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Erica Spindler - Todo para el asesino

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Todo para el asesino: resumen, descripción y anotación

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Conejo Blanco es mucho más que un juego. Es más que la vida y que la muerte. Y cualquiera puede sucumbir antes de que la partida acabe… y el asesino se lo lleve todo. Cuando una amiga apareció brutalmente asesinada en su apartamento de Nueva Orleans, la ex detective de homicidios Stacy Killian relacionó su muerte con Conejo Blanco, un juego de rol de culto, oscuro, violento y adictivo. Stacy se había visto expuesta en innumerables ocasiones al horror del crimen y era una realidad de la que trataba de alejarse, pero cuando conoció a Spencer Malone, el detective de homicidios encargado del caso, le pareció un policía novato y pagado de sí mismo, que no estaba a la altura de la misión. Por ello, se propuso atrapar por su cuenta al asesino. Sus pesquisas la condujeron al círculo íntimo del brillante creador de Conejo Blanco, Leo Noble, un hombre cuyo pasado ocultaba oscuros secretos. A medida que empezaron a acumularse los cadáveres y el juego avanzaba, Stacy y Spencer se vieron forzados a trabajar codo con codo. Pronto se encontraron atrapados en el escalofriante y desquiciado universo de un juego en el que Leo Noble y cuantos lo rodeaban eran sospechosos, y nadie, absolutamente nadie, se encontraba a salvo.

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Erica Spindler Todo para el asesino Título Original Killer takes all 2005 - photo 1

Erica Spindler

Todo para el asesino

Título Original: Killer takes all (2005)

Serie: Malone/Killian 3º

Capítulo 1

Lunes, 28 de febrero de 2005

1:30 a.m.

Nueva Orleans, Luisiana

Stacy Killian abrió los ojos, completamente despierta. El ruido que la había despertado sonó de nuevo.

Pop. Pop.

Disparos.

Se incorporó y en un solo movimiento lleno de fluidez pasó las piernas por encima del borde de la cama y echó mano de la Glock calibre 40 que guardaba en el cajón de la mesilla de noche. Diez años de trabajo policial habían condicionado su reacción inmediata, sin titubeos, a aquel sonido en particular.

Comprobó la cámara de la pistola, se acercó a la ventana y apartó levemente la cortina. La luna iluminaba el jardín desierto: algunos árboles raquíticos, un balancín destartalado, la caseta vacía de César, el cachorro de labrador de su vecina, Cassie.

Ningún sonido. Ningún movimiento.

Stacy salió del dormitorio sigilosamente, descalza, y entró en el despacho contiguo empuñando el arma. Tenía alquilada la mitad de un pabellón de medio siglo de antigüedad, de una sola planta, alargado y sin pasillos, un tipo de vivienda que se hizo popular en la región antes de que se inventara el aire acondicionado.

Se giró a derecha e izquierda, fijándose en cada detalle: los montones de libros de consulta para el trabajo que estaba escribiendo sobre el Mont Blanc de Séller; el ordenador portátil, abierto; la botella de vino tinto barato a medio beber. Las sombras. Su espesura, su quietud.

Como esperaba, cada cuarto parecía una repetición del anterior. El ruido que la había despertado no procedía del interior de su apartamento.

Llegó a la puerta de entrada, la abrió con cuidado y salió al porche delantero. La madera combada crujía bajo sus pies, el único sonido en la calle por lo demás desierta. Se estremeció cuando la noche húmeda y fría la envolvió.

El vecindario parecía sumido en el sueño. Apenas brillaban luces en ventanas y porches. Stacy recorrió la calle con la mirada. Se fijó en varios vehículos que no conocía, pero aquello no era extraño en una zona habitada en su mayor parte por estudiantes. Todos los coches parecían vacíos.

Permaneció a la sombra del porche, sondeando el silencio. De pronto, desde muy cerca, le llegó el estrépito de un cubo de basura al caer al suelo. Siguieron unas risas. Chicos, pensó.

Frunció el ceño. ¿Habría sido ese ruido (distorsionado por el sueño y un instinto del que ya no se fiaba) lo que la había despertado?

Un año antes ni siquiera habría contemplado la idea. Pero un año antes era policía, detective de homicidios en el Departamento de Policía de Dallas. Aún sufría los efectos de una traición que no sólo la había despojado de la confianza en sí misma, sino que la había impulsado a hacer algo para atajar la creciente insatisfacción que sentía respecto a su vida y su trabajo.

Asió la Glock con firmeza. Ya que se estaba quedando helada, bien podía llegar hasta el final. Se puso los zuecos de jardín llenos de barro que había dejado sobre una rejilla, junto a la puerta. Cruzó el porche y bajó las escaleras que daban al costado del jardín. Dio la vuelta hasta la parte de atrás y comprobó que nada parecía fuera de su sitio.

