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Elizabeth George - El Refugio

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El científico forense Simon Saint James y su esposa, Deborah, viajan hasta la isla de Guernsey para resolver un caso. Una vieja amiga de Deborah, China River, esta acusada del asesinato de Guy Brouard, uno de los habitantes más ricos de la isla, así como su principal benefactor. Tras haber sido víctima de los nazis en su infancia, Brouard aparece muerto justo cuando planeaba la construcción de un museo en honor de la resistencia a la ocupación alemana de la isla. Pocas son las pruebas que parecen apuntar a China, cuya inocencia tratarán de demostrar Simon y su mujer. Pero si China no es la culpable, ¿quién cometió el crimen?

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Elizabeth George El Refugio Prologo 10 de noviembre 1445 Montecito - photo 1

Elizabeth George

El Refugio

Prologo

10 de noviembre 14:45

Montecito, California

Los vientos de Santa Ana no eran muy amigos de la fotografía, pero era imposible decírselo a un arquitecto ególatra que creía que toda su reputación dependía de capturar para la posteridad -y para Architectural Digest- cinco kilómetros cuadrados de ladera no urbanizada. Ni siquiera podías intentar decírselo. Porque cuando por fin encontrabas el lugar después de equivocarte de desvío un millón de veces y llegabas tarde, él estaba enfadado y el viento árido levantaba ya tanto polvo que lo único que querías hacer era largarte de allí cuanto antes, lo cual no iba a ser posible si te ponías a discutir con él sobre si ibas a sacar o no las fotos. Así que las sacabas, al carajo el polvo, las plantas rodadoras que parecían importadas por un equipo de efectos especiales para que la propiedad con vistas al océano valorada en varios millones de dólares pareciera Barstow en agosto, y al carajo la arenilla que se te metía en las lentes de contacto y el aire que te dejaba la piel como un hueso de melocotón y el pelo como el heno quemado. El trabajo lo era todo, el trabajo lo significaba todo. Y como China River se ganaba la vida trabajando, lo hizo.

Pero no estaba contenta. Cuando terminó el encargo, una capa de mugre cubría su ropa y su piel, y lo único que quería -aparte de un vaso grande del agua más fría que encontrara y sumergirse un buen rato en una bañera helada- era largarse de allí: alejarse de la ladera y acercarse a la playa. Así que dijo:

– Bueno, pues eso es todo. Tendré las pruebas para que elija pasado mañana. ¿A la una? ¿En su despacho? Bien. Allí estaré. -Y se marchó a grandes zancadas sin darle al hombre la oportunidad de contestar. Tampoco le importó demasiado cómo reaccionaría a su brusca partida.

Bajó la ladera al volante de su viejo Plymouth, por una carretera perfectamente asfaltada, puesto que en Montecito los baches estaban prohibidos. La ruta la llevó por las casas de los ricos de Santa Bárbara, que vivían sus vidas privilegiadas protegidas tras las verjas eléctricas, nadaban en piscinas de diseño y se secaban después con toallas tan gruesas y blancas como un manto de nieve de Colorado. Frenaba de vez en cuando para mirar a los jardineros mexicanos que sudaban tras esos muros protectores y a las adolescentes a caballo que trotaban enfundadas en sus vaqueros ajustados y camisetas mínimas. Su cabello se balanceaba bajo el sol. Todas lo tenían largo y liso y brillante como si algo lo iluminara desde dentro. Lucían una piel impecable y unos dientes también perfectos. Y ninguna tenía un gramo de grasa no deseada en el cuerpo. ¿Y por qué querrían tenerlo? El peso no tendría la fortaleza moral de permanecer en su cuerpo más tiempo de lo que tardaran en subirse a la báscula del baño, ponerse histéricas y salir corriendo a la taza del váter.

Qué patéticas eran todas y cada una de esas mimadas desnutridas, pensó China. Y lo que era peor para las pobres imbéciles: seguramente sus madres tenían exactamente el mismo aspecto que ellas, convirtiéndose en modelos para una vida llena de entrenadores personales, operaciones de cirugía estética, compras, masajes diarios, manicuras semanales y sesiones regulares con un psiquiatra. No había nada como tener una fuente de ingresos chapada en oro cortesía de algún idiota que lo único que exigía a sus mujeres era que se centraran en su físico.

Siempre que China tenía que ir a Montecito, no veía el momento de marcharse de allí, y ese día no era distinto. En todo caso, el viento y el calor acentuaban más de lo habitual la urgencia de alejarse de aquel lugar, como algo que le minara el ánimo. Desde que había sonado el despertador aquella mañana temprano, notaba una inquietud general en los hombros.

