Francisco y Soledad (Spanish Edition)
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FRANCISCO Y SOLEDAD
Héctor Cruz Benaque
Para Natalia, mi mujer.
I
Comenzaste a buscarme en los días nublados. Presagiabas tormentas; sabías que tarde o temprano llegaría la lluvia a los estíos largos de largos días y largas horas. La lluvia que regaba las aliagas, que regaba los campos, los pastos, las carrascas, las sabinas. Se iba cerrando el cielo de grises densos, azules por poco negros, violáceos flojos; olía a humedad en la distancia, dejaban de trinar las avecillas. Tú me buscabas cuando se oía el solo silencio de las nubes apresando el paisaje. Las crestas, lomas ardientes de soles milenarios, aparecían como pechos inmensos ante mis ojos de niño. “Joaquín”, me llamabas, despacito, tal vez subida a un árbol, u oculta tras los bosquejos de árboles recién nacidos, quizás metida en la tierra como las lombrices. Tus palabras eran suaves ecos invisibles, golpes tenues de látigos hechos de jirones de brisa. Causaba tu voz de niña cardenales sobre mi piel curtida por los serruchos cortantes de la espuma de los vientos gélidos de la sierra. “Joaquín” repetías, “quiero que me abraces y que me tiendas sobre el lecho húmedo y esponjoso de las lluvias que vienen, y que juguemos a ser novios y que las ramitas se claven en mi espalda y... ”. “¡Basta!” te gritaba enfurecido, loco de mí mismo, perdido en el deseo, la frente colmada de gotas de sudor, las piernas blandas de sostenerme con miedo, mi sexo inflamado por el deseo de poseerte, mis ojos abiertos a tus piernas suaves, delgadas, blancas, brillantes. “No seas niño y ven aquí con tu prima. Verás qué bien, Joaquín, verás qué maravilla que entres en mí con tu cosita que tanto me gusta y que te muevas y que juguemos. Es un juego, nada más, ¿no lo comprendes, Joaquín? ¿No comprendes que no es sino un carrusel de carnecitas, de viandas jóvenes, una deliciosa sopa espesa de cuerpos inocentes y vírgenes?”. Y yo temblaba y deseaba y te buscaba y te apartaba... y también te llamaba en las noches, te llamaba sin hablar, sin mover los labios, te llamaba a gritos desde el más profundo de los silencios para que acudieses a mi lado y me hablases con tu boca y me tocases con tus manos y me alimentases con tus pechos. Ansiaba sangrar tus pezones para alimentar la ferocidad salvaje de niño, niño que engordaba su hombría y su virilidad portentosa con cada mamada de pezones ensangrentados por dientes que más tarde se amoldaron a las formas amargas de otras bocas. Otras bocas y otras manos y otras ubres en las que busqué desesperado el alimento, la nata, la crema blanca de tu sexo para colmar mi estómago, para borrar el pasado, para no amanecer nunca más y yacer contigo en la infinitud de las noches tormentosas. Pero la madrugada siempre llega, sí, como llegó la mañana en la que te vi de nuevo, después de tanto tiempo...
Aquella mañana era intensamente luminosa. Sin embargo, una tristeza somnolienta y estéril regaba sutilmente las inmediaciones de la casa, como si la luz del sol no lograra vencer los impedimentos que el invierno, en su cegador pasmo que todo lo arrastra, trataba de imponer en aquella albada casi crepuscular. Las sabinas, acrisoladas por la inmensa luz madrigal del raso turolense, refulgían como gigantes de plata; allá, remota, solitaria, enorme, se alzaba algo abrupta la casona del abuelo. El rojo, el mortecino rojo anaranjado de las ramas desnudas reflejadas contra el horizonte, contrastaba con lo tímido de los pardos muros que sostenían aquel hogar donde, de un modo precipitado y oscuro, comencé a narrar la historia del amor oculto de nuestro abuelo. Empecé, digo, porque el amor, desgranado como un relato intemporal, ese mismo amor que unió a mis abuelos, se coló en aquella reunión en la que estábamos los primos que compartíamos apellido y tomó forma de cuento ante el que no pude responder sino con la memoria trascrita al papel. Así, la luz profunda e inmensa de los largos paisajes de la sierra de Albarracín, la que vio nacer las intenciones de la memoria de mi familia, no pudo cegar lo que, y siendo sincero ni en aquel mismo instante imaginaba, se iba a convertir en un viaje de tamañas magnitudes.
