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Donna Leon - Líbranos del bien

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Líbranos del bien: resumen, descripción y anotación

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Tres hombres, entre ellos un carabiniere, irrumpen en el apartamento de un pediatra en plena noche, lo atacan y se llevan a su hijo de dieciocho meses. ¿Qué ha motivado un ataque tan violento por parte de las fuerzas del orden? Cuando el comisario Brunetti es convocado al hospital en que ingresa la víctima del cruel asalto, deberá enfrentarse a más preguntas que respuestas. Sl mismo tiempo, el inspector Viaenllo descubre una estafa que implica a los farmacéuticos y médicos de Venecia. Y tras la estafa… algo más que dinero. Líbranos del bien, el decimosexto caso protagonizado por el cominsario Brunetti, el más negro y el primero sin crimen, urde dos tramas paralelas en torno a tráfico ilegal de menores para la adopción y a un dilema médico. Con el ingenio y la lucidez habitual en ella, Donna Leon demuestra que el camino del Infierno puede estar sembrado de buenas intenciones.

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Donna Leon Líbranos del bien Comisario Guido Brunetti 16 Título original - photo 1

Donna Leon

Líbranos del bien

Comisario Guido Brunetti 16

Título original: Suffer the Little Children

© Traducción: Ana Maria de la Fuente, 2007

A Ravi Mirchandani

Welche Freude wird das sein,
Wenn die Götter uns bedenken,
Unsrer Liebe Kinder schenken,
So liebe kleine Kinderlein!

¡Qué dicha cuando los dioses

nos escuchen y a nuestro amor otorguen

el regalo de los hijos,

adorables criaturas!

La flauta mágica

Mozart

CAPÍTULO 1

– … y entonces mi nuera me dijo que debía venir a contárselo a ustedes. Yo no quería, y mi marido decía que sería una tonta si me metía, que no haría más que buscarme problemas, y que bastantes problemas tiene él ya. Y que me pasaría lo que a su tío, al que un vecino se le había conectado a la línea y le robaba la corriente, y cuando él lo denunció fueron y le dijeron que tenía que…

– Perdón, signora, ¿podríamos volver a lo que sucedió el mes pasado?

– Oh, sí, claro, pero lo cierto es que al final el tío de mi marido tuvo que pagar trescientas mil liras.

– Signora.

– Y entonces mi nuera dijo que, si no venía yo, les llamaría ella, pero, como era yo la que lo había visto, valía más que viniera a contárselo yo, ¿no?

– Desde luego.

– De manera que, cuando han dicho por la radio que seguramente esta mañana llovería, he sacado el paraguas y las botas y los he dejado al lado de la puerta por si acaso, pero luego no ha llovido, ¿verdad?

– No, signora. Decía usted que quería hablar de algo extraño que había ocurrido en el apartamento que está frente al suyo, ¿verdad?

– Sí, esa muchacha.

– ¿Qué muchacha, signora?

– La jovencita embarazada.

– ¿Cuántos años cree que podría tener, signora?

– Pues unos diecisiete, o por ahí. Yo he tenido dos chicos, sabe usted, y de un chico habría podido decirlo, pero de una chica…

– ¿Y dice que estaba embarazada?

– Sí. Y a punto de dar a luz. Por eso se lo dije a mi nuera y por eso ella me dijo que viniera a contárselo a ustedes.

– ¿Que estaba embarazada?

– Que había tenido el niño.

– ¿Dónde tuvo el niño, signora?

– En mi misma calle, enfrente de mi casa. No en la calle, se entiende. En el apartamento del otro lado de la calle. Está algo más abajo, frente a la casa de al lado, pero como la fachada sale un poco puedo ver por las ventanas, y por eso la vi.

– ¿Dónde es eso exactamente, signora?

– En la calle dei Stagneri. Ya sabe, cerca de San Bortolo, bajando a campo de la Fava. Yo vivo a mano derecha y ella, a la izquierda, en el lado de la pizzeria, al extremo, cerca del puente. El apartamento era de una señora mayor, que no sé cómo se llamaba, que se murió, y lo heredó el hijo, que lo alquila a turistas, sabe usted, como hace la gente, por semanas o por meses.

»Pero cuando vi a la chica, y me fijé en que estaba embarazada, pensé que a lo mejor había decidido alquilarlo como un apartamento normal, comprende, con contrato y todo eso. Porque, si estaba embarazada, tenía que ser una de nosotras, no una turista, ¿verdad? Claro que rinde más alquilar por semanas, sobre todo, a los extranjeros. Y no tienes que pagar el…

»Ay, perdone. Supongo que eso no le interesa. Como le decía, esa chica estaba embarazada, y yo pensé que sería una parejita joven, pero luego me di cuenta de que nunca se veía al marido.

