Kathy Reichs
Testigos del silencio
Brennan, 1
Titulo original: Déjá Dead
© por la traducción, Josefina Guerrero, 1999
Para Karl y Marta Reichs,
las personas más amables y generosas que conozco.
Paldies par jüsu mílestíbu, Vecamámma un Paps.
Karlis Reichs, 1914-1996.
Con el intento de crear una obra fidedigna, consulté a expertos en diversos terrenos. Deseo agradecer a Bernard Chapáis sus explicaciones de las normas canadienses relativas a conservación y mantenimiento de animales en laboratorios; a Sylvain Roy, JeanGuy Hébert y Michel Hamel, su ayuda en serología; a Bernard Pommeville, su demostración detallada de la microfluorescencia de los rayos equis, y a Robert Dorion, su asesoramiento sobre odontología forense y análisis de señales de mordiscos. Por fin, aunque no en último lugar, expreso mi gratitud a Steve Symes por su infinita paciencia en sus exposiciones sobre sierras y sus efectos en los huesos.
Debo un inmenso reconocimiento a John Robinson y Mary Sue Rucci, sin los cuales acaso Testigos del silencio nunca hubiera llegado a crearse. John atrajo la atención de Marysue acerca del manuscrito, cuyos méritos ella reconoció. En cuanto a mis editoras Susanne Kirk, Marysue Rucci y Maria Rejt, supervisaron la versión original de Testigos del silencio y la mejoraron enormemente con sus sugerencias editoriales.
Por último, en un plano más personal, deseo agradecer a los miembros de mi familia, que leyeran la obra en su fase embrionaria y me aportaran valiosos comentarios. Les doy las gracias por su apoyo y su paciencia en mis largas ausencias.
Ya no pensaba en el hombre que se había saltado la tapa de los sesos y a quien en aquellos momentos estaba recomponiendo. Ante mí se encontraban dos secciones de cráneo, y una tercera descansaba en un cuenco de acero inoxidable repleto de arena, mientras se secaba el pegamento aplicado a los fragmentos reunidos. Había suficiente materia para confirmar su identidad, por lo que el juez de instrucción se consideraría satisfecho.
Era el atardecer del martes 2 de junio de 1994, y mientras el pegamento se fijaba yo dejaba divagar mi mente. La llamada que interrumpiría mi ensueño, desviaría el curso de mi vida y modificaría mi conocimiento de los límites de la depravación humana aún tardaría diez minutos en producirse. Entretanto, disfrutaba de la perspectiva del San Lorenzo, la única ventaja de mi repleto y arrinconado despacho situado en una esquina. En cierto modo la visión del agua siempre me ha rejuvenecido, en especial cuando fluye rítmicamente. Olvidemos el Estanque Dorado. Estoy segura de que Freud habría encontrado algún significado a esto.
Centraba mis pensamientos en el próximo fin de semana. Me proponía viajar a la ciudad de Quebec, pero sin una intención definida. En una especie de escapada turística pensaba visitar los Llanos de Abraham, comer mejillones y crepes y comprar baratijas a los vendedores callejeros. Llevaba un año entero en Montreal trabajando como antropóloga forense para la provincia, pero aún no había estado allí, por lo que me parecía un programa atractivo. Necesitaba pasar un par de días sin esqueletos ni cadáveres descompuestos o recién extraídos del río.
Las ideas me surgen con facilidad, pero me cuesta realizarlas. Suelo dejar que las cosas sigan su curso. Tal vez sea una vía de escape, un modo de escabullirme por la tangente y desistir de muchos de mis proyectos. Soy indecisa en mi vida social y obsesiva en mi trabajo.
Supe que él estaba al otro lado de la puerta antes de que llamara. Aunque se movía con sigilo para su gran corpulencia, lo delataba el olor a tabaco de pipa. Pierre LaManche era director del Laboratoire de Médecine Légale desde hacía casi dos décadas. Puesto que sus visitas a mi despacho nunca eran de carácter social, sospeché que no era portador de buenas noticias. El hombre llamó discretamente con los nudillos.
– ¿Temperance? -dijo.
