Anne Holt
Crepúsculo En Oslo
Vik & Stubø, 2
© 2004 Anne Holt
Titulo original Det som aldri skjer
© de la traducción Cristina Gómez Baggethun
Para las personas, tal y como son hoy en día, no hay más que una novedad radical, y es siempre la misma la muerte.
Zentralpark, Walter Benjamin
Ya había perdido la cuenta de las personas a las que había quitado la vida. Tampoco es que tuviera la menor importancia. La calidad era más reveladora que la cantidad en la mayor parte de las actividades. También en la suya, a pesar de que el placer que provocaba un giro original había perdido, con los años, algo de su lustre. En más de una ocasión había sopesado la posibilidad de buscarse otro quehacer. La vida estaba repleta de posibilidades para las personas como ella, se recordaba de vez en cuando. Mentira. Era demasiado mayor. Estaba cansada, lo notaba. Esto era lo único que realmente sabía hacer. Y era un negocio lucrativo. El sueldo por horas era desorbitado, claro, pero sólo faltaría. Llevaba su tiempo recomponerse.
Lo único que realmente le gustaba era no hacer nada. Donde se encontraba, no había nada que hacer. Pero, a pesar de todo, no estaba a gusto.
Quizá fuera mejor que los otros no hubieran venido.
No estaba del todo segura.
En todo caso el vino estaba sobrevalorado. Era caro y sabía agrio.
Al este de Oslo, donde las lomas se van allanando hacia las casas en torno a la estación junto al río Nit, los coches se habían helado a lo largo de la noche. La gente que iba a pie se calzaba mejor los gorros sobre las orejas y se ajustaba las bufandas al cuello mientras se apresuraba hacia la parada del autobús que estaba junto a la carretera, a un gélido kilómetro de distancia. Las casas del pequeño callejón sin salida se cerraban contra la helada, con las cortinas echadas y los montículos de nieve ante las entradas de coches. En una vieja villa, ya casi dentro del bosque, largos carámbanos de hielo colgaban de los aleros del tejado y desencadenaban catástrofes en el acceso. La casa era blanca.
Detrás de la puerta de entrada, con sus vidrieras y su llamador forjado en latón, a la izquierda de un recibidor anormalmente grande, en un despacho marcado por el arte minimalista y los suntuosos muebles, tras un ostentoso escritorio y entre cajas llenas de correspondencia sin abrir, había una mujer sentada, y estaba muerta. Tenía la cabeza echada hacia atrás, los antebrazos sobre los reposabrazos del sillón. Una gruesa banda de sangre reseca le caía desde el labio inferior hasta el cuello al descubierto, y se dividía a la altura del pecho para reunirse luego sobre un abdomen impresionantemente firme. También la nariz estaba sanguinolenta. A la luz de la lámpara del techo, parecía una flecha dirigida al oscuro hueco que una vez fue la boca. De la lengua no quedaba más que un pedazo, era evidente que había sido eliminada por una mano meticulosa. El tajo era limpio; el corte, afilado.
Hacía calor en la habitación, casi bochorno.
El inspector Sigmund Berli, de Kripos, desconectó por fin el teléfono móvil y miró el termómetro digital colocado en la parte interior de la ventana panorámica que daba al sudeste. Fuera: veintidós grados bajo cero.
– Es extraño que este tipo de cristales no revienten -dijo golpeando levemente el vidrio-. Cuarenta y siete grados de diferencia entre dentro y fuera. Qué cosas tan raras.
No parecía que nadie lo estuviera escuchando.
La mujer muerta estaba desnuda bajo la bata de seda con solapas doradas. El cinturón estaba tirado en el suelo. Un joven agente de la policía local de Romerike retrocedió de pronto al ver la aduja amarilla.
– Joder -dijo, y tomó aire antes de pasarse la mano por la cabeza con aturdimiento-. Me había parecido que era una serpiente, fíjate.
El pedazo que faltaba del cuerpo de la mujer estaba sobre el escritorio, primorosamente empaquetado. Sólo asomaba la punta entre todo el rojo. Una planta exótica y rechoncha; carne pálida con papilas gustativas aún más pálidas y, en las arrugas y los pliegues, líneas rojo azulado por el vino. Un vaso medio vacío se balanceaba sobre una pila de papeles al borde de la mesa. La botella no se veía por ninguna parte.
