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Thomas - Steinway (Spanish Edition)

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Thomas Steinway (Spanish Edition)

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STEINWAY

SARAH THOMAS


Texto 2015- Sarah Thomas

Todos los derechos reservados


Para Say.

Para Ainara.


ÍNDICE

Londres, Enero 2013

Los ojos de Philippe estaban llenos de nostalgia mientras la observaba desde la distancia. Y aquella mirada era tan intensa que cualquier observador fortuito podría haber presupuesto, sin temor a equivocarse, que ese hombre estaba enamorado de la mujer que admiraba desde el otro lado del cristal. Pero había algo más que nostalgia en los ojos de Philippe. Algo que no se apreciaba con tanta facilidad. Algo que era la causa de esa extraña escena donde él sólo podía mirarla desde lejos, sin acercarse. Y ese algo sólo se podía identificar si se era conocedor de la historia que ambos compartían.

¿Por qué no se aproximaba hasta ella?, podría haberse preguntado el observador. ¿Por qué no cruzaba la puerta? ¿Qué era aquello que se lo impedía? ¿Por qué no se movía?... Frente a todas estas preguntas, Philippe permanecía inmóvil en su sitio. Sin mover un solo músculo, ni adelantar un solo paso. Aunque esa quietud sólo lo era en apariencia, por dentro su corazón le suplicaba a golpe de latidos que corriera, y le rogaba que fuera hasta esa mujer que removía su café sin dejar de mirar su reloj.

Cualquiera que hubiera observado durante más de diez minutos a Philippe, hubiera reconocido en sus ojos la desesperación de un hombre consumido. Cualquiera podía haber pensado que su voluntad no podía ser tan fuerte, que en cualquier momento escaparía de su sentido común e iría a encontrarse con la mujer rubia, de pelo corto y ojos azules del otro lado del cristal. Pero lo cierto es que la distancia entre ellos era mayor de lo que cualquiera podría haber imaginado. Era demasiado sólida para salvarla sólo en un encuentro fortuito: con un simple hola y una taza de café. No había puentes que poder cruzar hacia el pasado para rectificarlo. Philippe se lo había repetido una y otra vez hasta convencerse, y por ese motivo se resignaba a estar lo suficientemente cerca para poder mirarla sin que ella le descubriera.

El vértigo, ése era el problema de Philippe, el miedo le oprimía, le recordaba, le asustaba. Y ése y no otro era el motivo por el que el aire le parecía difícil de respirar estando tan cerca de ella. Deseaba tocarla y sus manos parecían impacientes por hacerlo. Las yemas de sus dedos palpitaban como si tuvieran su propio corazón y pudieran recordar aquel otro tiempo en que tocarla no era sólo un sueño. Sus latidos le repetían una y otra vez: «Está ahí. Está ahí… Tan cerca», mientras su mente también le gritaba a todo volumen: « ¡Camina! ¡Ve hasta ella! No la vuelvas a dejar escapar». Pero no debía escuchar esas voces. No podía hacerles caso. Ella ya era parte de un sueño antiguo que no recuperaría nunca. Ojalá pudiera, lo deseaba como ninguna otra cosa en su vida, entrar allí, sentarse frente a ella y empezar de nuevo. Pero era un imposible, siempre hubo demasiada distancia entre ellos dos. Distancia en forma de ciudades y años.

Se había resignado, hacía ya algún tiempo, a permanecer frente a ese cristal donde podía ver el reflejo de sus recuerdos. Aunque le hiciera daño el pasado, durante esos minutos que se concedía, era extrañamente menos infeliz. A veces hasta se permitía soñar. Se imaginaba a sí mismo recorriendo cada paso, hasta llegar a ella. Sentándose frente a Hannah. Mirándola a los ojos. Acariciándole suavemente el rostro con las yemas de sus dedos para saciar esa necesidad de contacto que parecía tener su piel. Pero sobre todo, podía imaginarse dejando a un lado el miedo mientras se aproximaba a la mesa en la que estaba sentada… ¿Y si pudiera ser cierto una sola vez? Tenerla una sola vez. Acariciarla una única vez… aunque luego hubiera otro adiós… Si pudiera tenerla un solo instante… un solo día, una hora… Pero ella era un sueño efímero a punto de despertar y apagarse. La quería. La seguía amando. Más de lo que había amado nunca a nadie. Y ése era el único motivo por el que volvía a aquel lugar cada año, a pesar de todo.

