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Ronaldo Menéndez - Contar las huellas (Guías del escritor) (Spanish Edition)

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Ronaldo Menéndez Contar las huellas (Guías del escritor) (Spanish Edition)
  • Libro:
    Contar las huellas (Guías del escritor) (Spanish Edition)
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    ALBA EDITORIAL
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    2014
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Contar las huellas (Guías del escritor) (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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Índice de contenido Ronaldo Menéndez La Habana 1970 es autor de novelas y - photo 1

Índice de contenido

Ronaldo Menéndez (La Habana, 1970) es autor de novelas y relatos. Ha obtenido el Premio Casa de las Américas de cuento (1997) y el Premio Lengua de Trapo de Narrativa (1999). Ha publicado: Alguien se va lamiendo todo (1996), El derecho al pataleo de los ahorcados (1997), La piel de Inesa (1999), De modo que esto es la muerte (2003), Las bestias (2006), Río Quibú (2008) y Covers, en soledad y compañía (2010). En esta misma colección ha publicado Cinco golpes de genio. Técnicas fundamentales en el arte de escribir cuentos (2013). Actualmente colabora con publicaciones periódicas y dicta cursos de creación literaria. Contar las huellas Claves para narrar tu viaje Ronaldo Menéndez ALBA
Haciendo la mochila (a manera de introducción)
Legión de mochileros, trotamundos, exploradores de andar por casa y viajeros respetables con veleidades de papel y tinta, en cuanto ponen un pie fuera de sus respectivos países piensan que tienen la misión de transmitirle al mundo sus experiencias de viaje. Y te dan con un blog en la cabeza, o te acribillan con textículos en un facebook creado especialmente para la ocasión, o incluso los más osados empiezan a tener sueños de grandeza literaria. El problema es que como todo animal humano sabe hablar –más o menos– se da por sentado que escribir es solo cuestión de juntar palabras, de ponerse por la labor en plan camiseta sudada de recorrer kilómetros en aldeas de Laos o selvas de Borneo. Ya se sabe que la ignorancia se atreve a cualquier cosa, y a veces hace falta un impulso de ignorancia para despegar con una crónica o libro de viajes –lo digo sin ironía, reivindicativamente–, pero todo el personal técnico de los aeropuertos aconseja despegar con el combustible suficiente para no caerle a nadie en la cabeza. Y hacer caso de la torre de control. Y ajustarse los cinturones cuando hay turbulencias para que los cadáveres no se desparramen en caso de tragedia. Combustible cultural, amigo viajero, y torre de control para no creer que hay que relatarlo todo con lujo de aburridos detalles, y cinturones de seguridad en el buen uso de la palabra. Nuestro libro se propone decirte algunas cosas. Por ejemplo: no uses frases como «dédalo pintoresco de intrincadas callejuelas». No pienses que porque para ti el viaje ha sido muy emocionante, vamos, la repera, tiene que serlo para el lector. Has de conseguir que el lector le hinque el diente a la pera de tu viaje extrayendo un sabor más allá de lo que tú has vivido, como si él mismo estuviera viajando a través de tus líneas, o incluso decidiendo que las peras no son suficiente para una dieta balanceada. Pero no son solo los mochileros y trotamundos literarios quienes planean escribir su viaje. Hay toda una fauna, respetables personas mayores, amantes y amados por sus familiares y mascotas, que están convencidos de que su sabiduría viajera tiene que ser compartida con el resto de la humanidad. Y que contar sus maravillosas impresiones de los Templos de Angkor va a revelarle al lector los arcanos de la cultura oriental. Por favor, señoras y señores míos –o de vosotros mismos– si alguien quiere estudiar las culturas orientales lo más probable es que prefiera las