Elizabeth George
Pago Sangriento
Serie Lynley, 02
Título original: Payment in Blood
© 1989, Susan Elizabeth George
© de la traducción, Eduardo G. Murillo
Cuando una mujer frágil enloquece y descubre demasiado tarde que los hombres traicionan, ¡qué consuelo calmará su melancolía!, ¿qué arte lavará su pecado? El único arte que encubrirá su culpa, y ocultará su vergüenza ante los demás, que abatirá de arrepentimiento a su amante y acongojará su alma… es morir.
OLIVER GOLDSMITH
Gowan Kilbride, de dieciséis años, nunca había sido aficionado a madrugar. Mientras vivió en casa de sus padres, cada mañana salía de la cama rezongando, informando a todo aquel que le escuchaba, con sus gruñidos y peculiares quejas, de lo poco que le gustaban las tareas domésticas. Por tanto, cuando para recuperarse de su pena Francesca Gerrard, viuda desde hacía poco tiempo y propietaria de la mayor finca de la región, decidió convertir su gran mansión escocesa en un hotel en el campo, Gowan se presentó ante ella, justo el hombre que la mujer necesitaría para atender las mesas, oficiar tras el mostrador y supervisar a las jovencitas casaderas que sin duda entrarían a trabajar como chicas de servicio o doncellas.
Quimeras ilusorias, como pronto descubrió Gowan. Apenas llevaba una semana empleado en Westerbrae cuando comprendió que las tareas a realizar en aquella majestuosa casa de granito iban a ser orquestadas por un escuálido contingente de cuatro personas: la propia señora Gerrard, una cocinera de edad madura con un exceso de vello sobre el labio superior, Gowan y Mary Agnes Campbell, una muchacha de diecisiete años recién llegada de Inverness.
El trabajo de Gowan poseía todo el atractivo derivado de su posición en la jerarquía del hotel, es decir, virtualmente ninguno. Era un factótum, un hombre para todas las estaciones y fatigas, ya fuera trabajando las tierras de la extensa finca, barriendo los suelos, pintando las paredes, reparando la vieja caldera dos veces por semana, o aplicando papel pintado nuevo para adecentar las habitaciones de los futuros huéspedes. Una experiencia humillante para un chico que siempre se había considerado el nuevo James Bond. Tan sólo la deliciosa presencia de Mary Agnes Campbell, venida a la finca para ayudar a poner la casa en orden antes de recibir a los primeros clientes, mitigaba las penurias de la vida en Westerbrae.
Transcurrido apenas un mes de trabajo al lado de Mary Agnes, levantarse por la mañana ya no era un fastidio, pues cuanto antes salía disparado de su habitación, antes tenía Gowan oportunidad de verla, de hablar con ella, de captar su perfume embriagador cuando pasaba junto a él. De hecho, en sólo tres meses todos sus sueños anteriores de beber martinis con vodka (agitados, no revueltos) y mostrar una marcada preferencia por las pistolas italianas de culata delgada se habían desvanecido por completo, reemplazados por la esperanza de ser recompensado con una luminosa sonrisa de Mary Agnes, con la visión de sus bonitas piernas, con la esperanza atormentadora, exasperante y adolescente de acariciar la turgencia de sus adorables pechos en cualquier pasillo.
Todo ello había parecido muy posible, incluso muy razonable, hasta la llegada a Westerbrae de los primeros y auténticos huéspedes: un grupo de actores de Londres que había acudido el día anterior con su productor, su director y una pléyade de acompañantes para poner a punto su nueva producción. Combinada con lo que Gowan había descubierto por la mañana en la biblioteca, la presencia de estas luminarias londinenses alejaba progresivamente su sueño de felicidad con Mary Agnes. Por eso, cuando sacó la arrugada hoja de papel con el membrete de Westerbrae de la papelera de la biblioteca, fue en busca de Mary Agnes y la encontró sola en la cavernosa cocina, agrupando las bandejas en que subiría el té de la mañana a las habitaciones.
