Nº19 serie Comisario Brunetti
Vempio crede con tal frode
Di nasconder l'empietá.
(Cree el impío con tal falacia
esconder la impiedad.)
Don Giovanni
Mozart
Cuando el ispettore Vianello entró en el despacho, Brunetti casi había consumido la fuerza de voluntad que lo mantenía sentado ante su mesa. Había leído un informe sobre narcotráfico en el Véneto, informe en el que no se hacía mención de Venecia; había leído otro informe con la propuesta de traslado de dos nuevos agentes a la Squadra Mobile, antes de advertir que su nombre no figuraba en la lista de las personas que debían leerlo; y ahora iba por la mitad de un anuncio ministerial sobre cambios en las disposiciones que regulaban la prejubilación. Aunque decir que leía era exagerar la atención que el comisario dedicaba al texto. El papel descansaba en la mesa y él miraba por la ventana, con la esperanza de que entrase alguien a echarle un cubo de agua fría en la cabeza, o de que lloviera, o de caer en éxtasis para escapar del calor almacenado en su despacho y del marasmo que se apoderaba de toda Venecia en el mes de agosto.
Así pues, ni Deus ex machina habría sido mejor recibido que Vianello, que venía con la Gazzetta dello Sport en la mano.
– ¿Qué es eso? -preguntó Brunetti señalando el diario color de rosa y acentuando la última palabra con innecesario énfasis. Él sabía lo que era, desde luego, pero no la razón por la que se encontraba en manos de Vianello.
El inspector miró el periódico como sorprendido, también él, de verlo allí.
– Lo he encontrado en la escalera. Pensaba bajarlo a la oficina de los agentes.
– Por un momento, pensé que era tuyo -sonrió Brunetti.
– No lo menosprecies -dijo Vianello dejando caer el periódico en la mesa al sentarse-. La última vez que lo abrí, vi un artículo bastante largo sobre unos equipos de polo de los alrededores de Verona.
– ¿De polo?
– Eso decía. Por lo visto, hay siete equipos de polo en este país, o quizá sólo en Verona.
– ¿Con ponis, uniformes blancos y cascos? -preguntó Brunetti.
Vianello asintió.
– Había fotos. El marqués de tal y el conde de cual, y casas de campo y palazzi.
– ¿Seguro? ¿No te habrá afectado el calor y estarás confundiéndolo con algo que has leído en…, no sé…, Chi?
– Tampoco leo Chi -dijo Vianello, con remilgo.
– Nadie lee Chi -convino Brunetti, que nunca había oído a alguien reconocer tal cosa-. La información de los reportajes la transmiten los mosquitos. Te pican y te va directamente al cerebro.
– ¿Y soy yo el que sufre los efectos del calor? -dijo Vianello.
Callaron un momento, en amigable laxitud, incapaz uno y otro de reunir la energía necesaria para hablar del calor. Vianello echó el cuerpo adelante y el brazo atrás para despegarse de la espalda la camisa de algodón.
– En el continente es aún peor -dijo el inspector-. Los de Mestre han dicho que ayer tarde, en la oficina principal, estaban a cuarenta y un grados.
– Creí que tenían aire acondicionado.
– Roma ha dictado una norma que prohíbe su utilización, para evitar apagones como los que tuvieron hace tres años. -Vianello se encogió de hombros-. O sea, que es mejor esto; nosotros, por lo menos, no estamos encerrados en una caja de cristal y cemento, como ellos. -Miró a las ventanas del despacho de Brunetti, abiertas de par en par a la luz de la mañana. Las cortinas se movían; lánguidamente, pero se movían.
– ¿De verdad tenían desconectada la refrigeración? -preguntó Brunetti.
– Eso me dijeron.
– Yo no lo habría creído.
– Ni yo lo creí.
Se quedaron en silencio hasta que Vianello dijo:
– Quiero preguntarte una cosa.
Brunetti lo miró y movió la cabeza de arriba abajo. Era más fácil hacer esto que hablar.
