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Elizabeth George - El Peso De La Culpa

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El Peso De La Culpa: resumen, descripción y anotación

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Parece que Asuntos Internos va a dejar de investigar de una vez por todas a la brillante, pero indisciplinada detective Barbara Havers. Tras una suspensión temporal como policía, Havers regresa al trabajo a las órdenes del lúcido Inspector Lynley en un extraño caso: el hallazgo de dos jóvenes en un bosque, con signos visibles de haber sufrido una cruenta muerte. Un asesinato de especial virulencia que abre una puerta hacia las oscuras y poderosas alteraciones de la psique humana. Un sórdido espacio en el que el sexo deviene en sadomasoquismo, y el pasado se adentra en la cara odiosa de una doble vida.

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Elizabeth George El Peso De La Culpa Inspector Lynley 10 Traducción de Eduardo - photo 1

Elizabeth George

El Peso De La Culpa

Inspector Lynley 10

Traducción de Eduardo G. Murillo

Título original: In Pursuit of the Proper Sinner

A la querida memoria de mi padre

Robert Edwin George

y con gratitud por patinar en Todd Street

los viajes a Disneylandia

Big Basin

Yosemite

Big Sur

travesías en balsa hinchable por Big Chico Creek

el juego de adivinanzas de Shakespeare

el cuervo y el zorro

y sobre todo por contagiarme

la pasión por nuestro idioma nativo

¡Que sienta cuánto más punzante que el

diente de un reptil es tener un hijo ingrato!

El rey Lear

JUNIO EL WEST END

PRÓLOGO

Lo que David King-Ryder experimentaba en su fuero interno era una especie de dolor agónico. Se sentía abrumado por una desazón y una desesperación incongruentes con la situación que estaba viviendo.

Más abajo, en el escenario del teatro Agincourt, Horacio estaba repitiendo «La divinidad que nos moldea», y Fortinbrás le replicaba con «Oh, muerte soberbia». Estaban retirando del escenario tres de los cuatro cadáveres, dejando a Hamlet tendido en brazos de Horacio. Los treinta actores que componían el reparto de Hamlet avanzaban convergiendo. Los soldados noruegos entraban por la derecha del escenario y los cortesanos daneses por la izquierda, para situarse detrás de Horacio. Cuando iniciaron el estribillo la música aumentó de intensidad, y la descarga de artillería, a la que David se había opuesto en un principio para evitar comparaciones con 1812, resonó en las bambalinas. Y en ese momento, la platea empezó a levantarse bajo el palco de David, seguido del anfiteatro. Después, el gallinero. Los aplausos se impusieron a la música, el coro y los cañones.

Era lo que tanto había anhelado desde hacía más de una década: la reivindicación total de su prodigioso talento. Y por Dios que lo había conseguido. Lo veía ante él, bajo él y a su alrededor. Tres años de trabajo agotador, tanto para el cuerpo como para la mente, culminaban ahora en la ovación ensordecedora que le habían negado al finalizar sus dos anteriores producciones en el West End. En aquellos espectáculos, la naturaleza de los aplausos y las secuelas de dichos aplausos habían sido de lo más elocuentes. Un educado y breve agradecimiento a los miembros de la compañía había precedido a un apresurado éxodo del teatro, seguido a su vez por una fiesta de estreno muy similar a un velatorio. Después, las críticas de Londres habían rematado lo que el boca a oído de la primera noche había iniciado. Dos enormes producciones muy costosas se habían hundido como acorazados de cemento sobrecargados de armas. Y David King-Ryder tuvo el dudoso placer de leer incontables análisis de su declive creativo. «La vida sin Chandler» era la clase de titular que había leído en las disecciones de uno o dos críticos teatrales poseedores de un sentimiento cercano a la compasión. Pero los demás, los tipos que pergeñaban metáforas vitriólicas después de tomar su ración matutina de Weetabix y pasaban meses esperando la oportunidad de embutirlas en un comentario más notable por su resquemor que por su información, habían sido implacables. Le habían llamado de todo, desde «charlatán artístico» a «buque reflotado por pasadas glorias», y esas glorias emanaban de una sola fuente: Michael Chandler.

David King-Ryder se preguntaba si otras asociaciones musicales habían padecido el escrutinio de su colaboración con Michael Chandler. Lo dudaba. Pensaba que músicos y libretistas, desde Gilbert y Sullivan a Rice y Lloyd-Webber, habían florecido, decaído, alcanzado la cumbre, prosperado, fracasado, superado las críticas, sufrido batacazos y conquistado la gloria sin sufrir el acoso de los chacales que le mordían los talones.

