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Nelson DeMille - Isla Misterio

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Isla Misterio: resumen, descripción y anotación

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Herido en acto de servicio, John Corey, detective de la brigada de homicidios de la policía de Nueva York, se recupera en un pueblecito de Long Island habitado por agricultores, pescadores y, por lo menos, un asesino. Tom y Judy Gordon, una joven y atractiva pareja de biólogos conocidos de Corey, han sido hallados en su jardín con sendas balas en la cabeza. Los primeros indicios apuntan a un robo frustrado, pero el rumor de guerra bacteriológica que salpica al centro de investigación de patologías animales de Long Island hace que circule el rumor de que los Gordon se habían apoderado de una sustancia muy peligrosa. El asesinato del matrimonio se convierte en un crimen de repercusiones mundiales y Corey acaba tomando cartas en el asunto. Sus investigaciones nos conducen por tradiciones, leyendas y secretos ancestrales del norte de Long Island, a la vez que el astuto detective se ve envuelto en una trama mucho más compleja de lo que esperaba. Isla Misterio, con un ritmo trepidante y salpicada de ingeniosas pinceladas cómicas, constituye sin duda la novela más lograda de Nelson DeMille.

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Nelson DeMille Isla Misterio Título Original Plum Island Traductor Tremps - photo 1

Nelson DeMille

Isla Misterio

Título Original: Plum Island

Traductor: Tremps Lladó, Enric

A Larry Kirshbaum,

amigo, editor y compañero de juego

AGRADECIMIENTOS

Expreso mi agradecimiento a las siguientes personas, por compartir sus especiales conocimientos conmigo. Cualquier error u omisión en la narración es responsabilidad exclusivamente mía. También me he tomado algún que otro pequeño margen de licencia literaria, pero en general he procurado mantenerme fiel a su información y consejos.

En primer lugar, gracias al teniente de detectives John Kennedy del Departamento de Policía del condado de Nassau, que trabajó casi tanto como yo en esta novela. John Kennedy es un voluntarioso oficial de policía, abogado honrado, experto navegante, buen marido de Carol, excelente amigo de los DeMille y severo crítico literario. Muchísimas gracias por tu tiempo y tu maestría.

Desearía darle las gracias de nuevo a Dan Starer del Research for Writers, NYC, por su diligente trabajo.

También quiero agradecerles a Bob y Linda Scalia su ayuda sobre tradiciones y costumbres locales.

Mi agradecimiento a Martin Bowe y Laura Flanagan de la biblioteca pública Garden City, por su extraordinaria ayuda en la investigación.

Muchas gracias a Howard Polskin de la CNN y a Janet Alshouse, Cindi Younker y Mike DelGiudice de News 12 Long Island, por facilitarme sus filmaciones de Plum Island.

Gracias de nuevo a Bob Whiting, de Banfi Vintners, por compartir conmigo sus conocimientos y su pasión por el vino.

Mi agradecimiento al doctor Alfonso Torres, director del Centro de Patología Animal de Plum Island, por su tiempo y paciencia, y mi admiración a él y a su personal por el importante y desinteresado trabajo que realizan.

Mi sincera gratitud a mi ayudante, Dianne Francis, por centenares de horas de trabajo arduo y voluntarioso.

Mi penúltimo agradecimiento a mi representante y amigo, Nick Ellison, y a su personal: Christina Harcar y Faye Bender. Ningún autor podría tener mejor representante ni mejores colegas.

Por último y sobre todo, gracias de nuevo a Ginny DeMille. Éste es su séptimo libro y edita todavía con amor y entusiasmo.

NOTA DEL AUTOR

En cuanto al Centro de Patología Animal de Plum Island del Ministerio de Agricultura de Estados Unidos, me he tomado un pequeño margen de licencia literaria respecto a la isla y al trabajo que se realiza en la misma.

Tres pueden guardar un secreto si dos de ellos están muertos.

Benjamin Franklin,

Poor Richard's Almanac (1735)

Capítulo 1

A través de mis prismáticos contemplaba una bonita lancha de unos quince metros de eslora, anclada a unos centenares de metros de la orilla. Había dos parejas a bordo, de algo más de treinta años, que se lo pasaban de lo lindo disfrutando del sol y tomando unas cervezas o lo que fuera. Las mujeres llevaban sólo la parte inferior de un diminuto biquini y uno de los hombres que estaba a proa se quitó su bañador, permaneció ahí de pie unos instantes en cueros, se arrojó al agua y nadó alrededor del barco. Qué país tan maravilloso. Dejé los prismáticos sobre mi regazo y descorché una Budweiser.