El paisaje exhalaba nostalgia, quizás no perceptible a primera vista, pero aun así profunda y espesa. Nostalgia de pasos perdidos. Nostalgia de sombras anquilosadas en los recodos, palabras disueltas en la brisa del pasado que me trajeron, mientras esperaba apostado contra el coche, un amanecer que incendió los campos y coloreó los grises nocturnos con cientos de colores; estallaron las veredas de los caminos de áspero marrón; reventaron las lomas de los cerros de albo amanecido; titilaron las piedras de azules tímidos y sucios azabaches; refulgieron los troncos de los rodenos de verde cansado, de rojo tímido. Olía a carmín lechoso de savias, a rocío gélido de amanecida, a púrpuras espliegos, a parábolas salpicadas de árboles, huertas, hierbas secas y briznas de mieses apenas alumbradas, poco más que semillas ocultas en la tierra.
Me apresó la nostalgia, sí, porque mi abuelo Francisco había sido una persona muy querida y su muerte, aunque anunciada por su provecta edad, no dejaba de resultar dolorosa, inesperada a ojos de todos los que admirábamos su salud por poco centenaria. Pero le llegó la muerte, y le llegó de un modo tan natural y hermoso, que no pudimos sino sentir el asombro ante la persona que se marcha para siempre, pero que de un modo u otro parecía, también, existir para siempre.
“El billete hacia la nada hace tiempo que lo tengo comprado”, solía decir cuando charlábamos sobre su salud. Era un hombre inteligente, despierto como un zorro, que sabía imprimir una nota de negra ironía a las más delicadas cuestiones. Socarrón, de gesto burlesco y ceño fruncido. Muchos, los ignorantes, solían circunscribirlo en la categoría del cinismo más despreciable. No obstante, nadie podía achacarle ningún ideal que no fuera elevado y magnífico. “Mi visión algo mordaz y pesimista de la existencia humana se debe más al desánimo que a un sentimiento de desprecio por la humanidad”, y cuando hablaba de tal modo todos callábamos y asentíamos reverencialmente, sintiéndonos algo estúpidos. Sus palabras, sus argumentos, sus opiniones, flechas envenenadas ante las que poco podía hacerse, salían de su boca con tal sencillez y seguridad que noqueaban de inmediato. Sí, el abuelo podía ser frío como el hielo, pero sus miradas y sus palabras transmitían el candor que sus manos no podían o no sabían aportar.
Allí, sometido al embrujo del amanecer recién nacido, viendo arder los rasos diáfanos, contemplando el mar de luz inundar primero los campos lejanos, anegar después las huertas y los pinares hasta derribar todo resto de oscuridad, me pareció sentir el abrazo efímero de su recuerdo, la brisa cortante de su nombre escurrirse entre los respiros del aire. Tuve que cerrar mis poros para no zozobrar en el recuerdo. Me puse unas gafas de sol de espejo para velar la realidad de un pasado que quería atraparme y saqué de la guantera una vieja cámara de fotos.
La primera fotografía que hice en el diciembre de hace tres años, en esa mañana lóbrega y algo irreal, fue la que retrataba la vieja casa, piedra angular de toda esta historia, lugar en el que en pocos minutos íbamos a reunirnos primos venidos de muchas partes. Todos con el apellido Castiello tras nuestros nombres, un apellido de glorias y de tragedias; casta tenebrosa de ratas ambiciosas, de puercos infieles, de putas y malnacidos. Así, entre los vetustos muros de techumbres gibadas y hiedras voraces, hablaríamos de nuestras miserias y nos repartiríamos la herencia del abuelo Francisco.
Conmigo venía Rodrigo, el notario encargado de leer el testamento. Yo sentía una expectación que rozaba la impaciencia por saber cómo y a quién había legado sus pertenencias, no porque tuviera la esperanza de recibir grandes cantidades de dinero, sino porque conociendo a mi abuelo, hombre de irónicos y a veces oscuros pensamientos, retorcidos giros e incomprensibles decisiones, sabía que a nadie dejaría indiferente con su póstuma voluntad. El notario, que por mi consejo había dejado el coche en el pueblo más cercano –aquel que no había estado nunca en el caserón tenía todas las papeletas para perderse en los laberintos de caminos escoltados de carrascas fantasmagóricas, de encinas centenarias ornando sus lindes, de chopos larguiruchos alzados esporádicamente en las veredas, de inmensos y lóbregos pinares esporádicos, de sabinas orgullosas y ásperas-, estaba inmerso en la pantalla de su teléfono móvil, absorto, ciego a la belleza de ese mágico momento del día en el que se quiebran los sueños y los insomnios y el cielo, a pesar de todos los insignificantes hechos que a los mortales nos acorralan, se abre en un azul celeste y magnífico que parece sacado de un cuadro de Dalí. Los cielos grandes, sempiternos, por poco infinitos de la sierra de Albarracín nunca dejan de recordar el pintoresco azulado del artista catalán.
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