Phillip Margolin
Jamás Me Olvidarán
Para Doreen, mi compañera, mi mejor
amiga y mi esposa durante 25 años
extraordinarios de matrimonio.
Mucha gente me ayudó a que transformara la idea de Jamás me olvidarán en el libro que usted está leyendo. Los doctores William Brady y Edward Colbach respondieron mis preguntas técnicas de medicina y psiquiatría; el doctor Stanley Abrams no sólo revisó mi manuscrito sino que me permitió usar muchas de las apreciaciones de su estudio El asesino en serie; mi amigo y novelista Vince Kohler sacó tiempo de la escritura de su último libro para criticar el mío, y mi hermano, Jerry, me dio su ayuda "elemental".
Una vez que el manuscrito estuvo terminado, tuve que buscarle una casa. No puedo agradecer lo suficiente a Jean Naggar, Teresa Cavanaugh y a todos Ios de la agencia literaria de Jean V. Naggar. Todos deberían tener tanta suerte como yo en la elección de su agente.
Estoy en deuda con David Gernert por el tiempo que invirtió en editar Jamás me olvidarán. Gracias a sus sugerencias mi libro es mucho mejor ahora que cuando él lo leyó por primera vez. También le estoy agradecido a Deborah Futter por su asistencia editorial y a todos los de Doubleday por su apoyo.
Y, por supuesto, a mi esposa, Doreen, y a mis fantásticos hijos, Daniel y Amy, quienes criticaron el libro y contribuyeron a crear un clima de felicidad en el hogar en el cual yo pudiera escribir.
Una llamada de atención
1
– ¿Han llegado al veredicto?-le preguntó el juez Alfred Neff a los ocho hombres y a las cuatro mujeres que estaban sentados en la tribuna del jurado.
Un hombre fornido, de pecho hinchado como un barril, de alrededor de sesenta y cinco años se puso de pie con cierta dificultad. Betsy Tannenbaum revisó el cuadro que había confeccionado hacía dos semanas, durante la selección del jurado. Se trataba de Walter Korn, soldador jubilado. Betsy se sentía incómoda con Korn como presidente del jurado. Éste era miembro de ese cuerpo sólo porque Betsy se había quedado sin otras alternativas.
El alguacil tomó el veredicto que le alcanzaba Korn y se lo pasó al juez. Los ojos de Betsy siguieron el cuadrado doblado de papel blanco. Mientras el juez lo abría y lo leía para sí, ella observó su rostro en busca de alguna señal indicativa, pero no descubrió nada.
Betsy miró furtivamente a Andrea Hammermill, la regordeta matrona que estaba sentada a su lado. Andrea tenía la mirada fija hacia adelante, como sometida y resignada, tal como lo había estado a lo largo de todo su juicio por el asesinato de su esposo. La única vez que Andrea había mostrado alguna emoción fue durante su declaración, cuando explicó por qué le disparó a Sidney Hammennill hasta matarlo. Mientras le contaba al jurado cómo había gatillado el revólver una y otra vez hasta oír el sordo ruido del gatillo sobre el acero que le decía que ya no había balas en el cargador, sus manos temblaron, el cuerpo se le estremeció y gimió lastimosamente.
– ¿Puede la acusada ponerse de pie, por favor? -dijo el juez Nell.
Andrea lo hizo sin mucho equilibrio. Betsy se puso de pie junto con ella y miró hacia adelante.
– Dejando de lado el epígrafe, el veredicto dice lo siguiente: "Nosotros, los miembros de este jurado, inscritos en lista y jurado ante la ley, encontramos a la acusada, Andrea Marie Hammermill, inocente…".
Betsy no pudo oír el resto del veredicto por el clamor de la Corte. Andrea se desplomó en su silla y gimió con el rostro cubierto entre sus manos.
– Está bien -le dijo Betsy-, está bien. -Sintió la humedad de aquellas lágrimas en sus mejillas, cuando envolvió con sus brazos protectores los hombros de Andrea. Alguien locó levemente a Betsy en el brazo. Ella levantó la mirada. Randy Highsmith, el fiscal, estaba de pie junto a ella mientras sostenía un vaso de agua.
