Toni Bacon - La Geografía del Tiempo
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- Libro:La Geografía del Tiempo
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- Año:2015
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La Geografía del Tiempo: resumen, descripción y anotación
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Todo comenzó un día de verano cuando tomé el camino de vuelta a la playa. Este camino descendía desde el pueblo de casitas blancas que parecía colgado en la montaña hasta los apartamentos de veraneantes situados cerca del mar. Era casi medianoche cuando emprendí mi vuelta a casa. La noche estaba iluminada por una luna casi llena que dejaba reflejos blancos en los contornos de los árboles del camino. Al cruzar el collado de la Mora, comenzó a correr una suave brisa cargada de aromas marinos que aventuraban la proximidad de la playa. No sé si fue esto lo que me hizo apartar la mirada del camino, pero algo llamó mi atención en la antigua ermita abandonada. Era una construcción de piedra que mantenía en pie las paredes exteriores, pero parte del tejado se había venido abajo al quebrarse algunas vigas de madera de la cubierta. El caso es que parecía destacar del entorno como si estuviese iluminada por un foco dentro de un escenario de teatro. La luz de la luna no bastaba para crear esa atmósfera de ensueño que envolvía las piedras de la ermita, haciéndola destacar de los árboles colindantes como si de una vedette de un musical de Broadway se tratase. La curiosidad pudo más que la prudencia y me hizo desviarme del camino de la costa y adentrarme en el que conducía a la ermita. Observé que el camino rodeaba el edificio antes de llegar a la puerta principal. Al tomar la primera curva pude ver la causa del efecto singular de luz que manaba de esas viejas piedras. Era producido por los faros de un coche que dirigían su torrente de luz hacia las paredes del muro posterior que, siendo observado desde la parte contraria de la construcción, daba la impresión que recibí desde el camino de la playa. Al ver que no estaba solo, consideré oportuno apartarme ligeramente del camino para confundirme con la vegetación en caso de que fuese preciso. Estaba ya próximo al coche cuando se abrió la puerta de la ermita y salieron dos personas. Retrocedí rápidamente hacia unos árboles para esconderme y pude ver que eran una chica joven, de unos dieciséis años y un hombre de pelo blanco próximo a los cincuenta. La chica llevaba una bolsa deportiva que parecía pesar lo suyo, y el hombre un maletín de piel oscura de tipo ejecutivo. Montaron en el coche y poco tiempo después de ponerlo en marcha se detuvieron al enfilar el camino, muy próximos a donde yo me encontraba escondido. Estuve tentado de salir corriendo, pero algo me hizo intuir que esta parada no tenía nada que ver conmigo. El hombre descendió del coche rápidamente y volvió a entrar en la ermita. Pasaron unos minutos y salió con una carpeta en el brazo de la que vi caer algo sin que él se diese cuenta. Volvió a montar en el coche y emprendió su marcha rápidamente, levantando una polvareda en el camino que me envolvió en una neblina de tierra durante unos segundos. Salí de mi escondrijo y fui directamente al lugar donde vi caer algo de la carpeta. Costaba ver los detalles del suelo sin luz artificial pero más difícil hubiera sido sin la inestimable ayuda de la luna. Estuve tanteando un par de minutos hasta que toqué algo parecido a unas fotografías. Eran dos, una más pequeña en la que se apreciaban unas personas que no pude distinguir y otra de un paisaje. Decidí guardarlas en el bolsillo y partir hacia mi apartamento de la playa para revisarlas en mejores condiciones.
