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John Connolly - El Poder De Las Tinieblas

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El Poder De Las Tinieblas: resumen, descripción y anotación

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Una fría noche de invierno, la paz de Maine se ve perturbada por dos hechos en principio inconexos: un sangriento tiroteo durante el cobro de un rescate y el suicidio de una anciana en pleno bosque. Contra todo pronóstico, todas las pistas apuntan a un mismo hombre. Y Charlie Parker, a quien ya conocimos en Todo lo que muere, deberá actuar con rapidez porque los acontecimientos se suceden a un ritmo vertiginoso, los cadáveres se multiplican y la violencia se extiende como un rastro de sangre por los bosques nevados de Maine. Con esta segunda novela, John Connolly se consagra como un maestro del género negro.

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John Connolly El Poder De Las Tinieblas Charlie Bird Parker 2 Para mi - photo 1

John Connolly

El Poder De Las Tinieblas

Charlie «Bird» Parker, 2

Para mi padre

Primera parte

Sola, sola, en un temible bosque

de maldad consciente corre una humanidad perdida,

temiendo encontrar a su padre.

W.H. Auden, For the Time Being

Prólogo

El Dodge Intrepid se hallaba bajo unos abetos encarado al mar, las luces apagadas y la llave en el contacto para mantener encendida la calefacción. Tan al sur no había nevado, aún no, pero se veía escarcha en el suelo. El único sonido que perturbaba la quietud en aquella noche invernal de Maine era el rumor de las olas que rompían en Ferry Beach. Cerca de la orilla se mecía un malecón flotante con altas pilas de redes langosteras. Tras el cobertizo de madera roja había cuatro botes tapados con lonas, y un catamarán amarrado a corta distancia de la rampa de acceso a las embarcaciones. Por lo demás, el aparcamiento estaba vacío.

La puerta del acompañante se abrió y Chester Nash subió apresuradamente al coche. Le castañeteaban los dientes e iba arrebujado en su largo abrigo marrón. Chester era un hombre pequeño y fibroso, con un bigote en medialuna que se extendía más allá de las comisuras de los labios. Él consideraba que el bigote le daba un aspecto distinguido; pero en opinión de los demás le daba un aspecto fúnebre, y de ahí su apodo: Chester «el Alegre». Si algo sacaba de sus casillas a Chester Nash, era que la gente lo llamase Chester el Alegre. En una ocasión, a Paulie Block le metió en la boca el cañón de la pistola por llamarlo así. Paulie Block estuvo a punto de arrancarle el brazo por eso, si bien, como le explicó a Chester el Alegre mientras lo abofeteaba con sus manos tan grandes como palas, comprendía la razón por la que Chester había actuado de tal modo. Pero, sencillamente, las razones no eran disculpa para todo.

– Espero que te hayas lavado las manos -dijo Paulie Block, sentado tras el volante del Dodge y preguntándose quizá por qué Chester no había podido aliviarse antes como cualquier persona normal, en lugar de insistir en mear al pie de un árbol en medio del bosque cerca de la orilla dejando escapar todo el calor del coche al bajarse de él.

– Tío, hace frío -dijo Chester-. En la puta vida había estado en un sitio tan frío como éste. Ahí fuera casi se me congela el aparato. Si hiciese un poco más de frío, habría meado cubitos.

Paulie Block dio una larga calada al cigarrillo y observó el ascua mientras brillaba brevemente hasta quedar reducida a ceniza. Paulie Block, o «Tarugo», como su apellido muy bien indicaba, medía un metro noventa, pesaba ciento veinticinco kilos y tenía la cara igual que si la hubiesen utilizado para empujar trenes. Con su sola presencia, dentro del coche parecía faltar espacio. Bien mirado, hasta en el Giants Stadium parecería faltar espacio si Paulie Block se presentara en él.

Chester echó una ojeada al reloj digital del salpicadero, cuyos números verdes parecían suspendidos en la oscuridad.

– Llegan tarde -comentó.

– Vendrán -afirmó Paulie-. Vendrán.

Volvió a su cigarrillo y fijó la vista en el mar. Probablemente miraba despreocupado. No se veía nada, aparte de la negrura y las luces de Old Orchard Beach más allá. Junto a él, Chester Nash comenzó a jugar con una Game Boy.

Fuera el viento soplaba y las olas lamían rítmicamente la playa; el sonido de sus voces se propagaba sobre el terreno helado hasta donde los otros observaban y escuchaban.

– … El Sujeto Dos ha vuelto al vehículo. Tío, hace frío -dijo Dale Nutley, agente especial del FBI, repitiendo de manera inconsciente las palabras que acababa de oír pronunciar a Chester Nash. Tenía al lado un micrófono parabólico situado cerca de una pequeña grieta en la pared del cobertizo. Junto a éste, ronroneaba suavemente una grabadora Nagra activada por voz y una cámara de luz residual Badger Mk II permanecía atenta al Dodge.