Le temblaban las manos. Intentó sofocar la ansiedad que luchaba por aflorar en ella. El miedo a haber perdido la cabeza, a haberse convertido en una chiflada.

Aquello había ocurrido antes. Dos veces. La primera, justo después de mudarse. Se había despertado creyendo oír disparos y había puesto en pie a todo el vecindario.

Y en aquellas ocasiones, al igual que ahora, no había descubierto nada, salvo una calle aletargada y silenciosa. La falsa alarma no la había congraciado con sus nuevos vecinos. A la mayoría le había molestado, como era natural.

Pero a Cassie, no. Cassie, por el contrario, la había invitado a tomar chocolate caliente en su casa.

Stacy dirigió la mirada hacia el lado del pabellón que ocupaba Cassie, hacia la luz que brillaba en una de las ventanas traseras. Se quedó mirando la ventana iluminada y el recuerdo del ruido que la había despertado inundó su cabeza. Los disparos habían sonado tan alto que sólo podían proceder del apartamento de al lado.

¿Por qué no se había dado cuenta enseguida?

Aturdida por la angustia, corrió a las escaleras del porche de Cassie. Al llegar a ellas tropezó y se incorporó. Un puñado de razones tranquilizadoras desfilaron por su cabeza a toda velocidad: el ruido era un engendro de su subconsciente; el insomnio le hacía imaginar cosas; Cassie estaba profundamente dormida.

Llegó a la puerta y comenzó a aporrearla. Esperó y volvió a llamar.

– ¡Cassie! -gritó-. Soy Stacy. ¡Abre!

Al ver que no respondía, agarró el pomo y lo giró. La puerta se abrió.

Stacy asió la Glock con las dos manos, abrió la puerta despacio sirviéndose del pie y entró. Un perfecto silencio le dio la bienvenida.

Llamó de nuevo a su amiga y advirtió la nota de esperanza que había en su voz. El temblor del miedo.

Mientras se decía que la mente le estaba jugando una mala pasada, vio que no era así.

Cassie yacía boca abajo en el suelo del cuarto de estar, medio dentro, medio fuera de la alfombra de estameña ovalada. Una gran mancha oscura rodeaba como un halo su cuerpo. Sangre, pensó Stacy. Un montón de sangre.

Comenzó a temblar. Tragó saliva con esfuerzo, intentó dominarse. Salirse de sí. Pensar como un sabueso.

Se acercó a su amiga. Se agachó junto a ella y sintió, al mismo, tiempo que se deslizaba en la piel de un policía, separándose de lo que había ocurrido, de a quién le había ocurrido. Apretó la muñeca de Cassie para buscarle el pulso. Al comprobar que no tenía, recorrió el cuerpo con la mirada. Parecía que le habían disparado dos veces, una entre los omóplatos, la otra en la nuca. Lo que quedaba de su pelo corto, rizado y rubio se veía embadurnado de sangre. Iba completamente vestida: pantalones vaqueros, camiseta azul cielo, sandalias Birkenstock. Stacy reconoció la camiseta; era una de las favoritas de Cassie. Se sabía de memoria lo que ponía en la pechera: Sueña. Ama. Vive.

Las lágrimas la ahogaron de pronto. Intentó contenerlas. Llorar no ayudaría a su amiga. Pero conservar la calma quizá sirviera para atrapar a su asesino.

Un ruido le llegó desde la parte de atrás de la casa. Beth.

O el asesino.

Agarró firmemente la Glock a pesar de que le temblaban las manos. Se levantó con el corazón acelerado y se adentró en el apartamento con el mayor sigilo posible.

Encontró a Beth en la puerta de la segunda habitación. A diferencia de Cassie, estaba tumbada de espaldas, con los ojos abiertos, inexpresivos. Llevaba un pijama rosa de algodón con un estampado de gatitos rosas y grises.

También le habían disparado. Dos veces. En el pecho.

Stacy comprobó rápidamente si tenía pulso procurando no alterar ninguna prueba. Al igual que en el caso de Cassie, no encontró signos vitales.

Se incorporó y se giró hacia el lugar de donde le había llegado aquel ruido.

Un gemido, pensó. Un arañar en la puerta del cuarto de baño.

César.

Se acercó al cuarto de baño mientras llamaba suavemente al perro. El animal respondió con un ladrido agudo y Stacy abrió la puerta con cuidado. El labrador se abalanzó a sus pies, gimiendo agradecido.

Al levantar en brazos al cachorro tembloroso, Stacy vio que se había hecho sus necesidades en el suelo. ¿Cuánto tiempo llevaba encerrado?, se preguntó. ¿Lo había encerrado Cassie? ¿O el asesino? ¿Y por qué? Cassie encerraba al perro en su caseta de noche y cuando no estaba en casa.

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