Christine Feehan
Fuego Ardiente
Leopardos 04
Primero oyó a los pájaros. Miles de ellos. De todas variedades, todos trinando una canción diferente. Para un oído no entrenado el sonido habría sido ensordecedor, pero para él era música. En su interior, el leopardo saltó y rugió, agradecido de inhalar el olor de la selva tropical. Saltó del barco al muelle desvencijado, los ojos se dirigieron a la canopia que se alzaba como verdes torres en todas direcciones. El corazón saltó. No importaba en qué país estuviera, la selva tropical era su hogar, cualquier selva tropical; pero aquí había nacido, en las tierras vírgenes de Panamá. Como adulto, había escogido vivir en la selva tropical de Borneo, pero sus raíces estaban aquí. No se había dado cuenta de cuánto había echado de menos Panamá.
Giró la cabeza, echando una mirada alrededor, saboreando la mezcla de olores y los ruidos de la selva. Cada sonido, desde la cacofonía de pájaros a los chillidos de los monos aulladores al zumbido de los insectos, contenía información en abundancia si uno sabía cómo leerla. Él era un maestro. Conner Vega flexionó los músculos, sólo un pequeño encogimiento de hombros, pero su cuerpo se movió con vida, cada músculo, cada célula reaccionaba al bosque. Quería desgarrar sus ropas y correr libre y salvaje como su naturaleza demandaba. Él parecía civilizado con sus vaqueros y la sencilla camiseta pero no había ni un hueso civilizado en su cuerpo.
– Te está llamando -dijo Rio Santana mirando a las pocas personas a lo largo del río-. Aguanta. Tenemos que salir de la vista. Tenemos audiencia.
Conner no le miró, ni a los otros que maniobraban en pequeños barcos río arriba. El corazón le latía tan fuerte que la sangre tronaba por sus venas, bajando y fluyendo como la savia en los árboles, como la alfombra móvil de insectos en el suelo del bosque. Los matices de verde, cada matiz del universo, estaban comenzado a crear bandas de color mientras su leopardo le llenaba, estirándose en busca de la libertad de su patria.
– Aguanta -insistió Rio entre dientes apretados-. Maldita sea, Conner, estamos a simple vista. Controla a tu felino.
Los leopardos de Panamá y Colombia eran los más peligrosos de todas las tribus, los más imprevisibles y Conner siempre había sido un producto de su genética. De todos los hombres del equipo, él era el más mortal. Rápido, feroz y letal en el combate. Podía desaparecer en la selva e irrumpir en un campamento enemigo por la noche hasta que estuvieran tan turbados, tan obsesionados por un asesino fantasmal que nadie notaba que abandonaban su posición. Era inapreciable, y aún así, volátil y muy difícil de controlar.
Necesitaban sus habilidades particulares en esta misión. El haber nacido en la selva tropical de Panamá le daría a la gente leopardo del área una ventaja clara para encontrar a los cambia formas esquivos y muy peligrosos. Conner también le daba al equipo la ventaja de conocer a las tribus de indios locales. La selva tropical, la mayor parte inexplorada, incluso para otros cambia formas, podía ser difícil de navegar. Pero con Conner que había crecido allí y que la había utilizado como su campo de juegos personal, no se verían frenados cuando debieran moverse con rapidez.
La cabeza de Conner giró en un movimiento lento que indicaba a un leopardo cazando. Estaba cerca de cambiar, demasiado cerca. El calor tiraba de él. El olor del animal salvaje, de un macho en la flor de la vida, fuerte y astuto que rasgaba y arañaba por escapar penetró el aire.
– Ha pasado un año desde que estuve en una selva tropical. -Conner dejó caer la mochila a los pies de Rio. Su voz era ronca, casi resoplando-. Mucho más desde que he estado en casa. Déjame ir. Te alcanzaré en el campamento base.
Fue un pequeño milagro y un testimonio de la disciplina de Conner que esperara a la cabezada de asentimiento de Rio antes de comenzar a andar rápidamente hacia la línea de árboles cerca del río. A unos dos metros dentro del bosque la luz del sol se convirtió en unas pocas manchas sobre las anchas plantas frondosas. El suelo del bosque, de capas de madera y vegetación, se sentía familiar y esponjoso bajo los pies.