bibliotecas y los tratados, o, en su otro extremo, la wikipedia . Y ya que estamos, aquí tengo un martillo para machacarle los dedos a la peor de todas las especies. Los viajescritores, es decir, los profesionales de la literatura de viajes. Te machaco los dedos, viajescritor profesional, para que no sigas machacando el quejumbroso teclado de tu ordenador y vendiéndonos legajos de caminos trillados. No tenemos la culpa de que te hayan pagado bien por algún librillo anterior, y esto te permita navegar el Mekong de punta a cabo, y en unos meses consigas publicar un «dédalo pintoresco de intrincadas callejuelas» o «un navegante al filo de lo imposible». ¿Cuál es tu delito? Deforestar. Que si vas de viajero ecológico no deberías escribir tantas páginas si no tienes algo realmente interesante entre manos, recuerda que el papel de imprenta se hace talando árboles, y sabes perfectamente que las selvas de Laos y Camboya se están quedando calvas. Por último, queda otorgarme un par de collejas a mí mismo –suavemente, tampoco hay que exagerar– que cuando empecé a escribir cositas sobre mis viajes estaba tan metido en el periodismo que padecía los vicios de la profesión: ese efectismo verbal que le encanta a los jefes de redacción, pero que, haciéndose viejo en el oficio, uno comprende que la buena literatura de viajes no se hace de titulares. Y ya que estoy hablando con lengua depilada, el problema de muchos viajescritores y periodistas es que no tienen talento. Sé que suena fatal pero tengo que mojarme, porque un escritor de viajes debe atreverse, ante todo, a llamar a las cosas por su nombre. Colegas de profesión: el talento existe, y es tan necesario como un tren para cruzar la India en condiciones auténticas. ¿Y qué cosa es el talento? Vaya usted a saber, pero… ¿Te suena tener la sensibilidad para saber que unas palabras quedan mejor al lado de otras, y que hay cosas que no se dicen de determinada manera? ¿Te resulta familiar el hecho de que la escritura opera a través de los sentidos? La escritura de viajes tiene que ver con la realidad a través de lo que puede ser visto, oído, olido, palpado, degustado; y es allí, en lo concreto, donde operan los sentidos y donde se obtienen las verdaderas revelaciones. No sé si con talento se nace –probablemente– pero sí estoy seguro de que se hace camino al andar en cuanto a talento se refiere. ¿Quiénes escriben sobre sus viajes? Perogrullamente hablando, los viajeros. Y más hoy que cualquiera puede publicar en blogs, facebook o espacio semejante, las cositas que le pasaron mientras ganduleaba a lo largo y ancho del orbe. ¿Cuál es el papel de la literatura de viajes que escriben los que se ven impulsados a decirle «verdades al mundo»? Cualquiera puede imaginarlo: el papel de esa literatura de viajes es un papel higiénico. Ciertos bienintencionados se sienten dueños de un caudal de experiencias desbordado por un monzón de «sabiduría de vida», y como no son tacaños –un viajero nunca reconoce que es tacaño, pero suele serlo– un día deciden compartir su sabiduría. Limpiarle el camino de ignorancia a los que vendrán luego. Pero lo hacen sin saber escribir. Me veo ahora en Hoi An, una localidad vietnamita donde el deportinegocio regional es hacer ropa a medida. No hay portal colonial afrancesado que no oponga al viajero biombos y maniquíes, perchas y carteles, como si se tratara de una pista de carreras con obstáculos para que uno tropiece y se anime a tomarse las medidas y hacerse alguna cosa. En medio de todo esto puedo apreciar, en terrazas de hostales, cafeterías y baretos, a los ilustres viajeros bolígrafo en mano u ordenador desplegado, escribiendo sus experiencias. Machacando teclados o emborronando cuartillas, actualizando blogs o dilapidando facebook … los veo ahí y pienso: qué maravilloso sería que toda esta gente escribiera, además de sin mala ortografea , con encanto. Con algo de maña y oficio. Consiguiendo que de verdad aprendiéramos