John Gardner - Muerte En Hong Kong
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John Gardner
Muerte En Hong Kong
NO DEALS, MR. BOND
1987
Traducido por Antonia Menini.
A mi querido amigo, Tony Adamus.
1. Halcón Marino
Como muchos de sus compañeros de la Royal Navy, el oficial de navegación, era conocido con el cariñoso apodo de Vasco. Bajo la rojiza luz de la sala de control del submarino, se inclinó ahora hacia el capitán y le rozó el brazo.
– Ya llegamos a la cita, señor.
El capitán de corbeta Alec Stewart asintió.
– Paren las máquinas. Aletas en el centro.
– Máquinas paradas -anunció el oficial de guardia.
– Aletas en el centro -contestó el piloto de mayor antigüedad de los dos que permanecían sentados frente a las palancas de mando de las aletas que controlaban la profundidad del submarino.
– ¿Sonar? -preguntó el capitán en voz baja.
– Actividad distante alrededor de la isla de Bornholm, tráfico habitual que entra y sale de Rostock, dos objetivos que parecen pequeñas patrulleras lejanas, costa arriba a unas cincuenta millas, marcación cero-dos-cero. Ninguna señal de submarino.
El capitán de corbeta Alec Stewart arqueó una ceja. No era un hombre feliz. Por una parte, no le gustaba comandar su submarino nuclear Trafalgar Class en aguas prohibidas. Por otra, no le gustaban los «tipejos».
Sabía que les llamaban «tipejos» sólo porque había leído esa expresión en una novela. Él los hubiera llamado «fantasmas» o tal vez simplemente espías. Sea como fuere, no le hacía la menor gracia tenerlos a bordo, aunque el jefe ostentara un grado de la Armada. Durante las maniobras navales, Stewart había llevado a cabo simulacros de operaciones encubiertas, pero hacerlas de verdad en tiempo de paz le pegaba tres patadas en el vientre.
Cuando los «tipejos» subieron a bordo, le pareció que el grado naval era una simple tapadera, pero, pasadas unas horas, descubrió que Halcón Marino -que así llamaban al jefe- estaba muy familiarizado con los asuntos del mar, al igual que sus dos compañeros.
Pese a ello, el asunto contenía demasiados ingredientes de capa y espada para su gusto. Además, no le iba a ser nada fácil. Las órdenes, bajo el encabezamiento de Operación Halcón Marino, eran escuetas, pero muy explícitas:
Prestará usted a Halcón Marino y a sus compañeros todo el apoyo de que precisen. Navegará en silencio y sumergido a la máxima velocidad posible hasta la siguiente cita.
Se facilitaban a continuación unas coordenadas que, tras un rápido vistazo a las cartas, confirmaron los peores temores de Stewart. Era un punto situado a unas cincuenta millas a lo largo de la pequeña franja costera de la Alemania Oriental, emparedado entre la República Federal de Alemania y Polonia, a unas cinco millas de la costa.
En el punto de cita permanecerá usted preparado y sumergido bajo las órdenes directas de Halcón Marino. Bajo ningún pretexto dará usted a conocer su presencia a ningún otro buque1 sobre todo de las unidades navales de la República Democrática Alemana o la Unión Soviética que operen en los puertos cercanos. Al llegar a la cita, es probable que Halcón Marino desee abandonar el barco junto con los dos oficiales que le acompañan. En este caso, utilizarán la lancha inflable que han traído consigo y, tras su partida, se sumergirá usted a profundidad de periscopio y aguardará su regreso. Si la misión de Halcón Marino alcanza el éxito, éste regresará probablemente acompañado de otras dos personas. Les ofrecerá usted las máximas comodidades y regresará a la base según las instrucciones arriba apuntadas. Nota: esta operación está protegida por la Ley de Secretos Oficiales. Ordenará usted a todos los miembros de su tripulación que no comenten la operación ni entre sí ni a otras personas. Un equipo del Almirantazgo le interrogará personalmente a su regreso.
«¡Maldito Halcón Marino!», pensó Stewart. ¡Y maldita operación! No era fácil llegar, sin ser detectado, al destino del buque: bajo el mar del Norte, subiendo por el Skagerrak, bajando por el Kattegat, bordeando las costas danesa y sueca, surcando canales angostos -ejercicio naval muy peliagudo de por sí- hasta salir al Báltico. Las cincuenta y tantas millas finales les llevarían directamente a aguas jurisdiccionales de la Alemania del Este, llenas a rebosar de buques del Bloque Oriental, por no hablar de los submarinos rusos de las bases de Rostock y Stratsund.
