Robert J. Sawyer
Factor de Humanidad
What is mind? No matter.
What is matter? Never mind
—Thomas Hewitt Key(1799–1875)Clásico inglés
PARA ASBED BEDROSSIAN
… que lleva viviendo lejos de Toronto diez veces más que el tiempo que pasó aquí… y sigue siendo uno de mis mejores amigos. ¡Gracias a Dios por el correo electrónico!
Mi más sincero agradecimiento a mi agente, Ralph Vicinanza, y su socio Christopher Lotts; mi editor en Tor, David G. Hartwell; Joy Chamberlain y Jane Johnson de HarperCollins UK; Rudy Rucker; Tad Dembinski; Tom Doherty, Andy LeCount, Jim Minz, y Linda Quinton de Tor; y Robert Howard y Suzanne Hallsworth de H. B. Fenn.
Gracias especiales al artista de Ottawa Larry Stewart, quien amablemente proporcionó los bocetos.
Muchas gracias a aquellos que leyeron y comentaron el manuscrito en parte o en su totalidad: Ted Bleaney, Linda C. Carson, Merle Casci, David Livingstone Clink, Martin Crumpton, James Alan Gardner, Terence M. Green, Tom McGee, Howard Miller, Ariel Reich, Alan B. Sawyer, Edo van Belkom, y sobre todo mi encantadora esposa, Carolyn Clink.s
Hacía casi diez años que llegaban los mensajes del espacio. La recepción de una nueva página de datos comenzaba cada treinta horas y cincuenta y un minutos, un intervalo que supuestamente era la duración del día en el mundo original de los remitentes. Hasta el momento, se habían recogido 2.841 mensajes.
La Tierra no había contestado nunca a ninguna de las transmisiones. La Declaración de Principios Referidos a las Actividades a Seguir tras la Detección de Inteligencia Extraterrestre, adoptada por la Unión Astronómica Internacional en 1989, decía: “No debe enviarse ninguna respuesta a señales u otras pruebas de inteligencia extraterrestre hasta que hayan tenido lugar las adecuadas rondas de consultas internacionales”. Siendo ciento cincuenta y siete los países miembros de las Naciones Unidas, el proceso iba para largo.
No había ninguna duda de la dirección de donde procedían las señales: ascensión derecha 14 grados, 39 minutos, 36 segundos; declinación menos 60 grados, 50,0 minutos. Y los estudios paralácticos revelaban la distancia: 1,34 parsecs de la Tierra. Los alienígenas que enviaban los mensajes vivían al parecer en un planeta que orbitaba la estrella Alfa Centauri A, la estrella que más se parecía a nuestro sol.
Las primeras once páginas de datos se habían descifrado con facilidad: eran sencillas representaciones gráficas de principios físicos y matemáticos, además de las fórmulas químicas de dos sustancias aparentemente benignas.
Pero aunque los mensajes eran de domino público, nadie había sido capaz, en ninguna parte, de encontrar sentido a las imágenes decodificadas posteriormente…
Heather Davis tomó un sorbo de café y miró el reloj de bronce que tenía sobre la repisa de la chimenea. Rebeca, su hija de diecinueve años, había dicho que estaría allí a las ocho de la tarde, y ya casi eran las ocho y veinte.
Sin duda, Becky sabía lo embarazoso que era aquello. Había dicho que quería reunirse con sus padres… con los dos al mismo tiempo. El hecho de que Heather Davis y Kyle Graves llevaran casi un año separados no entraba en la ecuación. Podían haberse reunido en un restaurante cualquiera, pero no, Heather había ofrecido la casa… la misma casa en la que ella y Kyle habían criado a Becky y a Mary, su hermana mayor, la casa de la que Kyle se había marchado el pasado agosto. Ahora, sin embargo, cuando el silencio entre ella y Kyle se extendió durante otro minuto más, lamentaba su espontánea oferta.
Aunque Heather no veía a Becky desde hacía casi cuatro meses, creía tener una ligera idea de lo que Becky quería decir. Cuando hablaban por teléfono, Becky a menudo mencionaba a Zack, su novio. Sin duda estaba a punto de anunciar el compromiso.
