Annotation
El protagonista de esta novela, Yakov, vive en la Rusia zarista durante un período de violento antisemitismo. Al descubrirse el cadáver de un muchacho en una cueva, el grupo local de las Centurias Negras atribuye el asesinato a los judíos. De «los judíos» a «un judío» sólo hay un paso. Y Yakov es detenido por un crimen que no ha cometido. Las penalidades que debe sufrir al negarse a confesar convierten a Yakov de simple trabajador manual en héroe, honor que gustaría declinar. Pero el azar, la historia y la época en que vive tienen sus leyes inexorables. Y Yakov sucumbe a ellas. Un tema de tanta importancia como el de la injusticia, a través de una magnífica novela que ha inspirado el filme interpretado por Alan Bates y Dirk Bogarde.
Bernard Malamud
EL HOMBRE DE KIEV
FB2 Enhancer
Título original: Time Fixer
Traducción: J. Ferrer Aleu
Portada: Álvaro
© 1966, Bernard Malamud
© Ediciones G. P., 1971
Difundido por Plaza & Janés, S.A.
Depósito Legal: B. 42.225-1971
A Paul
«Irracionales arroyos de sangre manchan la tierra...» Yeats
«Oh, joven Hugo de Lincoln —también asesinado
Con los malditos judíos, según es notorio,
Pues de esto hace todavía poco tiempo—,
Ruega por nosotros, vacilantes pecadores,
...»
Chaucer
1
Desde la ventana enrejada de su habitación sobre la cuadra del ladrillar, Yakov Bok vio, aquella mañana, a muchas personas cubiertas con largos abrigos, que corrían no sabía adónde, pero todas en la misma dirección. «Vey iz mir —pensó inquieto—. Algo ha ocurrido.» Los rusos salían de las calles próximas al cementerio y se apresuraban, solos o en grupos, sobre la nieve primaveral, en dirección a las cuevas de la barranca; algunos corrían por el centro de las fangosas calles empedradas. Yakov se apresuró a esconder el bote de hojalata en que guardaba sus rublos de plata y bajó precipitadamente al patio para enterarse de la causa de tanto movimiento. Preguntó a Proshko, el capataz, que haraganeaba junto a los hornos de cocer ladrillos; pero Proshko escupió y no dijo nada. Fuera del patio, una mujer campesina de rostro huesudo; negro pañolón y grueso vestido, le dijo que habían encontrado, cerca de allí, el cadáver de un niño.
—¿Dónde? —preguntó Yakov—. ¿Qué edad tenía? Pero ella le respondió que lo ignoraba y se marchó a toda prisa. El día siguiente, el Kievlyanin publicó la noticia de que, en una húmeda cueva de una barranca situada a cosa de versta y media del ladrillar, el cadáver de un niño ruso asesinado, Zhenia Golov, de doce años, había sido encontrado por otros dos chicos mayores de quince años, Kazimir Selivanov e Iván Shestinsky. Zhenia, muerto desde hacía más de una semana, presentaba el cuerpo cubierto de heridas y desangrado. Después del entierro, en el cementerio próximo a la fábrica de ladrillos, Richter, uno de los conductores, trajo un puñado de folletos en los que se acusaba a los judíos del asesinato. Tales folletos, según pudo observar Yakov al examinar uno de ellos, habían sido impresos por la organización de las Centurias Negras. Su emblema, el águila imperial bicéfala, aparecía en la cubierta, y, debajo de él, podía leerse: SALVAD A RUSIA DE LOS JUDÍOS. Aquella noche, en su habitación, Yakov leyó, fascinado, que el muchacho había sido muerto y desangrado con fines religiosos por los judíos, al objeto de llevar su sangre a la sinagoga para hacer pasteles de Pascua. Aunque esto era ridículo, Yakov se asustó. Se levantó, se sentó y volvió a levantarse. Se dirigió a la ventana, volvió atrás apresuradamente y siguió leyendo el periódico. Sentíase preocupado porque la fábrica donde trabajaba se hallaba emplazada en el distrito Lukianovsky, en el que estaba prohibido que vivieran los judíos. Él vivía allí desde hacía meses, con nombre supuesto y sin certificado de residencia. Y estaba asustado porque el periódico amenazaba con un pogrom. Su propio padre había sido muerto durante un incidente, cuando Yakov tenía apenas un año; un incidente que no llegó a pogrom y que fue menos que inútil: dos soldados borrachos habían matado a los tres primeros judíos con quienes habían tropezado, y su padre había sido el segundo. En cambio, el hijo, cuando era todavía un colegial, había sobrevivido a un pogrom de tres días realizado por los cosacos. A la mañana del tercer día, cuando las casas ardían aún, salió con media docena de chiquillos del sótano en que habían permanecido escondidos y vio a un judío de barba negra que yacía en el arroyo sobre un montón de plumas ensangrentadas; tenía una salchicha blanca metida en la boca, y un cerdo le estaba devorando un brazo.
