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John Connolly - El Ángel Negro

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A veces, hechos sin aparente conexión, y que ocu-rren en lugares muy distantes, se vinculan de un modo misterioso y forman una red de la que es difícil escapar. En El ángel negro, el detective Charlie «Bird» Parker -protagonista ya de cinco novelas policiacas de John Connolly- se ve sumido en una de estas situaciones, un enrevesado caso en que la realidad y la fantasmagoría se funden de manera inextricable. Éstas son las piezas del rompecabezas: una prostituta llamada Alice desaparece en un sórdido barrio neoyorquino; una colección de misteriosas cajas de plata de origen medieval, dispersas por el mundo, guarda en cada ejemplar un fragmento de un extraño mapa; una subasta de objetos arcanos suscita una gran expectación en Boston; en Francia y la República Checa se profanan varias iglesias… El detective Charlie Parker debe enfrentarse, además, a un conflicto de lealtades. Por un lado, su amigo Louis, ex asesino a sueldo, necesita ayuda en la violenta búsqueda de su prima, la prostituta desaparecida en Nueva York; por otro lado, su mujer, Rachel, ya no resiste la tensión del peligro ni la continua amenaza que implica la convivencia con él. Y esta vez el peligro es mayor que nunca, porque Charlie se encara a seres dudosamente humanos, seres arraigados en un pasado remoto, la encarnación misma del mal: el ángel negro.

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John Connolly El Ángel Negro Charlie Bird Parker 5 Para Sue Fletcher con - photo 1

John Connolly

El Ángel Negro

Charlie «Bird» Parker, 5

Para Sue Fletcher, con gratitud y afecto

Primera parte

Nadie puede conocer el origen del mal si no

ha comprendido la verdad sobre el llamado

Demonio y sus ángeles.

Orígenes (186-255)

Prólogo

Entre guirnaldas de fuego cayeron los ángeles rebeldes.

Y en su descenso, mientras se precipitaban vertiginosamente en el vacío, padecieron un suplicio semejante al de quienes acaban de perder la vista, ya que de la misma manera que la oscuridad es más atroz para quienes han conocido la luz, la privación de la gracia causa un sufrimiento más profundo en quienes antes conocieron su calor. Los ángeles, en su tormento, se lamentaron a grito herido, y al arder llevaron por vez primera la claridad a las tinieblas. Entre ellos, los inferiores buscaron refugio en las profundidades, y allí crearon un mundo propio donde morar.

El último ángel miró al cielo mientras caía y vio todo lo que se le negaría eternamente, y tan horrenda fue para él aquella visión que se le quedó grabada a fuego en los ojos. Y así, a la par que los cielos se cerraban sobre él, le fue otorgado el privilegio de ver cómo desaparecía el rostro de Dios entre nubarrones grises, y la belleza y la aflicción de esa imagen quedaron inscritas para siempre en su memoria y en su mirada. Condenado a deambular por los siglos de los siglos como un proscrito, lo rehuyeron incluso los de su misma naturaleza, pues ¿qué mayor angustia podría existir para ellos que ver cómo, cada vez que lo miraban a los ojos, la imagen de Dios se estremecía en la negrura de sus pupilas?

Y tan solo estaba que se escindió en dos a fin de tener compañía en su largo ostracismo, y esas dos partes idénticas del mismo ser erraron juntas por la Tierra aún en formación. Con el tiempo, se unieron a ellas unos cuantos ángeles cansados de refugiarse en el inhóspito reino que ellos mismos habían creado. Al fin y a la postre, ¿qué es el infierno sino la ausencia eterna de Dios? Existir en un estado infernal es verse privado a perpetuidad de la promesa de esperanza, de redención, de amor. Para aquellos que se han visto dejados de la mano de Dios, el infierno carece de geografía.

Pero, al final, aquellos ángeles se cansaron de vagar a lo largo y ancho de ese mundo desolado sin una válvula de escape para su ira y su desesperación. Encontraron un lugar hondo y oscuro donde dormir, y allí se ocultaron y esperaron. Transcurridos muchos años, se abrieron minas y se alumbraron los túneles, y la mayor y más profunda de estas excavaciones se encontraba en Bohemia, entre las minas de plata de Kutná Hora, y se llamaba Kank.

Y según contaban, cuando la mina llegó a su profundidad máxima, las lámparas de los mineros parpadearon como agitadas por una brisa allí donde no podía correr brisa alguna, y se oyó un gran suspiro, como de almas liberadas de su cautiverio. Empezó a oler a quemado y los túneles se desplomaron. Una tormenta de inmundicia y tierra se elevó y se propagó por la mina, asfixiando y segando a todos a su paso. Los supervivientes hablaron de voces en el abismo, y de batir de alas en medio de las nubes de polvo. La tormenta ascendió hacia el pozo principal e irrumpió en el cielo nocturno, y los testigos presenciales alcanzaron a ver un resplandor rojo en su núcleo, como si estuviera en llamas.