Vianello se inclinó hacia adelante, pasó la mano por el periódico y otra vez echó el cuerpo hacia atrás.
– ¿Tú nunca…? -empezó, se interrumpió, como buscando las palabras, y prosiguió-: ¿… lees el horóscopo?
Brunetti dejó transcurrir un momento antes de responder:
– Conscientemente, no. -Al observar la extrañeza de Vianello, explicó-: Quiero decir que no recuerdo haber abierto un periódico buscando esa sección. Pero, si lo encuentro abierto por esa página, la miro, sí. Aunque distraídamente. -Pensando que quizá no se había expresado con suficiente claridad, se interrumpió, esperando una explicación y, como ésta no llegaba, preguntó-: ¿Por qué?
Vianello se revolvió en la silla, se levantó para alisarse las arrugas del pantalón y volvió a sentarse.
– Es mi tía, la hermana de mi madre. Anita, la última que queda. Ella lo lee todos los días. Si se cumplen o no las predicciones no importa, aunque nunca son muy explícitas. «Vas a hacer un viaje.» Al día siguiente, ella va al mercado de Rialto a comprar verdura. Ya es un viaje, ¿no?
Hacía años que Vianello hablaba de su tía Anita, la hermana favorita de su difunta madre y también su tía favorita, probablemente, porque era la persona de más carácter de toda la familia. En los años cincuenta, Anita se casó con un aprendiz de electricista que, pocas semanas después de la boda, se fue a Turín en busca de trabajo. Ella tuvo que esperar casi dos años para volver a verlo. Zio Franco tuvo suerte y encontró trabajo en la Fiat, donde pudo seguir cursos de formación y convertirse en maestro electricista.
Zia Anita se reunió con él en Turín, y allí estuvo seis años. Después del nacimiento de su primer hijo, se trasladaron a Mestre, donde él se estableció por su cuenta. La familia crecía y el negocio prosperaba. Él se retiró con casi ochenta años y, para sorpresa de sus hijos, nacidos todos en la terraferma, el matrimonio regresó a Venecia. Si le preguntabas por qué ninguno de sus hijos había venido con ellos, la tía Anita decía:
– Esos chicos tienen gasolina en las venas, no agua de mar.
Brunetti estaba dispuesto a escuchar con agrado todo lo que Vianello tuviera que decir de su tía. Esto le distraería del afán de levantarse cada cinco minutos y acercarse a la ventana para ver si… ¿Si qué? ¿Si empezaba a nevar?
– Y ahora le da por verlo en televisión -continuó Vianello.
– ¿El horóscopo? -preguntó Brunetti, sin poder disimular la sorpresa. Él veía poca televisión, sólo cuando alguien de la familia le obligaba, y no estaba enterado de lo que podías encontrar allí.
– Sí, y sobre todo los programas de los que echan las cartas y de la gente que dice que puede adivinarte el futuro y resolver tus problemas.
– ¿Echadores de cartas? -sólo supo repetir el comisario-. ¿Por la tele?
– Sí. Llamas por teléfono y esa persona te echa las cartas y te dice lo que debes vigilar, o promete ayudarte si estás enfermo. Bueno, eso me han dicho mis primos.
– ¿Te dice que debes andarte con ojo para no rodar por la escalera o para que no te pille desprevenida la llegada de un desconocido alto y moreno? -preguntó Brunetti.
Vianello se encogió de hombros.
– No sé. Nunca veo esos programas. Todo eso me parece ridículo.
– Ridículo no, Lorenzo -aseguró Brunetti-. Extraño, quizá, pero no ridículo. Y, si bien se mira, quizá ni siquiera sea tan extraño.
– ¿Por qué?
– Porque es una anciana, y todos nos inclinamos a pensar que las ancianas creen en esas cosas. Si Paola me oyera, o Nadia, dirían que tengo prejuicios contra las mujeres y contra los viejos.
– ¿No se quemaba a las brujas por esas cosas? -preguntó Vianello.
Aunque Brunetti había leído largos pasajes de
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