Flaqueó durante un segundo y sus pies sólo tuvieron tiempo de dar un solo paso hacia ella antes de que su sentido común se impusiera y le hiciera desistir. Respiró profundamente y se dijo a sí mismo que era imposible, las mismas palabras que llevaba repitiéndose los últimos quince minutos. Palabras que se habían convertido en una voz constante en su mente. No puedo hacerlo. No ahora. No después de tantos años y tantas heridas . A pesar de que pareciera la misma chica frágil que conoció años atrás, el tiempo había pasado para ambos. Aunque mirara nerviosa el reloj y él se concediera durante un instante la ilusión de pensar que le estaba esperando. Aunque tuviera miles de recuerdos que despertaran con su proximidad. No podía. No, era el momento de marcharse.

Se concedió un último minuto para memorizarla. Observó los ojos impacientes de ella escrutando la calle, la forma nerviosa en la que removía el café, y esa manera en la que saltaba en la silla cada vez que la puerta del local se abría y sonaba la campanilla.

Ya está. Eso es todo. He de irme, se dijo Philippe.

Londres, Enero 2003. Diez años antes.

El tiempo pasaba deprisa, más rápido de lo que nunca lo había hecho. A veces sucede así, los minutos se vuelven cada vez más tenues en los reflejos del vidrio. El escaparate era el mismo, pero ellos dos no lo eran. Habían cambiado mucho. El tiempo había pasado por sus vidas y les había transformado.

El sol se apagaba mientras las luces del café se prendían y su luz se proyectaba hacia la calle. En unos instantes las farolas también se encenderán, pensó él, y tendré que desaparecer. Dentro de poco… será demasiado tarde. Mientras tanto se permitía mirarla. De forma intensa y anhelante, como si fuera parte del aire que necesitaba para respirar. Una pequeña eternidad admirándola en silencio, hipnotizado por la delicadeza de sus movimientos. La forma en la que removía su café, cómo tomaba pequeños sorbos para alargarlo, cómo miraba de soslayo la puerta evitando, sin conseguirlo, no parecer inquieta e impaciente, cómo inspeccionaba la calle instintivamente cada vez que escuchaba el sonido de la campañilla. Ella le estaba esperando y él todavía dudaba. Se escondía cuando atisbaba la más mínima posibilidad de que le descubriera. Observaba sus dedos finos y estilizados, doblados, tarareando nerviosos sobre la mesa. Un amago de sonrisa apareció en los labios de Philippe pensando que quizás estuviera en lo cierto y ella hubiera recordado esa canción para así ayudar a sostener su impaciencia. Él pensó que era como si ella tocara las teclas de un piano. Uno negro en el que sonara Tristesse. Y el recuerdo de las manos de Hannah moviéndose nerviosas por la mesa le devolvió de nuevo a la melodía y respiró intensamente sin poder controlar su emoción. Las manos de ella también parecían acompañar la música que sonaba en la mente de Philippe. El ritmo cadencioso y en crescendo de sus dedos, el suave tacto del aire en sus labios entreabiertos. Reconocería siempre aquella canción en cualquier parte de su cuerpo. Sus lánguidos y perfilados dedos nerviosos sobre la mesa. Qué romántico resultaba la visión de todo aquello… pero qué lejano para él.

Ella apoyó la mejilla sobre la mano. Intentaba disimular pero se notaba claramente que llevaba la cuenta de los segundos de la manilla de su reloj. Philippe fue consciente de que se le acaba el tiempo. Se le escapaba el momento de tomar una decisión: entraba o huía. Ya no podía seguir allí observándola con la intensidad que lo hacía, mirándola fijamente como si fuera algo suyo que tuviera que cuidar. Se le había acabado el tiempo, se le había escapado entre pensamientos. Ya. Su instante de decisión se había consumido.

Con mucha dificultad se despegó del escaparate y comenzó a caminar lentamente. Se alejaba. Se marchaba. Volvió la mirada hacia atrás con nostalgia, se detuvo para verla por última vez, y luego, prosiguió su camino. Se volvió a detener como si algo le impidiera avanzar, como si alguna atadura invisible le impidiera seguir, pero en cuestión de segundos retomó de nuevo la posesión de sus pies, y sin quererlo mucho, prosiguió su camino. Debía hacerlo. Sin ir a aquel encuentro, sin darle una explicación, sin sentarse frente a ella y acariciar aquella mano con sus dedos finos que reposada sobre la mesa, sin darle la calma que necesitaba para que dejara de tararear. No. No podía hacerlo. Se intentaba convencer de que no podía hacerlo, porque si iba, si se sentaba frente a ella y la miraba a los ojos estaba seguro de que nunca podría marcharse, porque una vez en sus ojos sería incapaz de decirle adiós.

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