2
Cinco meses atrás, un templado viernes de primeros de noviembre, antes de que cayesen las primeras nieves sobre el shtetl, el suegro de Yakov, un viejo pellejudo de aspecto preocupado, vestido de harapos y que parecía un amasijo de sarmientos, llegó a la casa de su yerno en una desvencijada carreta tirada por un caballo esquelético. Se sentaron en la pequeña y fría morada —destartalada desde la huida de Raisl, la esposa infiel, hacía dos meses— y bebieron juntos la última taza de té. Shmuel, hombre más que sesentón, de enmarañada barba gris, ojos acuosos y arrugada frente, hurgó en el bolsillo de su caftán y sacó medio terrón de azúcar moreno que ofreció a Yakov, quien lo rehusó con un movimiento de cabeza. El buhonero —su único bien había sido su hija; nada tenía que dar y sólo podía hacer favores, prestar servicios cuando podía— sorbió su té azucarado, mientras su yerno lo tomaba sin azúcar. Así sabía más amargo, como la existencia. El viejo, de cuando en cuando, hacía algún comentario sobre la vida, sin acusar a nadie, o formulaba alguna pregunta innocua; pero Yakov guardaba silencio o le daba breves respuestas.
Cuando su taza de té estuvo por la mitad, Shmuel suspiró y dijo:
—No hace falta ser profeta para saber que me reprochas lo de mi hija Raisl.
Tenía el rostro triste, bajo el sombrero hongo que había encontrado en un cubo de basura del pueblo vecino. Cuando sudaba, el sombrero se pegaba a su frente, pero, como era hombre religioso, no le importaba. Sus flacas manos parecían colgar de las mangas del raído y remendado caftán. Calzaba zapatos —no botas— muy grandes, dentro de los cuales bailaban sus pies.
—¿Te he dicho yo algo? Eres tú quien se reprocha haber criado a una puta.
Shmuel, sin decir palabra, sacó un sucio pañuelo azul y se echó a llorar.
—¿Y por qué, si puedo preguntarlo, te pasaste meses sin dormir con ella? ¿Puede tratarse así a una esposa?
—Más bien fueron semanas. Pero, ¿cuánto tiempo puede un hombre dormir con una mujer estéril? Me cansé de probar.
—¿Por qué no fuiste a ver al rabino cuando yo te lo pedí?
—Porque no quiero que se meta en mis asuntos, como yo no me meto en los suyos. A fin de cuentas, es un ignorante.
—La caridad no fue nunca tu fuerte —dijo el buhonero.
Yakov se levantó, iracundo.
—No me hables de caridad. ¿He tenido algo en toda mi vida? ¿He recibido algo, para poderlo dar? Prácticamente, nací huérfano: mi madre murió a los diez minutos de nacer yo, y ya sabes lo que le ocurrió a mi pobre padre. Si alguien rezó por ellos, ése fui yo, muchos años más tarde. Si esperaban a la puerta del cielo, debieron de pasar mucho frío, o tal vez estén esperando aún. Pasé toda mi miserable infancia en un sucio orfelinato, sin saber apenas lo que era la existencia. Cuando soñaba, comía, devoraba mis sueños. Supe poco de la Torah y menos del Talmud, aunque aprendí hebreo porque tengo buen oído para los idiomas. Y así pude conocer los Salmos. Me enseñaron un oficio y me hicieron practicarlo en cuanto cumplí diez años... y no es que lo lamente. Por esto puedo trabajar, llamémoslo trabajo, con mis manos, y por esto algunos me llaman «ordinario», pero lo cierto es que pocos saben lo que es la ordinariez. Muchos que parecen distinguidos no lo son, si se les mira de cerca. A mi modo de ver, Viskover, el Nogid, es un hombre ordinario. No tiene más que rublos, y, cuando abre la boca, le parece a uno que los oye sonar. Yo estudié varias materias por mi propia cuenta; incluso antes de ingresar en el Ejército, aprendí a hablar correctamente el ruso, mucho mejor que como lo hablan los campesinos. Lo poco que sé, lo aprendí yo solo: Historia y Geografía, un poco de ciencia, de aritmética, y un par de libros de Spinoza. No es mucho, pero sí mejor que nada.