Estábamos a finales de verano y no me refiero a los últimos días de agosto, sino a los de setiembre, en vísperas del equinoccio otoñal. Había pasado la festividad del Día del Trabajo y estaba por llegar el veranillo de San Martín, si es que alguien sabe lo que es eso.

Yo, John Corey, poli convaleciente de profesión, estaba sentado en la terraza trasera de la casa de mi tío, en una silla de mimbre, ocupado en pensamientos superficiales. Se me ocurrió que el problema de no hacer nada consiste en saber cuándo uno ha terminado.

La terraza, antigua, rodea tres costados de la casa rural victoriana, construida en mil ochocientos noventa y pico, con sus correspondientes tejas ornamentadas, torretas y aleros a lo largo de sus nueve metros de longitud. Desde donde estaba sentado vislumbraba la gran bahía de Peconic, más allá del parterre inclinado, cubierto de césped. El sol se acercaba al horizonte de poniente, como corresponde a las siete menos cuarto de la tarde. Soy hombre de ciudad, pero empezaba a disfrutar realmente de las delicias del campo, del cielo y todo lo demás, incluso hace unas semanas encontré la Osa Mayor.

Llevaba sólo una camiseta blanca y unos vaqueros cortados, que habían sido de mi talla antes de perder peso. Apoyaba los pies descalzos sobre la barandilla y los pulgares servían de marco a la lancha que antes he mencionado.

A esa hora empiezan a oírse los grillos, las cigarras y quién sabe qué otros bichos, pero como no soy muy aficionado a los sonidos de la naturaleza tenía junto a mí un magnetófono portátil sobre la mesa con la música de The Big Chill, mi cerveza en la mano izquierda, los prismáticos sobre el regazo y, en el suelo, cerca de mi mano derecha, mi arma personal, un revólver Smith & Wesson del treinta y ocho con un cañón de cinco centímetros, que cabe perfectamente en mi bolso. Es una broma.

En algún momento de los dos segundos de silencio entre When a Man Loves a Woman y Dancing in the Street, oí o sentí en las tablas de madera del suelo, viejas y crujientes, que alguien caminaba por la terraza. Como vivo solo y no esperaba a nadie, levanté mi treinta y ocho con la mano derecha y lo coloqué sobre el regazo. Para que no me tomen por paranoico debo aclarar que no me estaba restableciendo de unas paperas sino de tres heridas de bala, dos de nueve milímetros y una de un Magnum del calibre cuarenta y cuatro, aunque poco importa el tamaño de los agujeros; al igual que en la propiedad inmobiliaria, lo que importa de los agujeros de bala es sin ninguna duda la ubicación. Evidentemente, la ubicación de los míos era la correcta, puesto que me estaba recuperando y no descomponiendo.

Miré a mi derecha, donde la terraza gira hacia el oeste de la casa. Un individuo dobló la esquina, se detuvo a unos cinco metros de donde yo me encontraba y contempló las prolongadas sombras del sol poniente. En realidad, dicho individuo proyectaba también una larga sombra que me pasaba por encima y le impedía verme. Pero, con el sol a su espalda, también era difícil para mí verle la cara o adivinar sus intenciones.

– ¿Qué desea? -pregunté.

– Ah, hola, John -respondió después de volver la cabeza para mirarme-. No te había visto.

– Siéntate, jefe -dije mientras guardaba mi revólver bajo la camiseta y bajaba el volumen de Dancing in the Street.

Sylvester Maxwell, conocido como Max, representante de la ley en esa zona, se acercó hasta situarse frente a mí y apoyó el trasero en la barandilla. Llevaba una chaqueta azul, camisa blanca, pantalón de algodón de color claro y unas zapatillas deportivas sin calcetines. Fui incapaz de decidir si estaba o no de servicio.

– Hay refrescos en la nevera -dije.

– Gracias -respondió Max, para quien la cerveza es un refresco, antes de agacharse y coger una Budweiser.

Durante unos momentos saboreó su cerveza y contempló un punto perdido en el espacio a unos tres palmos de su nariz, mientras yo me concentraba de nuevo en la bahía y escuchaba Too Many Fish in the Sea de las Marvelettes. Era lunes, gracias a Dios se habían marchado los domingueros y, como he dicho antes, había pasado ya la festividad del Día del Trabajo, cuando terminaban la mayoría de los alquileres veraniegos y se recuperaba la tranquilidad. Max es un chico de pueblo y nunca va directamente al grano, de modo que uno se limita a esperar.

– ¿Es tuya esta casa? -preguntó por fin.

– Es de mi tío. Quiere que se la compre.

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