LAS HUELLAS SUAVES DEL CORAZÓN
PREFACIO
Esta colección de cuentos es un homenaje al género femenino, a toda su fuerza silenciosa.
Contiene cinco historias, cinco retratos de mujeres, que tienen un denominador común: el amor, en cualquier aspecto y la forma que adopte.
No es sorprendente que las direcciones de la colección, incluya temas incómodos y de actualidad: la discapacidad y la marginación, el abuso de drogas y la mala atención de la salud.
El tema de fondo sigue siendo el sentimiento, vivido al "femenino ", libre de cualquier componente egoísta y una rara dedicación; que se dirige a un hombre, a un niño, a un ideal de justicia no importa, siempre y cuando verdaderamente puro.
Tengo la esperanza que a través de la lectura de estas páginas, puedan encariñarse un poco a las protagonistas, diferentes unas de las otras en edad, profesión, clase social: Catalina, Sara, Eva, Alicia y Angelita. Dispersos aquí y allá, en la colección, ustedes encontraràn elementos autobiográficos, como a menudo, es inevitable que suceda. Las historias fueron escritas en diferentes tiempos, a raíz de diferentes emociones, pero, sin embargo, siempre fuertes y sinceras. Algunos son totalmente ficticios, otros son el resultado de una mezcla de realidad e imaginación. No es importante saber cuáles son. En cada uno de los personajes femeninos he dejado algo de mí, como a menudo es inevitable que suceda al escribir.
Les obsequio de corazón estas historias, para que la lean con el corazón.
DAISY
C A T A L I N A
(Detesto las historias trivialmente predecibles, como aquellos que las viven)
El aire, aquel día, era frío, aunque todavía era verano, gracias a la hora, por el tibio calor del sol que acababa de levantarse.
Catalina había sido testigo del amanecer, desde la ventana de un cuarto de su pequeño departamento, en el cual ahora vivía sola, desde un par de años. Una taza de té y cereales en la mano. El pelo revuelto después del descanso nocturno, recogidos en un moño de color del trigo, bajaban a los lados suaves en su delgado cuello. El espectáculo del amanecer, con sus primeros rayos, la había siempre fascinado. Le daba una excepcional energía: aquella que le permitía permanecer de pie, cuando cualquiera en su lugar quedaría rendido. La que le permitió nutrir pensamientos positivos, en cualquier situación. Más allá de su apariencia delgada, Catalina era fuerte. Las personas engañadas por su apariencia etérea, quedaba a menudo asombrada por su capacidad de recuperarse después de cualquier revés, luchando sin nunca ceder. Era una luchadora. También tuvo que combatir para venir al mundo y siempre esforzarse o competir por cada cosa. Pertenecía a aquella categoría de personas que nada le viene nunca regalado. En virtud de su innegable sensibilidad, vivía mucho dentro de sí, en un sitio encantado y secreto donde consintió solamente a un par de personas ingresar. Una de ellas se había ido hace dos años, sin ningún preaviso, echándola en un desaliento abismal. Una carta sin sentido en el buzón del correo. Yendose, llevó consigo sus secretos más íntimos. Yendose llevó consigo a una parte de ella.
Después de la extensión de asfalto, el ceder del terreno, el fresco sobre los brazos desnudos y sobre las piernas torneadas: un pedaleo tras otro, la mirada concentrada y fija sobre la calle, el recorrido estrecho, en equilibrio entre el eje de la calle y las depresiones que, a la mínima desatención, la habría hecho abrazar el abismo y la Nada.
El peligro, innato en aquel recorrido accidentado y estrecho, le transmitía un escalofrío intenso: un escalofrío que necesitaba para vivir. En aquellos instantes ella y su bicicleta eran una sola cosa: atadas en la lucha por la supervivencia, absolutamente amigas, innegables cómplices, lejanas del mundo. En aquella dimensión suya, Catalina por fin era dueña de su vida y de sí misma: de su cuerpo y de su alma… completamente, hasta lo más profundo de su interior. No la tocaban más el tiempo y las preocupaciones, los estúpidos compromisos, los problemas de cada día y los nuevos, el dinero que, aunque ella siguiera trabajando a ritmos cerrados, a causa de la crisis escaseaba cada vez más.