– ¿Necesita ella esto? -le preguntó.
Betsy tomó el vaso y se lo dio a su clienta. Highsmith esperó un momento mientras Andrea volvía a recobrar su compostura.
– Señora Hammermill -le dijo-, deseo que sepa que la acusé porque creo que usted tomó la ley por mano propia. Pero también deseo que sepa que creo que su marido no tenía derecho alguno a tratarla del modo en que lo hacía. No me importa quién era. Si usted hubiera venido a mí, en lugar de dispararle, yo habría hecho todo lo que tuviera a mi alcance para ponerlo entre rejas. Espero que pueda olvidar todo esto y seguir con su vida. Me parece usted una buena persona.
Betsy deseaba agradecerle a Highsmith por sus palabras tan amables, pero estaba demasiado conmovida como para hacerlo. Cuando los amigos y seguidores de Andrea comenzaron a agolparse a su alrededor, Betsy se alejó del tumulto para respirar un poco de aire. Por encima de la multitud pudo ver que Highsmith estaba solo, inclinado sobre su mesa, en actitud de juntar códigos y registros. Cuando el fiscal de distrito estaba por dirigirse hacia la puerta, se dio cuenta de que Betsy estaba de pie a un lado del apretado grupo de gente. Ahora que el juicio había terminado, los dos abogados eran superfluos. Highsmith asintió con la cabeza y Betsy hizo lo mismo en respuesta.
2
Con la espalda arqueada, los músculos bruñidos en tensión y la cabeza hacia atrás, Martin Darius miró de la misma manera en que un lobo tendría acorralada a su presa. La rubia que yacía debajo de él apretó las piernas alrededor de la cintura de Darius. Este se estremeció y cerró los ojos. La mujer jadeó por la fuerza del ejercicio. El rostro de Darius se contorsionó; luego lodo su cuerpo se desplomó. La mejilla le quedó contra el pecho de ella. Oyó latir el corazón de la rubia y pudo sentir su transpiración mezclada con algún rastro de perfume. La mujer cruzó un brazo sobre su rostro. Darius recorrió con una mano todo el largo de una de las piernas de ella y miró por encima de su vientre plano el barato reloj digital que estaba en la mesilla de noche del hotel. Eran las dos de la tarde. Darius se sentó lentamente y dejó caer sus piernas a un lado de la cama. La mujer oyó que la cama se movía y observó a Darius cruzar la habitación.
– Desearía que no te marcharas -le dijo ella, incapaz de esconder su desagrado.
Darius tomó su estuche de tocador de uno de los cajones de la cómoda y caminó hacia el cuarto de baño.
– Tengo una reunión a las tres -le contestó, sin mirarla.
Darius se lavó el sudor que le había cubierto el cuerpo durante su ejercicio amatorio, luego se secó torpemente con una toalla en los estrechos límites de aquel cuarto de baño de hotel. El vapor de la ducha empañaba el espejo. Limpió la superficie de vidrio y vio su demacrado rostro de profundos ojos azules. La barba y bigote prolijamente recortados enmarcaban una boca de demonio que podía provocar seducción o miedo. Darius usó una afeitadora portátil, luego se peinó el pelo hacia atrás y la barba. Cuando abrió la puerta del cuarto de baño, la rubia estaba todavía en la cama. Unas pocas veces había tratado ella de seducirlo para que regresara a la cama después de haberse duchado y vestido. Adivinó que estaba ahora tratando de ejercer un control sexual sobre él y entonces evitó que lo venciera.
– Decidí que debemos dejar de vernos -dijo Darius, en forma casual, mientras se abotonaba la camisa de seda blanca.
La rubia se sentó en la cama, con una expresión de asombro en aquel rostro normalmente seguro, de persona que domina situaciones. Él ahora tenía su atención. La mujer no estaba acostumbrada a que la dejaran. Darius se volvió, levemente, de modo que ella no le viera la sonrisa.
– ¿Por qué? -preguntó ella, mientras él se ponía los pantalones grises del traje.
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