Nunca empleaba mi diminutivo. Tal vez le sonaba más francés -rimaba con France-, o bien la traducción carecía de sentido para él o había tenido alguna experiencia desagradable en Arizona. Era el único que no me llamaba Tempe.
– Oui? -respondí.
Al cabo de tantos meses la respuesta era casi automática. Había llegado a Montreal creyendo dominar el idioma, pero no había contado con la variante quebequesa. Aprendía, mas con lentitud.
– Acabo de recibir una llamada.
Miró la nota de color rosado que llevaba en la mano. En su rostro todo era vertical: las arrugas y pliegues iban de arriba abajo, paralelas a la larga y recta nariz y las orejas. Recordaba un puro Basset, un rostro que ya en su juventud debía de parecer viejo, aunque su disposición se habría intensificado con el tiempo, y de edad incalculable.
– Dos obreros de HydroQuebec han descubierto unos huesos.
Observó mi expresión, en absoluto satisfecha, y volvió a mirar el papel rosado.
– Están cerca del lugar donde se encontraron los restos históricos el verano pasado -prosiguió con su correctísimo francés.
Nunca le había oído decir un vulgarismo ni expresarse en la jerga policial.
– Usted estuvo allí. Es probable que se trate de lo mismo. Necesito que vaya alguien a confirmar que no es un caso para el juez.
Al levantar la mirada, el cambio de plano intensificó sus arrugas y pliegues mientras absorbía la luz del atardecer, como un agujero negro atrae a la masa. Esbozó una vaga sonrisa, y cuatro surcos se desviaron hacia arriba.
– ¿Cree que serán restos arqueológicos? -inquirí con desgana.
No entraba en mis planes para el fin de semana investigar profesionalmente ningún escenario criminal. Para marcharme al día siguiente aún tenía que pasar por la tintorería y la farmacia, lavar la ropa sucia, hacer mi equipaje, repostar gasolina y dar instrucciones a Winston, el conserje de mi casa, para que cuidase del gato.
– Desde luego -asintió el hombre.
Yo no me sentía tan segura.
– ¿Desea que la acompañe un coche patrulla? -dijo al tiempo que me tendía la nota.
Lo miré con expresión ceñuda.
– No, he venido con mi coche.
Comprobé la dirección y reparé en que se hallaba próxima a mi domicilio.
– Lo encontraré -afirmé.
El hombre se alejó tan silencioso como había llegado. Calzaba zapatos con suela de crepé y llevaba los bolsillos vacíos, por lo que nada sonaba ni tintineaba a su paso y, como los cocodrilos, se presentaba y desaparecía de modo inadvertido, sin hacerse anunciar. A algunos colegas les parecía exasperante.
Metí un mono en una bolsa de lona junto con mis botas de caucho con la esperanza de no precisarlos y cogí mi ordenador portátil, la cartera y la funda de cantimplora bordada que utilizaba como monedero veraniego. Aún me prometía a mí misma no regresar hasta el lunes, pero una voz interior me auguraba todo lo contrario.
Cuando llega el verano a Montreal, irrumpe como una rumbera: con algodones de vivos colores que se arremolinan en el aire, muslos entrevistos y cuerpos brillantes de sudor. Es un festejo obsceno que comienza en junio y se prolonga hasta septiembre.
La gente acoge la estación con entusiasmo y deleite. La vida se desarrolla al aire libre. Tras el prolongado y desapacible invierno, reaparecen los cafés en las terrazas, ciclistas y patinadores compiten en los carriles destinados a bicicletas, los festivales se suceden en las calles y la multitud pasea por las aceras formando ondulantes dibujos.
¡Cuan distinto es el verano en San Lorenzo del de mi estado natal de Carolina del Norte! Allí la gente descansa lánguidamente en tumbonas en las playas o en los porches de casas de montaña o de las afueras, y las delimitaciones entre primavera, verano y otoño resultan difíciles de establecer sin ayuda del calendario. Más que la gelidez invernal, lo que me sorprendió el primer año que pasé en el norte fue este insolente renacer de la primavera, que desterró la nostalgia experimentada durante la prolongada y sombría estación fría.
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