Y los ángeles rebeldes adoptaron la apariencia de hombres y se dispusieron a crear un reino invisible que controlarían en la clandestinidad y mediante la voluntad corrupta de otros. Al mando estaban los dos demonios idénticos, los más grandes entre ellos, los Ángeles Negros. El primero, llamado Ashmael, se sumergió en el fragor de la batalla y susurró hueras promesas de gloria a los oídos de gobernantes ambiciosos. El otro, llamado Immael, declaró su propia guerra a la Iglesia y sus autoridades, los representantes en la Tierra del que los había condenado al ostracismo. Se recreaba con el fuego y la violación, y su sombra se proyectaba sobre el saqueo de monasterios y la quema de capillas. Cada mitad de este par idéntico llevaba la marca de Dios en forma de mota blanca en el ojo, Ashmael en el derecho e Immael en el izquierdo.

Pero lleno de arrogancia y de cólera, Immael se dejó ver por un momento bajo su auténtica y corrompida apariencia. Le hizo frente un monje cisterciense, Erdric, del monasterio de Sedlec, y ambos lucharon sobre cubas de plata fundida. Al final, Immael, sorprendido en el momento de transformarse de humano en Otro, fue abatido y cayó en el mineral candente. Erdric pidió que se dejase enfriar despacio el metal, e Immael quedó atrapado en la plata, incapaz de liberarse de ella, la más pura de las prisiones.

Y Ashmael sintió su dolor y trató de liberarlo, pero los monjes lo pusieron a buen recaudo y lo mantuvieron alejado de quienes pretendían romper sus cadenas. Aun así, Ashmael nunca dejó de buscar a su hermano, y con el tiempo se sumaron a la búsqueda aquellos de su misma naturaleza, y los hombres corrompidos por sus promesas. Se marcaron a sí mismos para poder reconocerse, y su marca fue un rezón, un garfio ahorquillado, ya que, según la tradición, ésta fue la primera arma de los ángeles caídos.

Y se hicieron llamar «Creyentes».

1

Firmemente sujeta al asidero con la mano derecha, la mujer se apeó con cuidado del autocar de la compañía Greyhound. Un suspiro de alivio escapó de sus labios cuando plantó por fin los dos pies en terreno llano, el alivio que siempre experimentaba al superar sin incidentes una tarea sencilla. No era vieja -apenas contaba cincuenta años cumplidos-, pero se sentía mucho mayor, y lo aparentaba. Había conocido grandes padecimientos, y la acumulación de disgustos había agravado los estragos de la edad. Tenía el cabello plateado, y hacía mucho tiempo que había desistido de la caminata mensual a la peluquería para teñirse. De las comisuras de sus ojos arrancaban como cicatrices unas arrugas horizontales, réplica de otras similares en la frente. Sabía cómo se le habían formado, ya que de vez en cuando, al mirarse en el espejo o ver su reflejo en el escaparate de una tienda, descubría con sorpresa una mueca de dolor en su rostro, y cuando se le transformaba la expresión de la cara, las arrugas se hacían más profundas. Eran siempre los mismos pensamientos, los mismos recuerdos, los que provocaban esa alteración, y siempre revivía en su memoria los mismos rostros: el chico, ahora hombre; su hija, tal como fue y tal como podría ser ahora; y aquel que la dejó encinta de su niña, con la cara a veces contraída, como lo estaba en el momento de la concepción de su hija, y en otras ocasiones deshecha e irreconocible, como lo estaba antes de cerrarse la tapa del ataúd sobre el cadáver de él, que borró por fin de este mundo su presencia física.

Como había descubierto, nada avejenta más deprisa a una mujer que una hija con problemas. En los últimos años había sido propensa a la clase de accidentes que amargaban la vida a mujeres dos o tres décadas mayores que ella, y tardaba más que antes en recobrarse. Con lo que más debía andarse con cuidado eran las pequeñas cosas: bordillos imprevistos, grietas olvidadas en la acera, la sacudida inesperada del autobús en el momento de levantarse del asiento, el agua derramada en el suelo de la cocina, que ya no recordaba. Temía esos peligros más que a los jóvenes congregados en el aparcamiento de las galerías comerciales cerca de su casa, al acecho de personas vulnerables, a quienes consideraban presas fáciles. Sabía que nunca sería una de sus víctimas, porque le tenían más miedo a ella que a la policía, o que a sus coetáneos más violentos, pues conocían la existencia del hombre que aguardaba en las sombras de su vida. Una pequeña parte de ella aborrecía el hecho de que la temieran, pese a disfrutar de la protección que eso le brindaba. Una protección que había salido cara, pues fue adquirida, creía, con la pérdida de un alma.

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