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Robert Wilson - Darwinia

Aquí puedes leer online Robert Wilson - Darwinia texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Ciudad: Madrid, Año: 2000, Editor: La Factoría de Ideas, Género: Ciencia ficción. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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  • Libro:
    Darwinia
  • Autor:
  • Editor:
    La Factoría de Ideas
  • Genre:
  • Año:
    2000
  • Ciudad:
    Madrid
  • ISBN:
    978-84-8421-981-1
  • Índice:
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Darwinia: resumen, descripción y anotación

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En el año 1912, por un motivo desconocido, Europa es reemplazada por un nuevo continente poblado por una flora y fauna completamente diferentes a las conocidas en el planeta (en una sola palabra, bizarras). Dicho suceso se le conoce desde entonces como El Milagro y el continente recibe el sugestivo nombre de Darwinia. Obviamente los hechos históricos que todos conocemos cambian y empiezan a desarrollarse de otra forma. Así, a nadie le extrañará que aparezca un inminente conflicto entre los emergentes EE.UU. y las colonias europeas de ultramar por la propiedad de las nuevas tierras vírgenes. En este contexto se desarrolla una expedición americana al nuevo mundo y en ella participa Guilford Law, un joven fotógrafo a través del cual se nos presenta Darwinia en toda su brillante extrañeza. Robert Charles Wilson, ganador del Premio Philip K. Dick y nominado al Premio Hugo por Darwinia, es uno de los autores más prometedores, y de los que más se espera, de la nueva, de la nueva generación de escritores norteamericanos.

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Robert Charles Wilson

Darwinia

A PNH y TNH, por su paciencia y sus buenos consejos; a Shawna, por creer en mi trabajo; y a los conspiradores no encausados en todas partes (ya sabéis quiénes sois).

Prólogo

1912: Marzo

Guilford Law cumplió los catorce el día que cambió el mundo.

Fue la divisoria de aguas del tiempo histórico, la noche que separó todo lo que siguió de todo lo que había ocurrido antes, pero antes no había habido nada, solo su nacimiento. Fue un sábado de marzo, frío, bajo un cielo sin nubes tan profundo como un estanque en invierno. Pasó la tarde haciendo rodar los aros con su hermano mayor, exhalando jirones de vapor al frío aire.

Su madre sirvió cerdo y alubias para cenar, la comida preferida de Guilford. La cacerola había hervido lentamente durante todo el día en el fuego y había llenado la cocina con el dulce incienso del jengibre y las melazas. Había habido un regalo de cumpleaños: un libro encuadernado con las hojas en blanco donde poder dibujar. Y un suéter nuevo, azul marino, de adulto.

Guilford había nacido en 1898; casi con el siglo. Era el pequeño de tres hermanos. Más que su hermano, más que su hermana, Guilford pertenecía a lo que sus padres llamaban todavía «el nuevo siglo», pero no le resultaba nuevo. Había vivido en él casi toda su vida. Sabía cómo funcionaba la electricidad. Incluso comprendía la radio. Era una persona del siglo XX, desdeñosa en privado del polvoriento pasado, del pasado de la luz de gas y de las bolas de naftalina. En las raras ocasiones en que Guilford tenía dinero en el bolsillo compraba un ejemplar de Modern Electrics y lo leía hasta que las páginas se desprendían del lomo.

La familia vivía en una casa modesta en la ciudad de Boston. Su padre era tipógrafo. Su abuelo, que vivía en la habitación de arriba junto a la escalera del ático, había luchado en la Guerra Civil con el 13° de Massachusetts. La madre de Guilford cocinaba, limpiaba, llevaba el presupuesto de la casa y cultivaba tomates y judías en el pequeño huerto de la parte de atrás de la casa. Su hermano, decía todo el mundo, sería un día médico o abogado. Su hermana era delgada y tranquila y leía novelas de Robert Chambers, cosa que su padre desaprobaba.

Había pasado ya la hora de irse a dormir para Guilford cuando el cielo se puso muy brillante, pero le habían dejado estar levantado hasta más tarde como parte del talante general de indulgencia, o simplemente porque ahora ya era mayor. Guilford no comprendió lo que ocurría cuando su hermano llamó a todo el mundo a la ventana, y cuando todos salieron corriendo por la puerta de la cocina, incluido su abuelo, para quedarse mirando al cielo nocturno, creyó al principio que toda aquella excitación tenía algo que ver con su cumpleaños. Supo que la idea estaba equivocada, pero era tan concisa. Su cumpleaños. Las láminas de luz arco iris encima de su casa. Todo el cielo oriental iluminado. Quizás ardía algo, pensó. Algo muy lejos en el mar.

—Es como la aurora —dijo su madre, con voz ronca e incierta.