– Profundidad de periscopio -musitó Stewart, consciente de la silenciosa atmósfera que reinaba a su alrededor.
Los pilotos elevaron lentamente el submarino desde su profundidad de 80 metros por debajo de la superficie.
– Profundidad de periscopio, señor.
– Elevación de periscopio.
El sólido tubo de metal se deslizó hacia arriba y Stewart empujó las manijas hacia abajo. Pulsó el mando de la visión nocturna y efectuó un circuito completo. Sólo pudo ver la costa, desierta y llana. Nada más. Ni luces ni barcos. Ni siquiera una embarcación de pesca.
– Descenso de periscopio.
Empujó las manijas hacia arriba, se dirigió al tablero de la radio y tomó el micrófono de transmisión interna. Lo conectó con el pulgar y dijo en voz baja:
– Halcón Marino a la sala de control, por favor.
Arriba, en la proa, rodeado por un equipo de alta seguridad situado precisamente detrás de unos tubos de torpedo, en el único espacio disponible, Halcón Marino y sus dos compañeros permanecían tendidos en unas literas improvisadas, un metro y medio por encima de la cubierta. Ya llevaban puestos los trajes de inmersión con fundas de pistolas impermeables sujetas a los cinturones. La voluminosa lancha inflable ya estaba lista.
Al oír la orden del capitán, Halcón Marino apoyó los pies en la cubierta metálica y se dirigió pausadamente a la sala de control, situada a popa del buque.
Sólo los pertenecientes al cerrado círculo de la comunidad del espionaje internacional hubieran reconocido en Halcón Marino al comandante James Bond. Sus compañeros eran miembros de la Flotilla Especial de Lanchas -abreviada como FEL-, conocidos por su discreción y utilizados a menudo por el Servicio de Bond. Stewart levantó los ojos cuando Bond agachó la cabeza para entrar en la sala de control.
– Le hemos llevado hasta aquí a la hora prevista. Sus modales no mostraban ninguna deferencia especial, sino sólo mera cortesía.
– Bien -asintió Bond-. En realidad, llevamos aproximadamente una hora de adelanto, lo cual nos da un poco más de margen -estudió el Rolex de acero inoxidable que llevaba en la muñeca izquierda-. ¿Podremos salir dentro de veinte minutos?
– No faltaba más. ¿Cuánto tardarán?
– Supongo que emergerá usted sólo parcialmente, por lo que nos bastará el tiempo suficiente para inflar la lancha y alejarnos de la succión de sumersión. ¿Diez, quince minutos le parece?
– ¿Y utilizaremos las señales de radio sólo en los casos previstos?
– Tres «bravos» por parte suya para indicar peligro. Dos «deltas» por la nuestra cuando queramos que emerja de nuevo a la superficie y nos reciba a bordo. Utilizaremos la escotilla de salida de proa según lo acordado. No habrá ningún problema, ¿verdad?
– Estará un poco resbaladiza, sobre todo, a la vuelta. Tendré a punto a un par de marineros para que les ayuden.
– Y una cuerda. A ser posible, también una escala. Que yo sepa, nuestros huéspedes no poseen ninguna experiencia en subir a bordo de submarinos, de noche.
– Cuando usted quiera.
Los «huéspedes» que le iban a endilgar molestaban a Stewart más que ninguna otra cosa.
– Muy bien, pues, vamos allá.
Bond regresó junto a los oficiales de la Flotilla Especial de Lanchas, el capitán Dave Andrews y el alférez de navío Joe Preedy, ambos pertenecientes al cuerpo de la Armada. Juntos repasaron rápidamente las instrucciones, repitiendo cada uno de ellos su papel en el plan de contingencia en el caso de que algo fallara. Arrastraron la lancha inflable, las hélices y el pequeño y ligero motor hasta la escala metálica que conducía a la escotilla de proa y, desde allí, a la cubierta y al frío del Báltico. Dos marineros vestidos con trajes impermeables los aguardaban al pie de la escala, uno de ellos preparado para subir en cuanto recibiera la orden.
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