John Connolly
Los hombres de la guadaña
Charlie«Bird» Parker, 7
Para Kerry Hood, sin quien ciertamente
estaría muy perdido, incluso con mapa
Varios libros me han resultado especialmente útiles mientras escribía esta novela. Son: Sundown Towns: A Hidden Dimension of American Racism de James W. Loewen, Touchstone, 2005; The Adirondacks: A History of America's First Wilderness de Paul Schneider, Owl Books, 1997; y On Killing: The Psychological Cost of Learning to Kill in War and Society de Dave Grossman, Back Bay Books, 1996.
Agradezco la amable ayuda de Joe Long y Keith Long mientras investigaba para los pasajes acerca de Queens; y a Geoff Ridyard que, en otra vida, habría sido un asesino excelente. También doy las gracias a mi editora del Reino Unido, Sue Fletcher, y a todos en Hodder & Stoughton; a Emily Bestler, mi editora de Estados Unidos, y a todos en Atria Books y Pocket Books; y a mi agente, Darley Anderson, así como a su maravilloso equipo. Por último, Jennie, Cameron y Alistair, como siempre, han aguantado mucho. Con todo mi cariño, os doy las gracias a todos.
Vaya mi sincero agradecimiento por los permisos para reproducir texto de las siguientes obras protegidas por copyright:
«Vision and Prayer» de Dylan Thomas, incluido en Collected Poems, edición a cargo de Watford Davies y Ralph Maud; Phoenix, 2003. Reproducido por gentileza de David Higham Associates.
Fragmentos de James Dickey, «The Heaven of Animals», incluido en The Whole Motion: Collected Poems, © 1992 de James Dickey. Reproducido por gentileza de Wesleyan University Press.
Todas las cosas se truecan en fuego; y el
fuego, en todas las cosas, como las
mercaderías en oro y el oro en mercaderías.
Heráclito (h. 535-475 a. de C.)
A veces, Louis sueña con el Hombre Quemado. Aparece ya en noche cerrada, cuando incluso los sonidos de la ciudad se apagan, pasando de un crescendo sinfónico a un nocturno amortiguado. Louis ni siquiera sabe si de verdad está dormido cuando el Hombre Quemado deja sentir su presencia, porque le parece que lo despierta la respiración acompasada de su compañero, que yace en la cama a su lado, y percibe entonces un olor familiar y desconocido a la vez: es el hedor de la carne carbonizada en descomposición, de la grasa humana crepitando entre las llamas. Si es un sueño, es un sueño en estado de vigilia, que se desarrolla en ese submundo entre la conciencia y la ausencia.
En otro tiempo el Hombre Quemado tenía nombre y apellido, pero Louis ya no puede pronunciarlos. El nombre no basta para abarcar su identidad; es demasiado exiguo, demasiado restrictivo, para lo que ahora representa en el ánimo de Louis. No piensa en él como «Errol» ni como «señor Rich», ni siquiera como «señor Errol», que es como se dirigía a él cuando vivía. Ahora es más que un nombre, mucho más.
Aun así, en su día fue el señor Errol: puro músculo y fuerza bruta, la piel del color de la tierra húmeda y fértil recién arada; amable y paciente casi siempre, bajo ese carácter plácido en apariencia subyacía una rabia latente, una rabia que en ocasiones, si uno lo pillaba desprevenido, podía llegar a atisbarse en sus ojos antes de escabullirse como una bestia extraña que ha aprendido la importancia de permanecer fuera del alcance de las armas de los cazadores, de los hombres blancos con trajes blancos.
Porque los cazadores siempre eran blancos.