Catalina amaba el silencio de aquellos paseos en mountain-bike y, por cuanto le gustara observar a la gente, prefería más la soledad, en la cual encontraba su esencia más profunda: aquella simple y verdadera, falta de filtros, máscaras, coberturas. Se redescubría mágicamente ella misma…
Unos cuantos pedaleos y llegaría a su lugar favorito. Lo descubrió en el curso de una de sus excursiones solitarias y quedó fulgurada de ello: se trataba de un pequeño claro que hospedaba un banco de piedra, sobre el que se sentaba a menudo a observar la extensión del río qué costeaba el recorrido. Aún silencio, aún naturaleza. También el lenguaje sensible y puro de las plantas, de los minúsculos insectos que habitan aquella encantadora zona boscosa, el murmullo tenue del curso de agua, la hospitalidad inmediata y exenta de convenciones de aquellos parajes que se ofrecía generosa a sus visitantes, sedientos de paz, transeúnte de sí mismo. Aquel día Catalina sacó del marsupio color aguamarina, que tenía anudado a la vida, un pequeño bloc para anotar e inició a escribir como conducida por una mano invisible. Después de muchos años que ya no lo hacía, si no de manera discontinua. A escribir, consciente del hecho que, sin casi creerlo, de aquel preciso momento ya no habría parado de hacerlo.
Después de una decena de minutos, pasados en el ejercicio de la escritura, levantó la mirada de la hoja cuadriculada para posarla sobre el rubio Tíber que fluía frente a ella, perezosamente tranquilo. Fue así, en un relámpago de intuición, que eligió, sin titubear, el título de su cuento. Lo eligió, pensando en la canción de un conocido cantautor italiano. Lo eligió, haciendo referencia a su nombre de pila. Con la mano decidida y una sonrisa serena pintada sobre el rostro, calentado por el robusto sol de agosto, trazó ocho letras en sucesión, marcando fuerte el rasgo sobre la hoja, en letras de molde, con convicción ciega, absoluta, total: C A T E R I N A…
Escribir no es simple: quien se ha encontrado frente la pantalla blanca de un ordenador o con una hoja sin huellas de tinta lo sabe bien. Dar forma a sueños, deseos, personajes, historias, escenarios cada vez nuevos. Entrar en mundos desconocidos que respiren infinito, que anulen la percepción espacio-temporal, disolviendo límites, echando por tierra la realidad. Vivir la vida de cada personaje, enamorarse del mismo hasta el último fragmento de la propia alma, con cada neurona del propio cerebro: ser un día una mujer cautiva de su gran amor, un explorador en busca de tierras lejanas, el faquir de un circo, una estrella fugaz, la resaca del mar… tener la etérea pureza de un vuelo de gaviotas, la solidez poderosa de las raíces de una encina, la capacidad de cambiar la dirección del viento, la humildad de la tierra y su innata inclinación a dar nutrimento.
Ensuciar hojas por Catalina equivalía a querer… desde siempre. De cuando, a la edad de ocho años, compuso su pequeño poema breve. Unos versos en rápida y ritmada sucesión, dedicados a la lluvia: su bonita cara comprimida contra el vidrio de una ventana a observar el espectáculo del cielo que regalaba lágrimas desde lo alto. Catalina soñaba con hacer de ellas perlas por la diadema de una princesa o de adoquinar con ellas las calles dónde la pobre gente vivía para hacerla rica y arrancar una sonrisa a quién ya no sabe soñar. Catalina era buena o, quizás, el término más apto a ella habría sido” pura”. A la edad de su primer encuentro con la escritura no podía saberlo, pero ella quedaría así por toda la vida, a pesar de los ataques furiosos del mundo, las maldades de la gente, los reversos de la suerte. Catalina tenía una peculiaridad todo suya: en cada situación crítica, al borde del precipicio, era capaz de retroceder, despegando hacia dimensiones desconocidas, para volver luego de ellas cargada de energía y arriesgarse en aventurarse en desconocidos desafíos, en el esfuerzo de dar cuerpo a sueños siempre nuevos.
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