Antes de continuar, me gustaría contar algo más sobre mí que permita poner en contexto esta historia. Desde pequeño, comencé a venir de vacaciones en compañía de mis padres y hermanos a este pueblo marinero de la costa levantina. El pueblo tiene una especial relación con otro muy próximo que se encuentra como colgado de la montaña del Tafil que da relieve a esta zona de la costa. Cuando venía con mis padres, nos quedábamos en casa de unos familiares que vivían en el pueblo de la montaña. Ellos nos acercaban a la playa en coche los días que podían. Cuando no era así, cogíamos las bicicletas y descendíamos por el camino de la costa hasta la playa en un trayecto que no superaba el cuarto de hora. Al menos en la bajada, que en la subida bien podíamos tardar el doble o algo más. En la mayoría de las ocasiones, junto a mis hermanos y padres, también se apuntaban unos primos pequeños que vivían en el pueblo. Bueno, decir pequeños es decir mucho ya que uno de ellos tendría un par de años menos que yo y el otro cuatro menos que su hermano. Se trataba de Toni, el mayor, y Felisín. Yo estaba al borde de la adolescencia y aún no era capaz de imaginar las turbulencias que iba a vivir en aquella etapa de mi vida. Lo cierto es que lo pasábamos muy bien yendo al cine de verano, jugando en un pinar próximo a la casa del pueblo o en la playa. Es curioso, pero aún recuerdo los extraordinarios “ poderes ” de Felisín dentro del agua. Era capaz de entrar en el mar con la mirada fija al frente hasta sumergirse por completo sin cambiar el aspecto serio de su cara, y después, al cabo de nada menos que cinco minutos, salía con idéntico semblante de las profundidades marinas. Todos intentábamos repetir aquella hazaña, pero era imposible para nosotros. Al ir introduciendo parte del cuerpo en el agua, se producía un efecto de flotación que nos impedía seguir andando sobre el suelo marino. Esto era tanto más apreciable cuanto mayor era la parte del cuerpo sumergida. Recuerdo que en el colegio, los profesores de ciencias tenían un nombre para esta experiencia, le llamaban el principio de Arquímedes. El caso es que nos era imposible no flotar en el agua, y suponiendo que lo hubiésemos conseguido, ¿quién aguanta cinco minutos sin respirar?. Nadie, sólo Felisín era capaz de aquello y, siendo el menor de todos, era uno de los más respetados del grupo por sus “ poderes ”.
Toni siempre quería competir con mi hermano y conmigo en todos los desafíos que nos proponíamos. Ya fuese en carreras de velocidad como con la bicicleta o jugando a las canicas, nadie quería ser el último, y desgraciadamente ese era el puesto reservado a Toni en la mayoría de los casos. No lo llevaba mal, asumía que nosotros éramos mayores que él y teníamos ciertas capacidades más desarrolladas por ese motivo. Seguro que en su barrio de Madrid ganaría en los mismos desafíos a muchos amigos de su edad.
Estos recuerdos no serían más que pura anécdota si no fuese por la aparición de Linda en mi vida. Ella vivía en el pueblo, y tenía mi misma edad. Su padre poseía una fábrica de muebles y era un hombre adinerado muy influyente en la comunidad. Su nombre, poco común en aquella época, hacía mérito a la incipiente belleza que acrecentaría la adolescencia y más tarde la juventud. Cuando la vi por primera vez supe que estábamos predestinados. Ella no pertenecía a nuestra pandilla, pero Toni la conocía y le pedí que me la presentase. Como era de esperar, el primer contacto fue un poco frustrante. Los nervios me jugaban malas pasadas, añadiendo cierto pegamento a las palabras que brotaban de mi boca en su presencia. No era capaz de articular las palabras que quería decir y tampoco podía decirlas en el orden lógico que requerían para su correcto entendimiento. Esto provocaba risas en los presentes. En todos menos en Linda, que intuía que ella era la causa de este desaguisado en mi oratoria.
Un día, a la vuelta del cine de verano, no sé cómo ocurrió, pero nos quedamos solos Linda y yo. Al principio todo fue silencio, un silencio que rompieron las campanadas de la medianoche. El sonido de las campanas relajó la tensión que las circunstancias habían acumulado en mi interior y comenzaron a surgir las palabras de mi boca sin problemas. Le propuse que nos sentásemos en un banco de la plaza de la iglesia y ella aceptó. Comencé a hablar de la película que habíamos visto. Era una de aquellas películas de kárate en la que se repartían patadas y codazos a diestro y siniestro sin orden ni concierto. Aquellas películas provocaban en los chavales un ascenso al estado de semidioses y nos veíamos capaces de casi todo a la salida del cine. La pena es que el efecto duraba lo que tardabas en recibir un puntapié o un puñetazo de alguno de los demás miembros de aquel Olimpo efímero de infantes. Caías en la cuenta de que los golpes provocaban dolor y las cosas eran muy distintas de lo que parecían en la película. Le comenté estos pensamientos a Linda y le hicieron reír. Aquello me dio confianza y a partir de aquél momento mis pensamientos fluyeron a través de mis palabras en total armonía. Hablamos de las cosas que nos gustaban, de nuestras inquietudes, de nuestras dudas de cara al futuro. Descubrimos que teníamos puntos de vista muy parecidos en casi todo. Recuerdo que el tiempo se nos pasó sin darnos cuenta y los padres de Linda tuvieron que enviar a su hermano a buscarla. Nos sorprendió sentados en el banco de la plaza de la iglesia absortos en un mundo de anhelos y fantasías cuando el reloj de la iglesia marcaba las dos de la mañana, hora nada habitual para nosotros. Téngase en cuenta que todavía no habíamos cumplido los catorce años.
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