Nutley llevaba dos pares de calcetines, calzoncillos largos, pantalón vaquero, camiseta, camisa de algodón, suéter de lana, una cazadora de esquiador Lowe, guantes térmicos y una gorra gris de alpaca con dos pequeñas orejeras que caían sobre los auriculares y le protegían los oídos del frío. Sentado junto a él en un taburete alto, el agente especial Rob Briscoe pensaba que, con esa gorra de alpaca, Nutley parecía un pastor de llamas, o el cantante del grupo Spin Doctors. En cualquier caso, Nutley parecía un payaso con su gorra de alpaca y aquellas absurdas orejeras para protegerse los oídos del frío. El agente Briscoe, que tenía las orejas heladas, deseaba esa gorra de alpaca. Si el frío arreciaba más aún, siempre podía matar a su compañero Nutley y quitarle la gorra de su cabeza muerta.

El cobertizo se encontraba a la derecha del aparcamiento de Ferry Beach y permitía a sus ocupantes ver con claridad el Dodge. Detrás, un camino privado discurría a lo largo de la orilla hacia una de las casas de veraneo de Prouts Neck. Ferry Road, una tortuosa carretera, comunicaba el aparcamiento con Black Point Road, y ésta, a su vez, llevaba hasta Oak Hill y Portland en dirección norte y hasta Black Point en dirección sur. Hacía apenas dos horas habían aplicado una capa de pintura reflectante a las ventanas del cobertizo a fin de impedir que alguien viese a los agentes desde fuera. Y cuando Chester Nash intentó escudriñar el interior por la ventana y tanteó los cerrojos de las puertas antes de apresurarse a regresar al Dodge, se produjeron unos instantes de tensión.

Por desgracia, el cobertizo no tenía calefacción, o si la tenía, no funcionaba, y el FBI no había considerado oportuno proporcionar un calefactor a los dos agentes. En consecuencia, Nutley y Briscoe no habían pasado tanto frío en su vida. Al tocarlos, los tablones desnudos del cobertizo estaban gélidos.

– ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? -preguntó Nutley.

– Dos horas -contestó Briscoe.

– ¿Tienes frío?

– Pero ¿qué estupideces dices? Estoy cubierto de escarcha. Claro que estoy muerto de frío, joder.

– ¿Por qué no te has traído una gorra? -preguntó Nutley-. ¿Es que no sabes que la mayor parte del calor corporal se pierde por lo alto de la cabeza? Tendrías que haberte traído una gorra. Por eso estás helado. Tendrías que haberte traído una gorra.

– ¿Sabes una cosa, Nutley? -dijo Briscoe.

– ¿Qué?

– Te odio.

A sus espaldas, la grabadora activada por voz ronroneaba suavemente, registrando la conversación de los dos agentes a través de los micrófonos prendidos a sus cazadoras. Debía grabarse todo, ésa era la norma en aquella operación: todo. Y si eso incluía el odio de Briscoe hacia Nutley por la gorra de alpaca, pues que se grabase.

El guarda de seguridad, Oliver Judd, la oyó antes de verla: arrastraba los pies con un sonido sordo por el suelo enmoquetado y hablaba sola en susurros mientras andaba. A pesar suyo, Judd se levantó en su habitáculo y se apartó del televisor y del calefactor que le lanzaba un chorro de aire caliente a los dedos de los pies. Fuera reinaba una quietud que auguraba más nieve. Al menos no soplaba el viento, y eso ya era algo. El tiempo pronto empeoraría -como siempre en diciembre-, pero allí, tan al norte, empeoraba antes que en cualquier otra parte. Vivir en la zona norte de Maine a veces no tenía maldita la gracia.

Se dirigió a ella rápidamente.

– ¡Eh, señora, señora! ¿Qué hace levantada de la cama? Va a pillar una pulmonía de muerte.

La anciana se sobresaltó al oír la última palabra y miró a Judd por primera vez. Era flaca y menuda pero conservaba un porte erguido, cosa que le confería un aspecto imponente entre las personas recluidas en la residencia de ancianos Santa Marta. Judd dudaba que fuese tan mayor como algunos de los otros residentes, de edad tan provecta que habían llegado a gorrear tabaco a personas que murieron en la primera guerra mundial. Ella, en cambio, rondaba los sesenta como mucho. Judd dedujo que, si no era vieja, probablemente estaba enferma, lo cual significaba, hablando en plata, que estaba loca, chiflada como una regadera. El cabello gris le caía por encima de los hombros casi hasta la cintura. Tenía los ojos de un vivo color azul y miraba hacia la lejanía, más allá de Judd. Llevaba unas botas de color marrón con cordones, un camisón, una bufanda roja y un abrigo largo azul que iba abotonándose al andar.

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