La cocina se había convertido desde hacía tiempo en el refugio favorito de Gowan, sobre todo porque, al contrario del resto de la casa, no había sido invadida, modificada o estropeada. No había necesidad de adecuarla a los gustos y predilecciones de los futuros huéspedes. No se les ocurriría bajar para probar una salchicha o hablar sobre el punto exacto de la carne.
De modo que habían dejado la cocina en paz, tal como Gowan la recordaba de su infancia. El viejo suelo de baldosas rojo mate y crema oscuro todavía parecía un enorme tablero de damas. Hileras de resplandecientes sartenes pendían de espeteras de roble adosadas a una pared; los utensilios de hierro parecían sombras borrosas que resbalaban sobre la agrietada superficie de cerámica. Un cuádruple escurreplatos de pino sostenía los platos utilizados habitualmente en la casa. Debajo, un tendedero triangular vacilaba bajo el peso de trapos de cocina. Los antepechos de las ventanas estaban ocupados por jardineras de barro, en las que crecían extrañas plantas tropicales de grandes hojas palmeadas (plantas que, lógicamente, tendrían que haberse agostado bajo las gélidas adversidades de un invierno escocés, pero que, contra todo pronóstico, medraban al calor de la estancia).
Sin embargo, en aquel momento no hacía calor. Cuando Gowan entró eran casi las siete, y la enorme estufa apoyada contra una pared aún no había derrotado al frío aire de la mañana. Una gran olla humeaba sobre uno de los quemadores. A través de las ventanas de travesaños. Gowan comprobó que la fuerte nevada de la noche había esculpido suavemente los prados que descendían ondulantes hacia el Loch Achiemore. En otra ocasión habría admirado el espectáculo, pero ahora la justa indignación le impedía ver otra cosa que no fuera la sílfide de piel inmaculada que se hallaba de pie ante la mesa situada en el centro de la cocina, cubriendo las bandejas con manteles de lino.
– Explícame esto, Mary Agnes Campbell.
El rostro de Gowan enrojeció hasta casi igualar el color de su cabello, y sus pecas se oscurecieron perceptiblemente. Alargó la hoja de papel desechada, ocultando con su ancho y calloso pulgar el membrete estampado de Westerbrae.
Mary Agnes dirigió sus inocentes ojos azules hacia el papel, dedicándole una mirada superficial. Indiferente, entró en el cuarto de la vajilla y empezó a sacar teteras, tazas y platillos de las estanterías. Actuaba como si no hubiera sido ella la que hubiera escrito «Señora de Jeremy Irons, Mary Agnes Irons, Mary Irons, Mary y Jeremy Irons, Mary y Jeremy Irons y familia» con letra torpe e irregular.
– ¿Qué es eso? -preguntó, echando hacia atrás su cabellera negra como el ébano.
El movimiento, que pretendía ser afectado, consiguió que la gorrita blanca asentada gallardamente sobre sus rizos resbalara sobre un ojo. Parecía un atractivo pirata.
Lo cual formaba parte del problema. En toda su vida la sangre de Gowan nunca había hervido por una mujer como lo hacía por Mary Agnes Campbell. Había crecido en Hillview Farm, uno de los terrenos arrendados de Westerbrae, y nada en su existencia (aire puro, ganado, cinco hermanos y hermanas, navegar en bote por el lago) le había preparado para el efecto que Mary Agnes le causaba cada vez que estaba en su compañía. Sólo el sueño de hacerla suya algún día impedía que perdiera la razón.
Un sueño que no consideraba imposible por completo, pese a la existencia de Jeremy Irons, cuyo hermoso rostro y ojos sentimentales, recortados de innumerables revistas de cine, adornaban las paredes de la habitación de Mary Agnes, situada en el pasillo inferior noroeste de la gran casa. Después de todo, era típico de las chicas adorar lo inalcanzable, ¿verdad? Al menos eso intentaba decirle cada día la señora Gerrard a Gowan, cuando éste descargaba en ella el peso que agobiaba su corazón, mientras la mujer supervisaba su pericia cada vez mayor en servir vino sin derramar la mayor parte sobre el mantel.
Página siguiente