La Teoría de Nada
Laura A. López
Rocío Mulas. Nací en un pueblo a las afueras de Madrid en 1991. Mi pasión por la escritura comenzó a los ocho años, cuando escribía pequeñas historias con la máquina de escribir de mis padres. A los doce, tras leer a Susan E. Hinton, me atreví con lo que creía que era mi primera novela, aunque ahora lo considero un relato largo. Mis profesores me animaron a presentarme a concursos literarios, en los que gané algún premio, y a los 16 escribí mi primera novela, El Misterio de Adam Mitchel, publicada en 2014. Actualmente soy maquilladora profesional, pero sé que la imaginación me desborda cada día, y que nunca dejaré de ser escritora.
Edición en formato digital: agosto de 2018
© 2018, Rocío Mulas
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Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
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ISBN: 978-84-17540-31-9
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¿Qué pasaría si todo el mundo desapareciera
y estuvieras solo en la Tierra?
Trevor regresa a casa después de un día de trabajo, y con la certeza de que su novia Claire le recibirá enfadada por volver a llegar tarde. Pero lo que encuentra no tiene que ver con haberse saltado la cena. Ella ha desaparecido, y cuando sale a buscarla, observa que también lo ha hecho el resto del mundo. No entiende lo que ocurre, y las cosas que suceden a su alrededor parecen llevarle a callejones sin salida que le recuerdan una y otra vez que Claire estaría a salvo si él hubiera llegado a casa cuando debía hacerlo. Las dudas sobre lo que es real y lo que no aumentan con cada paso que da a lo desconocido. Movido por el amor y el remordimiento, emprende una búsqueda llena de misterios, teorías y preguntas sin respuestas.
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La teoría de nada
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Una noche en el Támesis
de Díaz de Tuesta
Prólogo
S iete años antes…
Manderland House, dormitorio de Arthur Ravenscroft
Londres, mayo de 1820
Como cada noche en los últimos tiempos, lord Badfields entró en la mansión por una de las puertas de servicio. Se tambaleó por los pasillos, sonrió a una doncella que abrió su puerta, pero a la que no podría atender en condiciones dada su borrachera, y subió varios pisos de escaleras, a veces arrastrándose literalmente, hasta llegar a su dormitorio.
El ayuda de cámara, que ya conocía sus costumbres, había dejado encendidas las velas del escritorio y las de la mesilla. Le hubiese esperado despierto él mismo, como había hecho tantas veces en el pasado. De hecho, durante años se había empeñado en ello pese a que Arthur no quería encontrárselo allí, y lo hizo hasta que le amenazó con empezar a llevar la corbata mal puesta en público, para avergonzarle.
Si algo odiaba Arthur Ravenscroft, hombre de pocos odios, era encontrar gente en su dormitorio cuando llegaba en esas condiciones. Lo único que quería era caer de bruces sobre el colchón y quedarse dormido.
Pero esa noche no iba a ser posible.
Su hermana pequeña, Minerva, estaba sentada en el borde de la cama. De un modo inconsciente, se extrañó al verla vestida y con el cabello recogido a esas horas, en vez de estar con su camisón y el pelo largo suelto, bien cepillado, aunque la idea se le fue de la cabeza casi al momento.
—Arthur…
—Pero ¿qué haces aquí, Minnie? —dijo, con esfuerzo—. ¡Es muy tarde! ¿Qué quieres?
Ella le miró muy seria.
—Tienes resaca.
Arthur se echó a reír.
—No, pequeñaja, eso será mañana. Ahora todavía estoy placenteramente borracho. —Tiró de la corbata mientras se quitaba la chaqueta. Tuvo algún problema que otro, porque le dio la impresión de que un tercer brazo se empeñaba en enredarlo todo, pero al final se libró de ella y la arrojó a un lado, sin ningún cuidado. Un nuevo disgusto para su ayuda de cámara—. Vete a tu cuarto, anda.
—No, escucha, Arthur… Tengo que hablar contigo.
—¿Y no puede esperar a mañana?
—¡No! ¡Si pudiera esperar a mañana, no estaría ahora aquí!
—Oh, por todos los demonios… —Fue hacia la cama y se sentó a su lado, aunque casi inmediatamente se dejó caer tumbado de espaldas, con un gemido—. A ver, ¿qué ocurre, pequeñaja?
—Esta tarde he oído a padre, en su despacho, hablando con ese viejo repugnante de Dankworth.
—¿Dankworth?
El duque de Dankworth, que alardeaba de su título de «Sátiro de Londres». Esa misma noche le había visto en un burdel. Con casi setenta años, se dejaba querer por dos prostitutas muy jóvenes, que si tenían más de veinte años, ya no le interesaban. Menudo viejo pervertido.
Últimamente, Arthur había oído rumores sobre su posible sífilis. A saber. Desde luego, no sería sorprendente algo así.
—Qué infierno —murmuró—. ¿Qué decían?
—Han acordado el matrimonio. ¡Y dicen que será lo antes posible! —exclamó, alarmada y llena de indignación—. ¡Pretenden anunciarlo la semana que viene y celebrarlo en verano, a finales, como muy pronto! ¿Te das cuenta? ¡Ni siquiera habré llegado a cumplir los dieciséis!
—Bueno…
Entendía bien el enfado de Minerva. Menudos dos, aquellos insignes lores, mercadeando con el virgo de una niña. Era tan culpable el vicioso de Dankworth como su padre, que la vendía al mejor postor sin ningún escrúpulo. En lo que a él se refería, jamás consentiría que semejante matrimonio se cumpliera, de hecho ya había ido dando algunos pasos al respecto, hablando con el hijo y heredero de Dankworth, para que intentase controlar a su padre.
Claro que no pensaba decírselo a Minerva. Le gustaba pensar que había colaborado positivamente en la educación de su hermana pequeña, y eso pasaba por no ser para ella un muro de contención ante las adversidades de la vida, sino alguien que la apoyaba y la ayudaba desde la sombra. Siempre la animaba a llevar a cabo sus luchas y a vencerlas por sí misma, y de un modo aplastante.
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