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Cuando sonó el timbre de la puerta, Constance Greene dejó de tocar el clavicémbalo flamenco y la biblioteca quedó sumida en un tenso silencio. Miró en dirección al agente especial A. X. L. Pendergast, que estaba sentado junto a la chimenea, en la que el fuego agonizaba, ataviado con unos finos guantes blancos con los que iba pasando las páginas ilustradas de un incunable. En la mesita que tenía al lado había una copa de amontillado casi vacía. Constance recordó la última vez que alguien había llamado al timbre del 891 de Riverside Drive, un hecho de lo más insólito en la mansión Pendergast. El recuerdo de aquel terrible momento ahora flotaba en la estancia como una amenaza.
Proctor, chófer, guardaespaldas y factótum de Pendergast, apareció al instante.
—¿Atiendo al timbre, señor Pendergast?
—Por favor, sí. Pero no lo dejes entrar. Pregúntale su nombre y qué desea y me lo dices.
Tres minutos después, Proctor estaba de vuelta.
—Se llama Percival Lake, y desea contratarlo para una investigación privada.
Pendergast alzó la mano con la intención de indicarle que se librase de él. Pero se detuvo.
—¿Comentó algo sobre la naturaleza del asunto?
—Se negó a entrar en detalles.
Pendergast permaneció ensimismado durante unos segundos, tamborileando con sus finos dedos en el lomo dorado del incunable.
—Percival Lake… Ese nombre me resulta familiar. Constance, ¿serías tan amable de buscar en…? ¿Cómo se llama esa página web? Tiene el mismo nombre que ese larguísimo número matemático.
—¿Google?
—Sí, ese. Búscame a Percival Lake en Google, hazme el favor.
Constance retiró los dedos de las envejecidas y amarillentas teclas de marfil, se apartó del instrumento, abrió un pequeño aparador y sacó el ordenador portátil tirando de la mesita retráctil. Tecleó el nombre.
—Hay un escultor que se llama así. Esculpe obras gigantescas en granito.
—Por eso me sonaba. —Pendergast se quitó los guantes y los dejó a un lado—. Permitámosle entrar.
En cuanto Proctor se fue, Constance se volvió hacia Pendergast con el ceño fruncido.
—¿Tan triste es el estado de nuestras finanzas que has de recurrir al pluriempleo?
—En absoluto. Pero la obra de ese hombre, si bien un poco pasada de moda, resulta estimulante. Si mal no recuerdo, sus figuras emergen de la piedra al igual que el Esclavo que despierta de Miguel Ángel. Lo menos que puedo hacer es recibirlo.
Proctor regresó acompañado por un hombre de aspecto llamativo. Debía de rondar los sesenta y cinco años y lucía una buena mata de cabello gris. Su pelo era lo único que delataba en él el paso del tiempo. Medía casi dos metros, su bello rostro, de facciones muy marcadas, estaba bronceado; era esbelto, de porte atlético, y vestía una americana azul sobre una inmaculada camisa blanca de algodón y unos elegantes pantalones de color beis. Irradiaba vigor y buena salud. Tenía unas manos enormes.
—Inspector Pendergast —dijo acercándose con un par de zancadas y extendiendo el brazo. Envolvió la pálida mano de Pendergast con su gigantesco puño y la sacudió con tal fuerza que casi tiró al suelo la copa de jerez de Pendergast.
«¿Inspector?» Constance hizo una mueca. Por lo visto, su protector ya contaba con el estímulo necesario.
—Siéntese, se lo ruego, señor Lake —dijo Pendergast.
—Gracias. —Lake tomó asiento, cruzó las piernas y se reclinó hacia atrás.
—¿Puedo ofrecerle algo de beber? ¿Un jerez?
—No voy a decirle que no.
Proctor no tardó en servirle una pequeña copa, que depositó junto a su codo. El escultor lo probó.
—Un caldo excelente, gracias. Y gracias también por haber aceptado verme.
Pendergast asintió ligeramente.
—Antes de que me cuente nada, le diré que no puedo atribuirme el título de inspector. Eso es más bien británico. Yo no soy más que un agente especial del FBI.
—Supongo que he leído demasiadas novelas de misterio. —El hombre se recolocó en la silla—. Permítame ir al grano. Vivo en una pequeña localidad costera llamada Exmouth, al norte de Massachusetts. Es un lugar tranquilo, apartado de las rutas turísticas, poco conocido incluso entre las hordas de veraneantes. Hace unos treinta años, mi esposa y yo compramos el faro y la casa del farero de Walden Point, donde he vivido desde entonces. Allí he podido trabajar de maravilla. Siempre he sabido apreciar el buen vino, el tinto, porque el blanco no me interesa. El sótano de nuestra vieja casa es el lugar perfecto para mi considerable colección de vinos, pues al estar bajo tierra y tener las paredes y el suelo de piedra, la temperatura es de trece grados constantes tanto en invierno como en verano. La cuestión es que hace pocas semanas fui a Boston para pasar el fin de semana. Cuando regresé, vi que una de las ventanas traseras estaba rota. No se habían llevado nada de la casa, pero habían vaciado el sótano. ¡Mi bodega había desaparecido!
—Qué terrible contrariedad para usted.
Constance estaba convencida de que podía detectar incluso la más nimia nota de ironía o desdén en la voz de Pendergast.
—Dígame, señor Lake, ¿sigue usted casado?
—Mi esposa murió hace unos cuantos años. Ahora tengo, bueno, una amiga que vive conmigo.
—¿Y estaba con usted el fin de semana que robaron su bodega?
—Sí.
—Hábleme un poco más de sus vinos.
—¿Por dónde empiezo? Dispongo de una colección de Château Léoville Poyferré de 1955, junto con excelentes colecciones de todas las añadas notables de Château Latour, Pichon-Longueville, Petrus, Dufort-Viviens, Lascombes, Malescot-Saint-Exupéry, Château Palmer, Talbot…
Pendergast alzó una mano para frenar aquella retahíla de nombres.
—Lo siento —dijo Lake con una avergonzada sonrisa—. Tiendo a dejarme llevar cuando se trata de vinos.
—¿Solo vinos de Burdeos?
—No. Recientemente había adquirido también algunos vinos italianos maravillosos: Brunello, Amarone y Barolo, en su mayoría. Se los llevaron todos.
—¿Acudió usted a la policía?
—El jefe de policía de Exmouth es un inútil. Un imbécil, mejor dicho. Vino de Boston y lo que se dice cumplir cumple, pero para mí es obvio que no se lo está tomando en serio. Supongo que si se tratase de una colección de cervezas Bud Light estaría más preocupado. Y yo necesito a alguien que encuentre esos vinos antes de que se dispersen o, Dios no lo permita, alguien se los beba.
Pendergast asintió despacio.
—De acuerdo. Pero ¿por qué acudió a mí?
—He leído varios libros sobre su trabajo. Los que escribió Smithback. William Smithback, creo recordar.
Pendergast tardó unos segundos en responder.
—Me temo que esos libros distorsionaron los hechos de un modo burdo. En cualquier caso, respecto a lo que de cierto hay en ellos, se habrá percatado de que centro mi atención en aberraciones de carácter humano, no en robos de botellas de vino. Por lo que lamento decirle que no puedo serle de gran ayuda.