Se desabrochó la camisa, ya mojada de sudor. El calor opresivo y la pesada humedad afectaban a la mayoría de las personas, pero a Conner le vigorizaba. Los nativos llevaban un taparrabos y poco más por una razón. Las camisas y los pantalones rápidamente se volvían húmedos, rozaban la piel causando erupciones y llagas que podían infectarse rápidamente aquí fuera. Se quitó la camisa y se dobló para desatar las botas, enrollando la camisa y empujándola dentro de una bota para que Rio la recuperara.
Se puso derecho, inhalando profundamente, echando una mirada a la vegetación que lo rodeaba. Los árboles subían hasta el cielo, dominando desde las alturas como grandes catedrales, un dosel tan grueso que la lluvia tenía que luchar por perforar las variadas hojas y golpear a los gruesos arbustos y a los helechos de abajo. Las orquídeas y las flores rivalizaban con el musgo y los hongos, cubriendo cada pulgada concebible de los troncos mientras trepaban hacia el aire libre y la luz del sol, tratando de perforar el grueso dosel.
Su animal se movió bajo la piel, picando mientras se deslizaba fuera de los vaqueros y los empujaba a fondo en la otra bota. Necesitaba correr libre en su otra forma más de lo que necesitaba cualquier otra cosa. Había pasado tanto tiempo. Salió disparado esprintando entre los árboles, haciendo caso omiso de los pies descalzos, saltando por encima de un tronco podrido mientras se estiraba buscando el cambio. Siempre había sido rápido cambiando de forma, una necesidad viviente en la selva tropical rodeado por depredadores. No era ni completamente leopardo ni completamente hombre, sino una mezcla de los dos. Los músculos se desgarraron, un dolor satisfactorio cuando el leopardo saltó hacia delante, asumiendo su forma mientras el cuerpo se inclinaba y las cuerdas de músculos se movieron bajo la piel gruesa.
Dónde habían estado sus pies, unas patas acolchadas se abrieron camino fácilmente sobre el suelo esponjoso de la selva. Subió sobre una serie de árboles caídos y atravesó la espesa maleza. Tres metros más allá en la selva, la luz del sol desaparecía enteramente. La selva le había tragado y dio un suspiro de alivio. Pertenecía. Su sangre se encrespó caliente en las venas mientras levantaba la cara y dejaba que los bigotes actuaran como el radar que eran. Por primera vez en meses, se sentía cómodo en su propia piel. Se estiró y pisó más profundamente en la familiar selva.
Conner prefería su forma de leopardo a la del hombre. Cargaba con demasiados pecados en su alma para estar enteramente cómodo como humano. Las marcas de garras grabadas profundamente en su cara atestiguaban eso, marcándole para siempre.
No le gustaba pensar demasiado acerca de esas cicatrices y de cómo habían sucedido o porque había permitido que Isabeau Chandler se las infligiera. Había tratado de huir a los Estados Unidos, para poner tanta distancia como pudo entre él y su mujer, su compañera, pero no había podido sacarse de encima la mirada en la cara de Isabeau cuando ella averiguó la verdad acerca de él. El recuerdo le obsesionaba día y noche.
Era culpable de uno de los peores crímenes que los de su clase podían cometer. Había traicionado a su propia compañera. No había sabido que ella era su compañera cuando aceptó el trabajo de seducirla y acercarse a su padre, pero eso no importaba.
El leopardo levantó la cara al viento y echó para atrás los labios en un gruñido silencioso. Sus patas se hundieron silenciosamente en la vegetación en descomposición del suelo de la selva. Se movió por la maleza, la piel se deslizaba en silencio por las hojas de los numerosos arbustos. Periódicamente se detenía y rastrillaba las garras en el tronco de un árbol, marcando su territorio, restableciendo su reclamo, permitiendo que los otros machos supieran que él estaba en casa y era alguien con el que lidiar. Había aceptado este trabajo para permanecer fuera de la selva tropical de Borneo donde Isabeau vivía. No se atrevía a ir allí. Porque sabía que si iba, finalmente, olvidaría todo acerca de ser civilizado y permitiría que su leopardo se liberara para encontrarla y ella no quería tener nada, nada, que ver con él.
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