Robert Charles Wilson
Mysterium
Traducción: Isabel Merino Bodes
Sinopsis
Una mañana de junio, un extraño accidente en el laboratorio de investigaciones físicas de la localidad hace que el pequeño pueblo de Two Rivers, Michigan, desaparezca de la faz de la tierra para reaparecer en un remedo levemente anacrónico de nuestro mundo. Los nuevos Estados Unidos no son más que un reflejo imperfecto y poco halagüeño: un país totalitario y ultraortodoxo en materia religiosa... un país en guerra con gran parte de la humanidad.
La milagrosa aparición de Two Rivers y sus habitantes en este nuevo mundo pone en un embarazoso entredicho sus cimientos y eso es algo que la jerarquía religiosa no está dispuesta a permitir. Los habitantes de Two Kivers se ven abocados a la asimilación de su modo de vida, a renunciar a su pasado... o a algo aún peor.
Robert Charles Wilson, ganador de varios premios en su trayectoria profesional, y nominado al Hugo por Darwinia (publicado en esta misma colección como número 2), es uno de los autores más prometedores de la nueva generación de autores norteamericanos.
1º del Premio Philip K. Dick
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Título original: Mysterium
Directores de colección: Paris Álvarez y Juan Carlos Poujade
Diseño de colección: Alonso Esteban y Dinamic Duo
Ilustración de cubierta: © Jaime González García
Directores editoriales: Juan Carlos Poujade y Miguel Ángel Álvarez
Filmación: Autopublish
Impresión: Graficinco, S.A
Impreso en España
Colección Solaris Ficción n° 12
Publicado por La Factoría de Ideas, C/Pico Mulhacén, 24.
Pol. Industrial “El Alquitón”. 28500 Arganda del Rey. Madrid.
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Derechos exclusivos de la edición en español: © 2001, La Factoría de Ideas
Primera edición
© 1994, Robert Charles Wilson
ISBN: 978-84-8421-431-1
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Para Jo
Mundos Paralelos
Antes
REPÚBLICA DE TURQUÍA, 1989
En una llanura seca del interior, bajo un cielo del color de un ágata, un puñado de estadounidenses raspaban los escombros de una antigua construcción de arcilla.
Los estadounidenses, sobre todo universitarios de prácticas para conseguir sus licenciaturas y unos pocos espíritus tutelares en forma de miembros de la facultad, habían llegado hacía tres semanas. Se habían trasladado desde Ankara en Land Rover, apartándose del río Kizil Irmak y adentrándose en el corazón de la seca meseta central, donde un poblado neolítico de Anatolia llevaba aletargado casi nueve mil años. Habían erigido sus tiendas y aseos portátiles a la sombra de una colina rocosa, y con el fresco de la mañana incordiaban el suelo con cepillos de alambre y escobillas.
El lugar era antiguo, pero pequeño y no muy productivo. Un estudiante llamado William Delmonico estaba picando en una cuadrícula que sólo había producido unas pocas piedras desconchadas, el equivalente prehistórico de la colilla de cigarrillo, cuando descubrió lo que parecía un fragmento de jade pulido; una sustancia anómala, y sumamente más interesante que los pedernales que ya había catalogado.
No obstante, el fragmento de jade estaba bien incrustado en el terreno pedregoso, y por mucho que lo cepillara no saldría. Delmonico avisó a su tutor, un profesor titular de arqueología, quien agradeció esta tregua en lo que había empezado a parecer un verano desperdiciado de trabajo de campo infructuoso y repetitivo. El trozo de cristal de Delmonico (sin duda no era jade, aunque la similitud era notable) al menos representaba un desafío intelectual. Asignó dos excavadores expertos a la cuadrícula pero concedió a Delmonico su parte de ilusión. Delmonico, un larguirucho de veintiún años con el rostro brillante por el sudor, revoloteó por el lugar.
Tres días después se había descubierto un espato dentado de materia verde claro del tamaño de la tabla de una mesa... y aún seguía incrustado en la tierra.
Era extraño. Lo más peculiar era que parecía que tendrían que llamar a un experto en materiales para identificar aquella sustancia. No era jade, ni cristal, ni cerámica de ninguna clase. Retenía su calor mucho después del crepúsculo; y eso que las noches a menudo eran brutalmente frías en aquella elevada llanura árida. Y tenía un aspecto extraño. Engañoso para la vista. Escurridizo. Desde cierta distancia, casi parecía que encogía; que desaparecía en un punto de arena y aire, si te ponías a unos cuantos metros de la excavación.
El cuarto día tras su descubrimiento Delmonico tuvo que guardar cama, vomitando cada veinte o treinta minutos en un frasco hermético de dos litros mientras una tormenta de viento golpeaba la lona de su tienda y convertía el aire en caliza. Todo el mundo dijo que había cogido una gripe. O disentería común... no sería el primero. Delmonico aceptó aquel diagnóstico y se resignó a él.
Después aparecieron las úlceras en sus manos. La piel de sus dedos se ennegrecía y pelaba, y las vendas que aplicaba amarilleaban con la supuración. Apareció sangre en las heces.
Su supervisor de la facultad lo llevó a Ankara, donde un médico de urgencias llamado Celal diagnosticó envenenamiento radiactivo. Celal presentó un informe a su superior; su superior avisó al Ministerio de Salud Pública. Teniendo en cuenta todo aquello, al doctor no le sorprendió que una escolta militar se llevara de la sala al joven y delirante estadounidense por la noche. Era un misterio, pensó Celal. Pero siempre había misterios. El mundo era un misterio.
Delmonico murió en una sala cerrada de un complejo médico de las Fuerzas Aéreas estadounidenses. A sus compañeros de la excavación se les puso en cuarentena por separado. Los dos licenciados que habían trabajado en el fragmento de jade vivieron otro día y medio antes de morir con una hora de diferencia.
El resto de la expedición fue atendida y dada de alta. Se pidió a cada uno que firmara un papel reconociendo que los acontecimientos que habían contemplado eran clasificados y que divulgar dichos acontecimientos a cualquier persona por cualquier motivo se castigaría de acuerdo con el Acta de Secretos Oficiales. Afectados y sin poder entender lo que había sucedido, los catorce estadounidenses supervivientes accedieron a firmar.
Sólo uno faltó a su juramento. Siete años después de la muerte de William Delmonico, Werner Holden, antiguamente licenciado con la especialidad de arqueología y posteriormente vendedor de repuestos de automóviles en Portland, Oregón, confesó a un investigador profesional del fenómeno OVNI que había presenciado la recuperación de una parte del casco de un platillo volante de una excavación arqueológica en el centro de Turquía. El investigador OVNI escuchó pacientemente la historia de Holden y prometió comprobarla. Lo que no dijo a Holden fue que el asunto de los fragmentos de OVNIs estrellados ya no estaba de moda... Su audiencia esperaba algo más profundo: abducciones, metafísica. Un año después, el relato de Holden apareció en el libro del investigador como nota a pie de página. Como consecuencia de ello no se emprendió ninguna acción legal. Holden murió de un linfoma galopante en enero de 1998.