Era una aurora que rielaba como una cortina agitada por un ligero viento y arrojaba sutiles sombras sobre la encalada verja y el pardo huerto invernal. El gran muro de luz, ahora verde como una botella de vidrio, ahora azul como el mar vespertino, no emitía el menor sonido. Era tan silencioso como lo había sido el cometa Halley dos años antes.

Su madre debió de pensar también en el cometa, porque dijo lo mismo que había dicho entonces:

—Parece como el fin del mundo…

¿Por qué dijo eso? ¿Por qué se retorció las manos y escudó sus ojos? Guilford, secretamente encantado, no pensó que fuera el fin del mundo. Su corazón latía como un reloj, contando su tiempo secreto. Quizás fuera el principio de algo. No el final de un mundo sino el comienzo de un nuevo mundo. Como el cambio de siglo, pensó.

Guilford no temía lo que era nuevo. El cielo no le asustaba. Creía en la ciencia, que (según las revistas) estaba desvelando todos los misterios de la naturaleza, erosionando la antigua ignorancia de la humanidad con sus pacientes y persistentes preguntas. Guilford creía saber qué era la ciencia. No era más que curiosidad…, templada por la humildad, disciplinada por la paciencia.

La ciencia significaba mirar…, una forma especial de mirar. Mirar con una atención especial a las cosas que no comprendías. Mirar a las estrellas, digamos, y no tenerles miedo, no adorarlas, sino simplemente hacerte preguntas, descubrir la pregunta que abrirá la puerta a la siguiente pregunta y a la pregunta que hay detrás de esa.

Sin ningún miedo, Guilford se sentó en los desgastados escalones de la parte de atrás de la casa mientras los otros volvían dentro para apiñarse en el salón. Durante un momento se sintió feliz solo, caliente en su nuevo suéter, con el vapor de su aliento ascendiendo hacia la inmóvil radiación del cielo.

Más tarde —en los meses, los años, el siglo que siguió— se trazarían incontables analogías. El Diluvio, Armagedón, la extinción de los dinosaurios. Pero el acontecimiento en sí, su terrible conocimiento y la difusión de ese conocimiento a través de lo que quedaba de mundo humano, carecían de paralelo o de precedente.

En 1877 el astrónomo Giovanni Schiaparelli había cartografiado los canales de Marte. Durante las décadas siguientes sus mapas fueron duplicados y pulidos y aceptados como un hecho, hasta que mejores lentes demostraron que los canales eran una ilusión, a menos que el propio Marte hubiera cambiado desde entonces: cosa difícilmente impensable, a la luz de lo que le ocurrió a la Tierra. Quizás algo se había entretejido por el sistema solar como un hilo nacido de un soplo de aire, algo efímero pero impensablemente inmenso, que había tocado los fríos mundos del sistema solar exterior; moviéndose a través de rocas, hielos, mantos helados, geologías sin vida. Cambiando lo que tocaba. Avanzando hacia la Tierra.

El cielo había estado lleno de signos y presagios. En 1907, la bola de fuego de Tunguska. En 1910, el cometa Halley. Algunos, como la madre de Guilford Law, creyeron que era el fin del mundo. Incluso entonces.

Aquella noche de marzo el cielo fue más brillante en las extensiones nordorientales del océano Atlántico de lo que lo había sido durante la visita del cometa. Durante horas, el horizonte llameó con luz azul y violeta. La luz, dijeron los testigos, era como un muro. Caía del cénit. Dividía las aguas.

Era visible desde Jartum (pero en el cielo septentrional) y desde Tokio (débilmente, hacia el oeste).

Desde Berlín, París, Londres, todas las capitales de Europa, la ondulante luz abarcaba toda la extensión del cielo. Cientos de miles de espectadores se reunían en las calles, incapaces de dormir bajo la fría fluorescencia. Los informes fluyeron a Nueva York hasta catorce minutos antes de la medianoche.

A las 11:46, Hora del Este, el cable transatlántico quedó repentina e inexplicablemente silencioso.

Era la época de los barcos fabulosos: los transatlánticos de la Great White Fleet, la Cunard y la White Star; el Teutonic, el Mauretania, monstruosidades del imperio.

Era también el alba de la época de Marconi y de la radio. El silencio del cable del Atlántico podía haberse explicado por toda una variedad de simples catástrofes. El silencio de las estaciones de radio europeas era mucho más ominoso.

Los radiooperadores lanzaron mensajes y preguntas a través del frío y plácido Atlántico Norte. No había CQD ni la nueva señal de socorro, SOS, ningún drama de un barco hundiéndose, pero algunos buques permanecían misteriosamente en silencio, entre ellos el Olympic de la White Star y el Kronprinzzessen Cecilie de la Hamburg-American, buques insignia en los cuales, momentos antes, los ricos de una docena de naciones se habían arracimado en las barandillas cubiertas de escarcha para ver el fenómeno que arrojaba un reflejo tan chillón sobre la oscura y cristalina superficie invernal del mar.

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