La leyenda de su asociación con Michael Chandler había provocado dichos análisis, por supuesto. Cuando un miembro de un equipo que ha montado doce de las producciones más aclamadas del West End muere de una manera tan estúpida y macabra, se teje una leyenda alrededor de esa muerte. Y Michael había muerto de esa manera: extraviado en una caverna submarina de Florida que ya se había cobrado la vida de otros trescientos buceadores, tras haber violado todas las normas del submarinismo, pues había ido solo, de noche y borracho, abandonando una barca de cuatro metros y medio de eslora anclada para señalar el punto donde se había sumergido. Había dejado una esposa, una amante, cuatro hijos, seis perros y un socio con el cual había soñado obtener la fama, la fortuna y el éxito teatral desde su infancia compartida en Oxford, los dos hijos de obreros de una planta de Austin-Rover.

Por lo tanto, era lógico que los medios se hubieran interesado en la rehabilitación emocional y artística de David King-Ryder después de la muerte prematura de Michael. Y si bien los críticos le habían vapuleado por su primer intento en solitario de componer una ópera pop cinco años después, habían utilizado guante de seda, como convencidos de que un hombre que perdía a su socio de mucho tiempo y a su amigo de toda la vida de una sola tacada merecía una oportunidad de fracasar sin ser humillado públicamente en su esfuerzo por encontrar la inspiración sin ayuda. Sin embargo, esos mismos críticos no habían sido tan piadosos con su segundo fracaso.

Pero ahora había terminado. Era cosa del pasado.

A su lado, en el palco, Ginny gritó:

– ¡Lo hemos conseguido, David! ¡Lo hemos conseguido, joder!

Sin duda había comprendido que (al cuerno todas las ridículas acusaciones de nepotismo cuando había elegido a su esposa para dirigir la producción) se había elevado a las alturas ocupadas por artistas como Hands, Nunn y Hall.

Matthew, el hijo de David, que como manager de su padre sabía muy bien lo mucho que se jugaban en aquella producción, le agarró la mano con fuerza y dijo:

– Brutal. Buen trabajo, papá.

Y David quiso aferrarse a aquellas palabras y a lo que implicaban, una firme retirada de las dudas iniciales que Matthew había expresado cuando su padre le comunicó su decisión de convertir la mejor tragedia de Shakespeare en un triunfo personal. «¿Estás seguro de que quieres hacer esto?», había preguntado, y se calló el resto de su comentario: ¿No te estarás preparando para el salto mortal definitivo?

Así era, en efecto, había confirmado David para sus adentros en aquella ocasión. Pero ¿qué otra alternativa le quedaba, aparte de intentar recuperar su prestigio como artista?

Lo había logrado: no solo el público estaba de pie, no solo los actores le estaban aplaudiendo extasiados desde el escenario, sino que los críticos (cuyos números de asiento había memorizado, «para así volarlos mejor», había comentado Matthew con sarcasmo) también se habían puesto en pie, sin querer marcharse, ofreciendo el tipo de aclamación que David había empezado a considerar tan perdida para él como Michael Chandler.

Dicha aclamación no hizo más que agigantarse en las horas posteriores. En la fiesta celebrada en el Dorchester, en una sala de baile reconvertida con ingenio en el castillo de Elsinor, David se irguió al lado de su esposa, al final de una hilera de recibimiento compuesta por los principales actores de la producción. A lo largo de la hilera desfilaron los famosos más destacados de Londres: estrellas de las tablas y el cine derramaron loas sobre sus colegas, al tiempo que rechinaban los dientes para ocultar su envidia; celebridades de todos los ámbitos sociales alabaron el Hamlet de King-Ryder Productions, desde «genial» hasta «me tuvo atornillado al asiento», pasando por «simplemente fabuloso, querido»; debutantes y pijas de la zona de Sloan Square, ataviadas sucintamente, con un despliegue asombroso de escotes vertiginosos, y famosas por ser famosas o por tener padres famosos, declararon que «por fin alguien ha conseguido que Shakespeare sea divertido»; representantes de aquel notable despilfarro de la imaginación y la economía de la nación, la familia real, ofrecieron sus más fervientes deseos de éxito. Y mientras todo el mundo estaba complacido por estrechar la mano de Hamlet y sus cohortes, y mientras todo el mundo estaba encantado de felicitar a Virginia Elliott por su magistral dirección de la ópera pop de su marido, todo el mundo estaba más ansioso todavía por hablar con el hombre al que habían vilipendiado y puesto en la picota durante más de una década.

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