientes y el cepillo del pelo. La furgoneta pasó por encima de otro badén. El hombre seguía observándola por el espejo.

– ¿Has visto alguna vez un cepillo de dientes como éste? -preguntó Ragnhild, enseñándoselo. Tenía pies.

– ¡No! -contestó el hombre con entusiasmo-. ¿Dónde lo has conseguido?

– Me lo ha comprado mi papá. ¿Tú no tienes uno así?

– Voy a pedir uno para Navidad.

Por fin pasaron el último badén, y el hombre cambió de primera a segunda. Sonaba fatal. La niña iba sentada en el suelo de la parte de atrás de la furgoneta, agarrada al cochecito. Una niña muy mona, pensó. Con ese chándal tan rojo parecía una fresón maduro. El hombre se puso a silbar sintiéndose dueño de sí mismo, sentado al volante de la gran furgoneta con una niña detrás. Verdaderamente dueño de sí mismo.

El pueblo estaba en el fondo de un valle en el que terminaba el fiordo, al pie de una montaña, como una poza de agua estancada. Como todo el mundo sabe, sólo es sana el agua que corre. El pueblo era el pariente pobre del municipio, y las carreteras que llevaban hasta allí eran indescriptiblemente malas. Muy de tarde en tarde se detenía un autobús junto a la central lechera abandonada para recoger a alguna persona y llevarla a la ciudad. Volver a casa resultaba más difícil.

La montaña era una colina gris, poco frecuentada por excursionistas de la zona, pero asiduamente visitada por forasteros que venían de lejos. El interés se debía a minerales raros y a una flora nada despreciable. En días tranquilos se podía oírdesde la colina un lejano sonido de campanillas que podía hacer pensar en fantasmas, aunque en realidad se trataba de ovejas que pastaban en lo alto. Las colinas de alrededor se veían azuladas y etéreas a través de la neblina, como fieltro suave con velos lanosos de niebla. Konrad Sejer siguió con el dedo la carretera nacional en el libro de carreteras. Se estaban acercando a una rotonda. El sargento Karlsen iba al volante, mirando atento los campos y siguiendo las instrucciones.

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