– ¿No podríamos, al menos, cubrirle las tetas? -carraspeó el comisario.
– Es demasiado jodido que tenga que…
– Esas cosas tendremos que dejarlas para luego -dijo Sigmund Berli metiéndose el teléfono móvil en el bolsillo de la camisa. Se arrodilló y se puso a mirar a la mujer muerta-. Yo no me rindo -murmuró-. Esto le va a interesar a Yngvar. Y de paso, a su chica.
– ¿Cómo?
– Nada. ¿Sabemos a qué hora murió?
Berli ahogó un estornudo. El silencio en la habitación le provocaba pitido de oídos; se levantó rígidamente mientras se limpiaba innecesariamente el polvo del pantalón. Junto a la puerta del recibidor había un hombre con uniforme azul. Con las manos a la espalda, alternando inquietamente el peso de un pie al otro, miraba fijamente por la ventana, en dirección opuesta al cadáver. Un abeto aún conservaba la decoración de Navidad. Aquí y allá se vislumbraban luces en lugares a los que nunca accedía el día, bajo las ramas y la densidad de la nieve.
– ¿No hay nadie aquí que sepa algo? -preguntó Berli con irritación-. ¿No tenéis siquiera una hora provisional de la muerte?
– Anoche -dijo finalmente el otro-. Pero es demasiado pronto…
– Para decirlo -completó Sigmund Berli-. Anoche. Bastante vago, vamos. ¿Dónde están…?
– Salen todos los martes. La familia, digo. El marido y la hija de seis años. Si era eso lo que…
El comisario sonrió con inseguridad.
– Sí -dijo Berli, que rodeó a medias el escritorio-. La lengua -dijo mirando el paquete-. Cuando se la cortaron, ¿aún estaba viva?
– No lo sé -dijo el comisario-. Aquí tengo los papeles para ti, y ya que hemos concluido las investigaciones y todo el mundo está en la comisaría y tú quizá…
– Sí -dijo Berli, aunque el comisario no sabía bien a qué asentía-. ¿Quién lo descubrió, si la familia no estaba?
– El criado. Un señor filipino que viene todos los miércoles a las seis de la mañana. Empieza aquí abajo y va trabajando hacia arriba, para no despertar a nadie tan temprano. Los dormitorios están arriba, en el segundo piso.
– Sí -repitió Berli con desinterés-. ¿Salen todos los martes?
– Eso ya lo había contado ella -dijo el comisario-. En entrevistas y cosas así. Que todos los martes echa al marido y a la hija. Que revisa personalmente todas las cartas. Pone toda su honra en…
– Me parece que lo estoy viendo -murmuró Berli hurgando la punta de un bolígrafo en una de las cajas con cartas-. Es sencillamente imposible que una sola persona revise todo esto. -Volvió a mirar el cadáver de la mujer-. Sic transit gloria mundi -dijo echando un vistazo dentro de la boca-. Poco puede disfrutar ya de su estatus de famosa, la verdad.
– Ya hemos reunido un montón de recortes, lo tenemos todo listo…
– Bien, bien.
Berli se lo quitó de encima sacudiendo la mano. El silencio volvió a ser llamativo. No se oía a nadie en el camino, ningún tictac de reloj. El ordenador estaba apagado. Desde una vitrina junto a la puerta, una radio lo miraba fija y mudamente, con su solitario ojo rojo. Sobre la ancha repisa de la chimenea reposaba un ganso de Canadá en rígida huida. Tenía las patas descoloridas, la cola casi sin plumas. El gélido día dibujaba un rectángulo pálido sobre la alfombra ante la ventana que daba al sudeste. Sigmund Berli sentía cómo la sangre le golpeaba las sienes. La desagradable sensación de encontrarse en un mausoleo le hizo pasarse el dedo índice por el arco de la nariz. No tenía claro si estaba irritado o azorado. La mujer seguía en su silla, con las piernas separadas, los pechos descubiertos y la boca deslenguada abierta de par en par. Era como si la infamia no se hubiera limitado a robarle un órgano importante sino que también la había despojado de toda humanidad.
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