Dentro de Errol Rich ardía un fuego, una ira contra el mundo y sus costumbres. Procuraba mantenerla bajo control, consciente de que si le daba rienda suelta, existía el peligro de que lo consumiera todo a su paso, incluso a él mismo. Quizás en aquella época esa clase de rabia no era ajena a muchos de sus hermanos y hermanas: era un negro atrapado en los ritmos y rituales de un mundo de blancos, en un pueblo donde a él y aquellos como él no se les permitía andar por la calle después de ponerse el sol. El resto del mundo estaba cambiando, pero no aquel condado, ni aquel pueblo. Allí los cambios llegarían más despacio. A decir verdad, tal vez nunca llegasen, no del todo, pero eso incumbiría a otros, no a Errol Rich. Para cuando algunos empezaron a hablar de derechos en voz alta, sin miedo a represalias, Errol Rich ya no existía, no de una forma identificable para aquellos que lo conocieron. Su vida se había extinguido años antes, y en el momento de su muerte sufrió una transformación: Errol Rich abandonó este mundo y en su lugar apareció el Hombre Quemado, como si aquel fuego interior hubiese encontrado por fin la manera de aflorar en vivas tonalidades de rojo y amarillo, estallando desde dentro para devorar su carne y consumir su conciencia anterior, y así todo su ser quedó reducido a lo que en otro tiempo había sido una parte oculta de él. Quizás otros acercaran a su cuerpo la antorcha o vertieran la gasolina que lo empapó y cegó en sus últimos momentos, pero Errol Rich ya ardía entonces, incluso mientras, colgado de un árbol, les pedía que le ahorraran el suplicio final. Siempre había ardido, y al menos en ese sentido derrotó a los hombres que le quitaron la vida.
Y, a partir de su muerte, el Hombre Quemado acechó los sueños de Louis.
Louis recuerda cómo sucedió: una discusión con unos blancos. Por alguna razón, esas cosas a menudo empezaban así. Los blancos creaban las reglas, pero las reglas cambiaban una y otra vez. Eran inestables, venían definidas por las circunstancias y la necesidad, no por unas palabras plasmadas en un papel. Lo más extraño del caso, pensaría Louis más tarde, era que los blancos que mandaban en el pueblo siempre negarían ser racistas. «No odiamos a la gente de color», decían, «simplemente nos llevamos mejor con ellos cuando no se mezclan con nosotros.» O: «Si vienen al pueblo de día, bienvenidos sean, pero no conviene que pasen aquí la noche. Tanto por su seguridad como por la nuestra». Es curioso. Por aquel entonces era tan difícil como ahora encontrar a alguien dispuesto a admitir que era racista. Al parecer, incluso los racistas se avergonzaban, en su mayoría, de su propia intolerancia.
Con todo, algunos lucían dicho epíteto como una insignia de honor, y en el pueblo también los había. Según contaban, el problema empezó cuando un grupo de lugareños lanzó una pesada jarra llena de orina contra el parabrisas agrietado de la furgoneta de Errol, y él reaccionó en consonancia. Aquel genio vivo suyo, aquella furia reprimida en su interior, entró en erupción y, en represalia, lanzó un grueso tablón contra la cristalera del bar de Little Tom. Eso bastó para que aquellos blancos actuaran contra Errol, eso y el miedo a lo que él representaba. Era un negro que hablaba mejor que la mayor parte de los blancos del pueblo. Tenía una furgoneta. Sabía reparar cosas -radios, televisores, aparatos de aire acondicionado, cualquier artefacto eléctrico-, y sabía repararlas mejor que nadie y por menos dinero, con lo cual incluso quienes no le permitían pasearse por las calles del pueblo de noche lo dejaban entrar de día en sus casas gustosamente para que les arreglase los electrodomésticos, aun cuando, después, algunos ya no se sentían tan cómodos en sus salas de estar, a pesar de que tampoco ellos eran racistas. Sólo que no les gustaba la presencia de extraños en su casa, en particular si eran extraños de color. Si le ofrecían agua para calmar la sed, se cuidaban de dársela en la taza de hojalata reservada para tal eventualidad, la taza barata en la que nadie más bebía, la taza guardada junto con los productos de limpieza y las brochas, de manera que el agua siempre tenía un ligero regusto químico. Decían que tal vez pronto estaría en situación de dar empleo a otros como él, de formarlos y transmitirles sus habilidades. Y además era un hombre apuesto, un «macho negro», como lo describió Little Tom una vez, sólo que, cuando lo dijo, acunaba en los brazos la escopeta de caza que solía tener colgada encima de la barra y quedó claro lo que significaba ser un macho negro en el mundo de Little Tom.
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