a viajar a través de sus líneas como si fueran líneas ferroviarias, y a asomarnos a lugares remotos con la sensación de que mil palabras valen más que una imagen de National Geographic . He aquí el primer problema al que me enfrento con este libro: no existe una metodología especializada ni un conjunto de «técnicas particulares» para la literatura de viajes. Estamos ante un género versátil, flexible y a veces difuso. Y a pesar de su antigüedad –tal vez precisamente por su longeva convivencia con otros géneros literarios– establece diversas relaciones incestuosas. Escribir sobre un viaje puede enmarcarse en el ensayo, o seguir las pautas más ortodoxas de la crónica, pero también podemos «novelar» nuestro viaje, o estructurar un blog a manera de minirrelatos o comentarios a pie de foto. Leyendo libros de viaje he observado que el autor se preocupa, en primera instancia, por una sola cosa: el lugar al que ha ido. Luego están los personajes y los sucesos, pero a menudo me da la impresión de que los personajes están ahí porque no queda otro remedio: alguien tiene que vendernos un billete de tren o servirnos de guía en una selva de Laos para que no pisemos una mina, pero lo que se dice construir un personaje , es decir, darle al lector una entidad concreta, un ego literario eficaz y memorable, eso parece ser cosa de escritores, no de viajeros que escriben. Y en cuanto a la trama, es cierto que los viajescritores suelen preocuparse por narrarnos alguna peripecia, pero como muchos desatienden las pautas más básicas del género-madre de las tramas –el relato– lo que nos cuentan suele parecerse a cuando nuestra pareja empieza a contarnos lo que soñó anoche: aquello le interesa mucho a quien lo cuenta, pero nosotros no hacemos más que pensar en ese maravilloso momento en que se calle. Parafraseando a Borges: el viajescritor, che, ese «argentino» insoportable, el lector ya se ha ido y él sigue hablando. He aquí una pauta modesta y útil: literariamente hablando, es posible que el viaje en sí, no baste. ¿De qué hablamos, entonces, cuando hablamos de escribir sobre nuestro viaje? Cualquiera que sea el subgénero o formato para contarle al prójimo lo que hemos vivido, el denominador común implica dos cosas: 1) estamos transmitiendo una experiencia «real»; 2) tenemos que echar mano de herramientas literarias para transmitir eficazmente nuestra experiencia. Y aquí lo más importante es el punto 2, porque la «realidad», aunque compartida, es cosa de cada cual (y de los filósofos). … Y hablando de filósofos: lo peor que puede hacer alguien cuando pretende contarnos su viaje es ponerse filosófico. Demos un paso más, y señalemos una peligrosa procesión de prototipos de viajescritores a los que no debes unirte bajo ningún concepto. El viajescritor filosófico: una cosa es filosofar modesta y contenidamente en un par de párrafos, y otra es dárselas de sabiondo. Piensa que todo texto, para empezar, descarta e incluye lectores. Una de las vías más seguras para descartar gran número de lectores inteligentes es haciendo filosofía de bolsillo (o de mochila). Un texto de viajes no es un tratado acerca de las grandes verdades de la existencia, como mucho es una especulación acerca de pequeñas verdades relativas a lo que el viajero ha visto. Y, sobre todo, nuestro texto de viaje es una peripecia, una aventura –incluso interior– que debe «moverse». Y no hay nada más lento y aburrido que ponerse a nadar en el flato de la filosofía amateur. El viajescritor espiritual: hijo pródigo del viajescritor filósofo, el espiritual pone los ojos en blanco. Recuerdo cuando llegué a Mcleod Ganj, el pueblito indio donde vive el Dalai Lama: una estrecha y larga calle abierta como una cicatriz en el Himalaya, con coches que circulaban a velocidad homicida haciendo sonar sus cláxones hirientes. Y en medio de todo esto, una horda de viajescritores que ponían los ojos en blanco demostrando que estaban poseídos por el buen rollito