1. EL MUNDO:
Por qué no soy solipsista
No dejéis que mire hacia arriba y vea mi propia persona y forma en el trono del Juicio.
G. K. C HESTERTON
El solipsismo es la creencia insensata de que sólo existe uno mismo. Todas las otras partes del universo, incluida la otra gente, son ficciones insubstanciales de la mente de la persona individual, que es lo único verdaderamente real. Es casi lo mismo que pensar que uno es Dios, y que yo sepa, nunca ha habido un auténtico solipsista que no acabara en una institución mental o que en el pasado no fuera considerado loco. ¿Por qué, pues, perder el tiempo comenzando mi confesión con un capítulo que trata de por qué no soy solipsista?
Una de las razones es que muchos filósofos han sostenido que no hay ninguna manera racional de refutar el solipsismo; que la creencia en que tanto la otra gente como un mundo exterior existen ha de estar basada en una especie de «fe animal», o que quizá no es más que un postulado que uno ha de hacer para no volverse loco, o porque es conveniente. En los últimos años se ha reavivado el interés por unas ideas que, si bien distan de ser solipsistas, están fuertemente teñidas de argumentos solipsistas. Curiosamente, dichas opiniones son expresadas a veces por físicos eminentes interesados en las implicaciones filosóficas de la mecánica cuántica. En este capítulo trataré de desenmarañar algunos de los enredos lingüísticos de este antiguo debate y adoptaré una actitud clara que es esencial para todas las convicciones que expondré en el resto del libro.
A Bertrand Russell le gustaba recordar una carta que había recibido de una respetable lógica, Mrs. Christine Ladd-Franklin, en la que ella manifestaba ser solipsista. Dicha doctrina le parecía tan irrefutable, añadía, que no podía comprender por qué no lo eran también otros filósofos. En un sentido trivial, el solipsismo es, en efecto, irrefutable. Todos somos prisioneros de lo que se ha dado en llamar nuestro «predicamento egocéntrico». Todo lo que sabemos del mundo se basa en información que recibimos por nuestros sentidos. Este mundo de nuestra experiencia —la totalidad de lo que vemos, oímos, gustamos, sentimos y olemos— es lo que se llama a veces nuestro «mundo fenoménico». Evidentemente, no hay ninguna posibilidad de percibir nada más que aquello que puede ser percibido, ni de experimentar cualquier cosa aparte de aquello que puede ser experimentado. Charles S. Peirce inventó un término útil para este mundo fenoménico. Lo llamó el «fanerón».
¿En qué podemos basarnos para creer que existe algo fuera de nuestro fanerón particular? Admitamos que una vez que no hay forma de demostrar a un solipsista (en el caso improbable de que alguna vez nos encontremos con uno) que existen cosas fuera de su fanerón, entendiendo por «demostrar» lo mismo que se entiende cuando se demuestra un teorema en lógica o en matemáticas. La situación es peor aún. Como han señalado a menudo los filósofos, no hay modo de que un solipsista pueda demostrar, ni tan siquiera a sí mismo, que él existía antes de ayer. Quizás él y todo su mundo fenoménico, incluida la totalidad de su memoria, entraron de repente en la realidad el martes pasado. Ni tampoco puede demostrar que él y su fanerón existirán después del jueves próximo. Así pues, uno ha de conformarse finalmente con lo que se ha dado en llamar «solipsismo del momento». Uno sólo puede estar seguro de que «existe ahora», el punto de partida de la filosofía de Descartes.
Pero, ¡un momento! Ni tan siquiera esto es seguro. Quizá, queridos lectores, no sois más que una ficción en el sueño de algún dios, igual que Sherlock Holmes fue una ficción de la mente de Sir Arthur Conan Doyle. Hay hindúes que creen que el universo entero, nosotros incluidos, es un sueño de Brahma, y dejará de ser real inmediatamente después de que éste despierte. Alicia, detrás del espejo, pensaba que era ella la que estaba soñando con el Rey Rojo. Pero el Rey Rojo se pasa todo el cuento durmiendo, y alguien le cuenta a Alicia que ella no es más que una «especie de algo» en el sueño del Rey Rojo. Una vez, en una de las clases de filosofía de Morris Cohen, un estudiante levantó la mano para preguntar: ¿Cómo sé que existo? A lo que el profesor Cohen replicó: ¿Quién ha preguntado?