– ¿Cuánto tiempo estuvo allí la joven, signora?

– Cosa de una semana, quizá no tanto. Pero lo bastante para que yo llegara a conocer sus hábitos, poco más o menos.

– ¿Y podría decirme cuáles eran?

– ¿Sus hábitos?

– Sí.

– Bueno, no es que la viera mucho. Sólo cuando pasaba por delante de la ventana para ir a la cocina. Y no es que cocinara nada, por lo menos, que yo sepa. Pero del resto de la casa no sé, y no tengo idea de lo que hacía allí, supongo que sólo esperar.

– ¿Esperar?

– Esperar a que naciera la criatura. Porque los niños vienen cuando quieren.

– Ya. ¿Y ella se fijó en usted, signora?

– No; mi casa tiene visillos y la suya no. La calle es oscura, y normalmente por las ventanas apenas se ve, pero hará un par de años, poco más o menos, les pusieron delante una de esas farolas nuevas y por la noche hay luz en el piso. No sé cómo lo aguantan. Nosotros hemos de dormir con los postigos cerrados, porque si no me parece que no podríamos pegar ojo, no sé si me entiende.

– Desde luego, signora. Dice que no veía al marido, pero ¿vio en la casa a otras personas?

– A veces. Siempre por la noche. Bueno, después de cenar, aunque no es que la viera guisar, pero bien debía de hacerlo, ¿no?, a menos que alguien le llevara comida. Porque estando embarazada tienes que comer. Cuando yo estaba de mis chicos comía como una lima. O sea que bien debía de comer, sólo que yo no la veía guisar. Porque no se puede tener sin comer a una embarazada, ¿no le parece?

– Claro que no, signora. ¿Y a quién veía con ella en el apartamento?

– A veces, venían hombres que se sentaban a la mesa de la cocina y hablaban. Como fumaban, abrían la ventana.

– ¿Cuántos hombres, signora?

– Tres. Se les veía porque tenían la luz encendida.

– ¿Hablaban en italiano?

– A ver, déjeme pensar. En italiano, sí. Pero no eran de aquí, venecianos quiero decir. El dialecto no me sonaba, no era veneciano.

– ¿Y sólo hablaban, sentados a la mesa?

– Sí.

– ¿Y la muchacha?

– A ella no la veía, cuando estaban ellos. Cuando se iban, a veces entraba en la cocina, a por un vaso de agua, quizá. Por lo menos, la veía en la ventana.

– ¿Y nunca le habló?

– No. Como ya le he dicho, nunca tuve tratos con ella ni con los hombres. Yo sólo la observaba, deseando que comiera algo. Yo, cuando estaba de Luca y de Pietro, siempre tenía hambre. No hacía más que comer. Tuve suerte de no engordar demasiado…

– ¿Esos hombres comían, signora?

– ¿Comer? Qué va. Y, ahora que lo dice, es curioso, ¿verdad? Tampoco bebían. Sólo hablaban allí sentados, como el que está esperando un vaporetto, por ejemplo. A veces, cuando ellos se iban, la chica entraba en la cocina, pero nunca encendía la luz. Eso era lo más curioso. Nunca encendía las luces por la noche, en ninguna habitación, por lo menos, que yo pudiera ver. A los hombres los veía, pero a ella, sólo de día o cuando pasaba por delante de una ventana por la noche.

– ¿Y qué ocurrió entonces?

– Entonces, una noche la oí gritar, pero no entendí lo que decía. Me pareció que una de las palabras era «mamma», pero no estoy segura. Y entonces oí a la criatura. ¿Sabe usted cómo suena el llanto de un recién nacido? No hay en el mundo nada que pueda compararse. Recuerdo que cuando nació Luca…

– ¿Había alguien más?

– ¿Qué? ¿Cuándo?

– Cuando tuvo la criatura.

– No vi a nadie, si a eso se refiere, pero alguien tenía que estar con ella. No se puede dejar que una chica dé a luz sola, ¿no le parece?

– ¿No le llamó la atención que viviera sola, estando tan avanzado el embarazo?

– Pues no sé. Quizá me figuré que el marido estaba de viaje, o que no tenía marido. Y que el parto se adelantó y no le dio tiempo de ir al hospital.

– El hospital está a pocos minutos, ¿no, signora?

– Sí, sí, ya lo sé. Pero puede pillarte desprevenida. Mis dos chicos tardaron lo suyo, pero sé de mujeres que han parido en media hora, y supuse que eso le habría ocurrido a ella. La oí a ella y luego a la criatura, y ya no oí nada más.

– ¿Y qué ocurrió entonces, signora?

– Al día siguiente, o quizá al otro… no recuerdo… vi a otra mujer que hablaba por el telefonino, delante de la ventana abierta.

– ¿Hablaba en italiano, signora?

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