del budismo. El problema es que cuando tenemos ese tipo de experiencias espirituales de andar por casa, es tan limitada su posibilidad de sugestión en los demás, que el viajero no parece un maestro yogui, sino una virgen de Murillo: cursi y poco convincente. Y esto es precisamente lo que pasa cuando queremos escribir nuestras experiencias de viaje porque «somos más sensibles y espirituales que el resto de los mortales»: terminamos siendo cursis y poco convincentes. Dame una buena crónica sobre los sufridos inmigrantes tibetanos en Mcleod Ganj y te daré mi atención de lector espiritual. El viajescritor informativo: de textos aburridamente informativos está empedrado el camino de la mala literatura de viajes. Y ya te lo digo: aquí tenemos una de las trampas más comunes, esa donde puedes caer al menor descuido. Entonces demos un rodeo: la razón de ser de la literatura de viajes, en sus orígenes –piensa en Marco Polo– es informar , dar testimonio, acercar al lector realidades remotas que de otra manera no habría siquiera imaginado. Por eso, en sus orígenes, hablamos de crónicas de viajes donde lo más importante era hacer un catálogo minucioso de «la realidad». Contarle a los demás «lo que existe», en términos de datos, aspecto, e incluso «nombrar las cosas»: el mundo de estos cronistas era tan reciente que las cosas carecían de nombre, y antes de nombrarlas había que señalarlas con el dedo . Y muchos vieron y hablaron de algunas cosas por primera vez. Esto estaba muy bien en tiempos de Miguel Strogoff, donde para llevar una noticia había que cruzar a caballo todo el reino. Pero con el desarrollo de las tecnologías del desplazamiento y de la información, con el cine, los documentales, los noticiarios e internet, tenemos acceso a muchos más datos y testimonios de los que podemos consumir. Y si somos francos, de manera «más entretenida». La información que lastra un texto como piedras un aerostato merece capítulo aparte. Por ahora quédate con este consejo: nunca sacrifiques la eficacia literaria de un texto de viajes en nombre del inventario de «datos útiles». El viajescritor anodino: contrario del informativo, no aporta nada que sea realmente útil. Y no me refiero a los datos de transporte o a decirte en qué hostal conviene quedarse para ligar con mochileras alemanas, sino a la propia experiencia como utilidad . El viajescritor anodino suele mirarse el ombligo más de lo que aconsejan el oculista y el ortopédico, y entonces nos cuenta cosas que le pasaron y que le interesan solamente a él. Hay que partir del principio de que lo que nos ha emocionado no tiene porqué emocionar al prójimo, cuyo teléfono móvil, mientras intenta leerte, no para de sonar. Es muy fácil que abandone la lectura y que no quiera retomarte después de charlar con la vecina que acaba de pedirle una pizca de sal. Pero si lo que nos ha emocionado no tiene porqué emocionar al lector, imagina entonces «aquello que ni siquiera nos ha emocionado». El síndrome del anodino parte de la falacia de que hay que contarlo todo. Y ya lo dijo Voltaire: el secreto de ser aburrido es querer decirlo todo. ¿Qué hacer, entonces, para que mi boba y ordinaria experiencia de cruce de frontera entre Camboya y Tailandia sea interesante de leer? Si no te pasó algo realmente interesante en la frontera, y no consigues darle «fuste literario» a una experiencia anodina, entonces, simplemente, no ocupes una sola página detallando tus trámites fronterizos: pasa directamente a Tailandia, elipsis mediante. Siguiendo a Paracelso: el veneno está en la dosis. Cualquier texto de viaje puede incorporar las facetas antes descritas sin que haga aguas y se hunda. El problema es cuando nos encarrilamos en líneas demasiado filosóficas, o blandamente espirituales, o tediosamente informativas, o anodinas hasta el hartazgo. Por eso te propongo que si ya has intentado escribir sobre viajes te apliques un instrumento que acabo de inventar ahora mismo. Se