John Gardner - Scorpius
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Scorpius: resumen, descripción y anotación
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John Gardner
Scorpius
SCORPIUS
1988
Traducido por Julio F. Yañez.
Dedico este libro a Alexis y John, Simon y Miranda.
1. La milla más larga
Eran exactamente las doce y diez minutos de la noche cuando la muchacha, tras haberse apeado del tren, se detuvo un momento para leer sorprendida el letrero que se exhibía ante un quiosco de periódicos cerrado y en el que se anunciaba: «El primer ministro convoca elecciones generales para el 11 de junio.» Ahora comprendía por qué se habían dado las órdenes y por qué habla rehusado instintivamente quedarse a obedecerlas.
No se dio cuenta de que estaba lloviendo hasta que hubo salido del gran vestíbulo de la estación de Waterloo. Era preciso que alguien la ayudara. Volvió al interior de la estación intentando utilizar tres teléfonos públicos hasta que encontró uno no desmantelado todavía por los gamberros. Marcó el número 376 de Chelsea y esperó mientras el timbre sonaba y sonaba, y ella se entretenía fijando sólo una pequeña parte de su atención en las inscripciones marcadas en la pared, números de teléfono junto a nombres de chicas que ofrecían servicios no especificados claramente y alguna que otra frase obscena. Viendo que nadie contestaba a su llamada, colgó el auricular. Tenía la sensación de estar muy lejos de Londres y creyó que iba a desmayarse o ponerse a llorar. Él nunca la habría sermoneado, sino que habría comprendido y la habría ayudado o aconsejado. Ahora sólo le quedaba una opción: irse a su casa.
Pero su casa era el último lugar al que hubiera querido dirigirse, aunque, a decir verdad, no le quedaba otra alternativa.
No había ningún taxi libre por los alrededores. Entretanto la lluvia se había ido transformando en una suave llovizna, cosa normal en mayo. Menos mal que el camino era corto. Pero aquella milla podía resultarle muy larga.
¿Qué se lo había hecho recordar? Sí. Una canción: «la milla más larga es la que falta recorrer para llegar a casa.»
Empezó a caminar alejándose de la estación para tomar la York Road y cruzar el puente de Westminster. Una vez en el lado opuesto observó que el edificio del ayuntamiento continuaba iluminado, con un aspecto más parecido al de un hotel de lujo que a un campo de batalla para los políticos de la capital. El tráfico y los peatones se habían vuelto escasos. Pasaron tres taxis con el «libre» apagado. Le pareció extraño que en Londres, en cuanto empieza a llover, los taxis parecen encaminarse todos a sus garajes o están ocupados por pasajeros que no se ven.
Cuando hubo alcanzado el extremo opuesto del puente torció a la derecha, en dirección al Victoria Embankment. Al otro lado de la calle, tras de ella, se elevaba magnífica la torre del Big Ben, mientras que a su derecha, la negra y siniestra estatua de Boadicea, en su carro de guerra, parecía una mancha oscura destacando contra el cielo.
El piso de sus padres se encontraba a menos de diez minutos de distancia caminando, y empezó a preguntarse cómo la acogerían al presentarse ante ellos de manera tan inesperada. La parte de su carácter dominada aún por la obstinación se rebelaba ante la idea de regresar. Iban a producirse las inevitables recriminaciones, pero como ellos habían hecho lo posible y lo imposible para que volviera, le demostrarían al menos cierta satisfacción o agrado. Su problema consistía en tener que admitir que sus padres siempre tuvieron razón.
Conforme entraba en el Victoria Embankment, sintió una repentina sensación de alarma. Comprendió de improviso que había bajado la guardia mientras cruzaba el puente. Porque sin duda alguien la vigilaba. Aquello era tan cierto como la luz del día. Hasta entonces había tomado sus precauciones. Como la estación de Paddington era la que normalmente hubiera utilizado para llegar a Londres y alguien estaría esperándola allí, empleó algunas horas más en el viaje, cambiando de trenes y tomando un autobús con el fin de entrar por Waterloo y no por Paddington. Pero probablemente vigilarían también la casa de sus padres. De esto no le cabía la menor duda.