No había sonado nada más. Ése era el problema. Al despertar, había hecho automáticamente el salto de tres horas hasta: “Las diez de la mañana en Manhattan, ¿por qué no me ha llamado?”, y mientras transcurrían las horas hasta que llegó el momento de marcharse a la cita en Montecito, se había pasado casi todo el tiempo mirando el teléfono y calentándose, algo bastante fácil de hacer, puesto que a las nueve de la mañana ya casi habían alcanzado los veintisiete grados.

Había intentado mantenerse ocupada. Regó el patio de delante e hizo lo propio con el de atrás, incluido el césped. Habló por encima de la valla con Anita García (“Hola, guapa, qué horror de tiempo, ¿verdad? Dios santo, ay, Dios santo, me está matando”) y compadeció a su vecina por su nivel de retención de líquidos durante el último mes de embarazo. Lavó el Plymouth y lo secó sobre la marcha, logrando adelantarse al polvo que quería adherirse a él y convertirse en barro. Y entró corriendo en casa las dos veces que sonó el teléfono, sólo para escuchar al otro lado a esos vendedores empalagosos y detestables, esos que siempre querían saber cómo te iba el día antes de soltarte el rollo para cambiar de compañía telefónica en las llamadas de larga distancia, lo que, por supuesto, también iba a cambiarte la vida. Al final, había tenido que irse a Montecito. Pero no sin antes descolgar el teléfono por última vez para asegurarse de que tenía tono de marcado y comprobar el contestador para cerciorarse de que grabaría el mensaje.

Durante todo ese tiempo se odió a sí misma por no ser capaz de olvidarse de él. Pero ése había sido el problema durante años, trece en total. Cielos, cuánto odiaba el amor.

Al final, fue el móvil el que sonó cuando estaba a punto de llegar a su casa en la playa. A menos de cinco minutos de la acera irregular que enmarcaba el camino de hormigón hasta la puerta, oyó que pitaba en el asiento del copiloto. China lo cogió y escuchó la voz de Matt.

– Hola, preciosa. -Parecía alegre.

– Hola, tú. -Detestó el alivio instantáneo que sintió, como si se hubiera destapado la ansiedad carbonatada. No dijo nada más.

Él lo interpretó fácilmente.

– ¿Estás cabreada?

“Nada. Deja que cuelgue”, pensó China.

– Supongo que la he cagado.

– ¿Dónde has estado? -le preguntó-. Creía que ibas a llamarme esta mañana. He estado esperando en casa. Odio que hagas eso, Matt. ¿Por qué no lo entiendes? Si no vas a llamarme, dímelo y podré vivir con ello, ¿vale? ¿Por qué no me has llamado?

– Lo siento. Quería hacerlo. He estado recordándomelo todo el día.

– ¿Y…?

– No va a sonar bien, China.

– Inténtalo.

– De acuerdo. Anoche entró un frente frío de mil demonios. He tenido que pasarme media mañana intentando encontrar un abrigo decente.

– ¿No podías llamar desde el móvil mientras estaba fuera?

– Me lo he olvidado. Lo siento. Ya te lo he dicho.

Oía los omnipresentes ruidos de fondo de Manhattan, los mismos ruidos que oía siempre que la llamaba desde Nueva York: el sonido de los cláxones que retumbaban a través de los cañones arquitectónicos, los martillos neumáticos que penetraban en el cemento como armamento pesado. Pero si se había olvidado el móvil en el hotel, ¿qué hacía con él en la calle?

– Voy a una cena -le dijo-. Es la última reunión. Del día, quiero decir.

China se había parado en un espacio libre en el arcén, a unos treinta metros de su casa. Detestó pararse porque el aire acondicionado del coche era demasiado débil para enfriar el interior sofocante, por lo que estaba desesperada por bajarse; pero el último comentario de Matt hizo que, de repente, el calor fuera menos importante y, sin duda, mucho menos perceptible. Centró toda su atención en qué había querido decir.

Como mínimo había aprendido a tener la boca cerrada cuando lanzaba una de sus pequeñas bombas verbales. Hubo un tiempo en que se enfurecía con él ante un comentario como “Del día, quiero decir” para sacarle los detalles de sus insinuaciones. Pero los años le habían enseñado que el silencio funcionaba igual que las exigencias o las acusaciones. También le permitía controlar la situación cuando por fin él admitía lo que intentaba evitar decir.

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