llama «Clichetómetro». Paso 1: observa cuánto de filosófico, espiritual, informativo o anodino hay en tu texto. Paso 2: si el porcentaje de alguno de estos parámetros excede, al tuntún, digamos el 40% con respecto a todo texto, nuestro «Clichetómetro» ha encendido su piloto rojo y estás en peligro de caer en algún cliché poco recomendable: reconsidera todo lo que has escrito. Paso 3: si te parece que el porcentaje de estos parámetros está dado en pequeñas dosis, igualmente revisa que cada parte filosófica, espiritual, informativa o anodina, sea agradable de leer y de verdadero interés para el lector. ¿Qué debes cargar en la mochila cuándo vas a emprender un viaje con intenciones de escritura? Además del Clichetómetro, hay algunos pequeños recursos que pueden apartarte del despeñadero: todo el mundo habla del famoso cuaderno para ir anotando cositas sueltas, datos, ideas y temas a tratar, e incluso fragmentos que luego pueden engrosar una escritura de mayor calibre, además de hacer que el viajero parezca alguien más interesante. Es un buen recurso: creedme, es un fastidio tener que memorizar luego todo el itinerario de nuestro recorrido con los nombres impronunciables de cada sitio, y el tiempo para reconstruirlo puede ser tan precioso que cuando acabemos ya no nos queden ganas de escribir sobre nuestro viaje. Pero solemos hacer fotos, y si nos preocupamos de sistematizar en carpetas específicas cada lugar que hemos fotografiado, al final tendremos no solo una guía orientativa, sino la base correspondiente de imágenes inspiradoras. A veces basta con mirar un par de fotos para que nos entren ganas de contar alguna cosa. Otro método que he descubierto casi por accidente es eso que puedo llamar «el interlocutor pesado y útil» (en este caso, mi madre). Tenía que escribirle casi a diario durante un viaje que duró catorce meses dándole la vuelta al mundo. Y de pronto me di cuenta que bastaba con poner en el asunto el nombre del lugar desde donde le escribía, así: «Desde la isla de Koh Rong», para generar un buen recurso. A la vuelta del viaje, al realizar una búsqueda en el buzón de correo con la dirección del destinatario (mi madre) aparecían ordenados por fechas todos los sitios en los que había estado. Y no solo eso: descubrí que merecía mucho la pena, en el cuerpo del correo, agregar algún dato de utilidad o incluso una pequeña anécdota del lugar. Madre en el mundo hay una sola, y probablemente justo vino a tocarme a mí, pero si aplicamos este recurso a un par de destinatarios de nuestra correspondencia el pequeño esfuerzo será recompensado con creces. Y quedaremos la mar de bien con nuestro interlocutor, que luego estará en disposición de prestarnos dinero. Cualquiera que sea el método, el truco está en inventarnos recursos para recuperar fácilmente la información de nuestro viaje. Aparte de esto, los viajescritores nos han legado algunos hábitos que merecen nuestra consideración. No está de más cargar con algún libro de viajes que aborde el lugar que estamos visitando. Ojo: no usarlo como guía (los escritores son imprecisos) sino como fuente de inspiración viajera. Para los más «responsables», quizá sea útil informarse mínimamente de la historia del lugar, a fin de no pasar por alto, por ejemplo, que en ese árbol aparentemente anodino que tenemos delante se llevó a cabo la revolución de los mandriles que cambió el curso de la vida en la aldea. Ten en cuenta, además, que la memoria es un poderoso instrumento del viajero escritor, y a veces nuestra memoria se fija si tenemos datos que le den sentido «histórico» al lugar. Por último, apaga el teléfono móvil siempre que puedas (o sea, todo el tiempo), y usa las redes sociales solo como recurso de utilidad, con férrea moderación: no hay nada más triste que un viajero que sustituye la realidad del viaje por una permanente realidad virtual. 1. Primera estación: llegando a tiempo
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