Conforme todas estas ideas cruzaban por su mente dos hombres emergieron repentinamente de las sombras, quedando iluminados por el círculo de luz que los faroles formaban frente a ella.
– ¡Mira qué tenemos aquí! -exclamó uno de ellos con voz de borracho.
La muchacha se arrebujó aún más en su fino impermeable blanco, como si éste pudiera proporcionarle alguna protección adicional.
Pero conforme los dos hombres se acercaban a ella comprendió que no eran la clase de los que hubieran puesto para seguirle los pasos. Vestían pantalones vaqueros y cazadoras de piloto llenas de metales incrustados y de cadenitas, y llevaban el pelo erizado y teñido, uno de rojo y naranja, y el otro de carmín y azul.
– ¿Vas sola, cariño? -le preguntó el más corpulento.
Ella dio un paso atrás apoyando una mano en la pared que quedaba a su espalda. Estaba segura de que en algún lugar cercano habría una abertura con escalones para bajar al amarradero, donde durante el verano los turistas dejan sus botes luego de navegar de un lado a otro por el Támesis.
Aunque era una insensatez, se dijo que quizá existiera alguna posibilidad de escapar por allí.
– ¡Vamos, nena! No tienes por qué asustarte de nosotros.
Las voces de ambos sonaban igual, enronquecidas por la bebida.
– Una chica tan mona no irá a decir que no a un par de chicos guapos como nosotros, ¿verdad?
Se iban acercando lentamente. Ella creyó incluso percibir el olor del alcohol. También era desgracia ocurrirle aquello cuando ya estaba casi a salvo. Ir a tropezarse con dos atracadores o quizá algo peor.
Aquella última idea quedó confirmada bien pronto.
– Vamos a pasar un rato agradable ¿verdad? -la sonrisa de hiena del que hablaba fue claramente visible a la luz difusa de los faroles.
Su compañero exhaló una desagradable risa de borracho.
– Dirá que sí aunque tengamos que echarla por la fuerza en el suelo.
Mientras sus agresores continuaban avanzando, ella encontró de improviso el hueco en la pared. Volviéndose, empezó a bajar a trompicones en dirección al río, agarrando con una mano el bolso que llevaba colgado del hombro y sintiendo cómo el terror encendía en su cerebro una luz que parecía dificultarle la respiración y le contraía el estómago.
Los dos rufianes empezaron a bajar tras ella, haciendo resonar sus botas sobre los amplios escalones. Cuando percibió el olor del agua, su miedo se transformó en pánico. Se dijo que no tenía escapatoria porque no sabía nadar. No había allí ahora ninguna embarcación en la que poder esconderse; tan sólo la hilera de postes de metal unidos por una cadena.
Se le echaban ya literalmente encima y no tuvo más remedio que enfrentarse a ellos, decidida a luchar en la medida de sus fuerzas. Tenía que defender su pureza. La pureza era lo más importante. Todos lo afirmaban. Y también el padre Valentine. Tenía que conservarse pura costara lo que costara.
Dio un paso atrás y la cadena le rozó la parte posterior de las rodillas, haciéndole proferir un grito, tambalearse y tropezar. Perdió el equilibrio al resbalar sobre las piedras húmedas, y las piernas se le enredaron en la cadena, manteniéndola suspendida unos momentos en el aire. En seguida se hundió en el agua, notando cómo ésta la envolvía con su negrura, llenando su nariz y su boca, mientras el impermeable flotaba como un globo a su alrededor y el peso de sus ropas y su bolso la arrastraban hacia el fondo. Oyó cómo alguien gritaba y en seguida comprendió que era ella misma, tosiendo, gorgoteando y escupiendo mientras daba manotazos en el agua, con el cuerpo agarrotado por el terror.
Como si viniera de mucha distancia le pareció oír la voz de su viejo profesor de educación física, aquel sádico que intentó enseñarle a nadar echándola sin previo aviso en la piscina. «¡Vamos! No hay que bracear tanto. Pareces un pelícano borracho. ¡Domínate! ¡Venga!… ¡Qué chica tan idiota, tan idiota, tan idi…!»
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