Naturalmente, Heather deseaba que su hija esperase unos cuantos años más. Pero claro, no era lo mismo que ir a la universidad. Becky trabajaba en una tienda de ropas en Spadina. Heather y Kyle impartían clases en la Universidad de Toronto; ella de psicología, él de informática. Resultaba doloroso que Becky no tuviera una educación superior. De hecho, según el convenio de la Facultad, sus hijos tenían derecho a matricularse gratis en la Universidad de Toronto. Al menos Mary se había aprovechado de eso durante un año antes de…
No.
No, éste era un momento de celebración. ¡Becky iba a casarse! Eso era lo que importaba hoy.
Se preguntó cómo se habría declarado Zack… o si había sido Becky quien habría abordado el tema. Heather recordaba claramente lo que le había dicho Kyle al declararse hacía veintiún años, en 1966. Le cogió la mano, la agarró con fuerza y dijo:
—Te quiero, y quiero pasarme el resto de la vida conociéndote.
Heather estaba sentada en un sillón tapizado; Kyle lo hacía en el sofá a juego. Había traído consigo su datapad y leía algo. Conociendo a Kyle, probablemente era una novela de espías; para él, lo bueno que había tenido que Irán se alzara a la categoría de superpotencia fue la revitalización de las novelas de espionaje.
Sobre la pared beige tras Kyle había una fotoimpresión enmarcada que pertenecía a Heather. Estaba compuesta por una estructura aparentemente caótica de cuadrados blancos y negros: la representación de uno de los mensajes de radio extraterrestres.
Becky se había marchado de casa nueve meses atrás, poco después de terminar el instituto. Heather esperaba que se quedara algún tiempo: la única persona en la enorme y vacía casa en las afueras, ahora que Kyle y Mary ya no estaban.
Al principio, Becky venía con frecuencia de visita. Según Kyle, también había visto a menudo a su padre. Pero pronto los intervalos entre visitas se hicieron cada vez mayores… y entonces dejó de venir.
Al parecer, Kyle había advertido que Heather lo estaba mirando. Apartó la mirada del datapad y le ofreció una débil sonrisa.
—No te preocupes, cariño. Seguro que vendrá.
Cariño. Llevaban once meses sin vivir como marido y mujer, pero los tratamientos automáticos de dos décadas tardan en desaparecer.
Finalmente, poco después de las ocho y media, sonó el timbre. Heather y Kyle intercambiaron una mirada. Por supuesto, la huella del pulgar de Becky seguía operando la cerradura y, por cierto, también la de Kyle. Nadie más vendría de visita tan tarde; tenía que ser Becky. Heather suspiró. El hecho de que Becky no entrara por su cuenta aumentó sus temores: su hija ya no consideraba que esta casa fuera su hogar.
Heather se levantó y cruzó el salón. Llevaba puesto un vestido, algo que normalmente no utilizaba en casa, pero quería demostrarle a Becky que su visita era una ocasión especial. Y al pasar ante el espejo del vestíbulo advirtió el diseño azul de flores del vestido, y se dio cuenta de que también ella estaba actuando como lo hacía Becky, tratando la llegada de su hija como una visita de alguien a quien había que impresionar.
Heather completó el viaje hasta la puerta, se llevó las manos al pelo oscuro para asegurarse de que todo estaba en orden, y entonces giró el pomo.
Becky se encontraba en el umbral. Tenía una cara delgada, pómulos altos, ojos marrones y pelo castaño que le llegaba hasta los hombros. Junto a ella se encontraba su novio, Zack, todo miembros lacios y pelo rubio revuelvo.
—Hola, querida —le dijo Heather a su hija, y luego le sonrió al joven, a quien apenas conocía—. Hola, Zack.
Becky entró. Heather pensó que su hija tal vez se detendría lo suficiente para besarla, pero no lo hizo. Zack siguió a Becky al recibidor, y los tres llegaron hasta el salón, donde Kyle seguía sentado en el sofá.
—Hola, Calabacita —dijo Kyle, alzando la vista—. Hola, Zack.
Su hija ni siquiera lo miró. Su mano encontró la de Zack, y entrelazaron los dedos.