Como todo nuestro conocimiento del mundo y de la otra gente se deriva de la información que se filtra en nuestra conciencia a través de los sentidos, no hay ninguna manera acorazada de refutar el solipsismo. Con «acorazada» quiero decir una manera estrictamente lógica. No hay ninguna manera absoluta de refutar nada que no pertenezca a la lógica pura o a la matemática, y aun ahí la refutación siempre se hace de acuerdo a un sistema formal de axiomas y reglas aceptados por convenio. Aceptad los axiomas y reglas de la geometría euclídea y podréis refutar la afirmación de que la suma de los ángulos interiores de un triángulo es mayor que 180 grados. Pero esto no difiere en mucho de refutar la afirmación de que hay siete huevos en media docena. Sin embargo, a pesar de esa irrefutabilidad en sentido estricto, ningún filósofo sensato ha sido solipsista. ¿Por qué?
Es difícil discutir esto sin abordarlo desde un punto de vista histórico. La razón es sencilla. Cualquier opinión fundamental que pueda uno formarse acerca de cualquier cuestión metafísica de importancia ya ha sido tan bien expresada y tan expertamente defendida por los grandes pensadores del pasado que es prácticamente imposible decir algo nuevo al respecto o mejorar los argumentos antiguos.
Aristóteles sostenía la opinión razonable de que detrás del fa-nerón hay un mundo de «materia» con una existencia independiente. Esta opinión ha sido sostenida también por casi todo el mundo desde entonces —filósofos, científicos y gente corriente. No nos preocuparemos ahora de qué es lo que aquí entendemos por materia. Existía antes de que existieran los seres humanos y seguiría existiendo si los seres humanos dejaran de existir. Es este mundo exterior el que es causa del mundo interior de nuestras sensaciones, el mundo que percibimos como nuestro fanerón. Antes de Aristóteles, Platón no sólo abogaba por la existencia de ese mundo exterior (es el que produce las sombras en la famosa alegoría de la caverna), también sostenía la existencia independiente de ideas universales tales como vaquidad o el número tres, además de la materia y las mentes humanas. Para Aristóteles, los universales no tienen ninguna realidad aparte del universo material, del mismo modo que la forma de un vaso no puede existir aparte del mismo vaso. En la Edad Media este debate tomó usualmente la forma de nominalismo contra realismo platónico, con distinciones terminológicas complejas y matices de opinión sutiles por los que no nos vamos a interesar. Lo importante es que los escolásticos medievales eran «realistas» al creer, como Platón y Aristóteles, que hay un vasto mundo «fuera», detrás del mundo de las apariencias, que no precisa de nuestra percepción para existir.
El primer gran giro histórico acerca de esta cuestión en la filosofía occidental llegó a principios del siglo XVIII , con los escritos del obispo George Berkeley, un piadoso anglicano irlandés que pasó varios años en Newport, Rhode Island, intentando en vano establecer un colegio cristiano en Bermuda. Me pregunto cuántos estudiantes de la Universidad de California, en Berkeley, sabrán que la ciudad debe el nombre a este obispo porque, como cuenta Russell en su History of Western Philosophy, Berkeley había escrito «Westward the course of empire takes its way» [El imperio sigue su camino hacia el oeste]. El último libro del obispo trataba de las propiedades medicinales del agua de brea, una monografía comparable al tratado de Aldous Huxley acerca de cómo curar los defectos de refracción del ojo por medio de movimientos rítmicos de los globos oculares.
Es fácil bromear acerca de la filosofía de Berkeley, pero él supo defenderla con una gran maestría, y he leído muchos libros posteriores sobre idealismo teocéntrico que no hacen gran cosa aparte de repetir los argumentos de Berkeley y, para colmo, ni la mitad de bien. Para comprender esos argumentos es mejor decir antes algo del distinguido predecesor del obispo, John Locke.