Donna Leon
El peor remedio
Brunetti 08
Título original: Fatal Remedies
Traducción del inglés: Ana Maria de la Fuente
Di questo tradimento
Chi mai sarà l'autor?
(De esta tradición
¿quién puede ser autor?)
La Clemenza di Tito
Mozart
La mujer entró silenciosamente en el desierto campo. Tenía a su izquierda las ventanas enrejadas de un banco, vacío y sumido en el sueño profundo de las primeras horas de la madrugada. Cruzó hasta el centro del campo y se paró junto a las cadenas que rodean el monumento a Daniele Manin, que había sacrificado su vida por la libertad de la ciudad. «Qué adecuado», pensó.
Oyó ruido a su izquierda y al volverse sólo vio a un guardia de San Marco, acompañado de su pastor alemán. El animal, que caminaba pausadamente con la boca abierta, parecía muy joven y muy amistoso para suponer una amenaza para los ladrones. Si al guardia le extrañó ver a una mujer de mediana edad sola en medio de campo Manin a las tres y cuarto de la madrugada, no lo demostró, y siguió insertando rectángulos de papel color naranja en los marcos de las puertas y cerca de las cerraduras de las tiendas, en prueba de que había hecho la ronda sin observar anomalías en los locales.
Cuando el guardia y su perro se alejaron, la mujer se apartó del monumento, fue hacia el fondo de la plaza y se detuvo frente a un gran escaparate. A la débil luz del interior, contempló los carteles, leyó los precios indicados para las distintas ofertas especiales, y vio que se aceptaban MasterCard, Visa y American Express. Colgada del hombro izquierdo llevaba una bolsa playera de lona azul. La mujer giró el cuerpo y el peso de lo que había en la bolsa hizo que ésta se venciera hacia adelante. La puso en el suelo, miró al interior y metió la mano derecha.
Antes de que pudiera extraer algo, la sobresaltaron unos pasos que sonaron a su espalda haciéndole sacar la mano y erguir el cuerpo rápidamente. Pero no eran más que cuatro hombres y una mujer llegados en el barco 1, con parada en Rialto a las tres y cuarto, que cruzaban el campo camino de distintos lugares de la ciudad. Ninguno prestó atención a la mujer. Sus pasos se perdieron subiendo y luego bajando por el puente que conducía a la calle della Mandola.
Nuevamente, la mujer se inclinó e introdujo la mano en la bolsa. Cuando la sacó esta vez, sostenía un pedrusco que desde hacía más de diez años estaba en el escritorio de su estudio. Lo había recogido de una playa de Maine durante unas vacaciones. La piedra tenía el tamaño de un pomelo y encajaba perfectamente en su mano enguantada. La mujer la contempló, la sopesó y hasta la lanzó al aire un par de veces como la tenista que se dispone a hacer un saque. Su mirada fue de la piedra al escaparate y otra vez a la piedra.
Dio un paso atrás, situándose a unos dos metros de la luna y se volvió de perfil a ella, sin dejar de mirarla. Levantó la mano derecha a la altura y por detrás de la cabeza mientras extendía el brazo izquierdo en sentido horizontal, buscando el equilibrio, tal como le había enseñado su hijo un verano en que se empeñó en que aprendiera a lanzar como los chicos y no como las niñas. Durante un instante, pensó que su vida, o por lo menos parte de ella, podía quedar dividida en un antes y un después de este acto, pero enseguida desechó la idea, que le pareció melodramática y pedante.
Entonces proyectó la mano hacia adelante con toda su fuerza y, al extender el brazo del todo, soltó la piedra y avanzó un paso, arrastrada por el impulso al tiempo que bajaba la cabeza, por lo que los fragmentos de vidrio le cayeron en el pelo sin causarle daño.
La piedra debió de impactar en un punto débil de la luna, porque, en lugar de producir en ella un agujero de su mismo tamaño, abrió un boquete triangular de dos metros de alto por casi otros tantos de ancho. Ella esperó hasta que dejó de oírse el sonido del vidrio al astillarse, pero no bien cesó éste, cuando del interior de la tienda brotó a la noche silenciosa el penetrante alarido en dos tonos de una alarma. La mujer se enderezó sacudiéndose distraídamente las astillas de vidrio de las solapas del abrigo y agitó la cabeza violentamente, como si acabara de emerger de una ola, para hacer caer los trozos de vidrio que sentía enredados en el pelo. Retrocedió, recogió la bolsa y se la colgó del hombro. Entonces, de pronto, notó que le flaqueaban las rodillas y se sentó en uno de los pilares que sostenían las cadenas del monumento.
En realidad, no había pensado en el tamaño del agujero, pero la sorprendió que fuera tan grande, lo bastante como para que pasara un hombre. Una telaraña de grietas se extendía hasta los cuatro ángulos de la luna que en los bordes del agujero estaba blanquecina y opaca, aunque no por ello parecían menos peligrosas las astillas que apuntaban hacia el interior.
A su espalda, a la izquierda del banco, se encendieron luces en un último piso, y también, justo encima de la alarma que seguía aullando. Pasaba el tiempo, pero la mujer se sentía extrañamente ajena a él: lo que fuera a pasar pasaría, con independencia del tiempo que la policía tardara en llegar. Sin embargo, el ruido la molestaba. El doble balido destruía la paz de la noche. Pero entonces pensó: «Precisamente se trata de eso, de la destrucción de la paz.»
Se abrían persianas, tres cabezas se asomaron y retiraron rápidamente, se encendían más luces. Imposible dormir mientras la sirena siguiera vociferando que había crimen en la ciudad. Al cabo de unos diez minutos, dos policías llegaron corriendo al campo, uno con la pistola en la mano. Se acercó al escaparate destrozado y gritó por el agujero:
– Policía. Los de ahí dentro, salgan.
No pasó nada. La sirena seguía sonando.
El policía volvió a gritar y, al no recibir respuesta, miró a su compañero, que se encogió de hombros y movió la cabeza negativamente. El primer policía enfundó la pistola y dio otro paso hacia el escaparate. Encima de él, se abrió una ventana y alguien gritó:
– ¡A ver si paran eso de una vez!
Otra voz iracunda rugió:
– ¡Queremos dormir!
El segundo policía se acercó a su compañero y juntos atisbaron al interior. Entonces el primero levantó un pie e hizo saltar las altas estalagmitas de vidrio que se alzaban de la base del escaparate. Juntos entraron en el local y desaparecieron por una puerta del fondo. Transcurrían los minutos y no pasaba nada hasta que, de pronto, en el mismo instante en que se apagaron las luces de la tienda, enmudeció la alarma.
Los policías reaparecieron en la tienda. El que iba delante llevaba ahora una linterna. Miraron en derredor, para ver si parecía faltar algo o había otros destrozos y salieron al campo por el escaparate. Fue entonces cuando vieron a la mujer sentada en el pilar.
El que había sacado la pistola fue hacia ella.
– ¿Ha visto lo ocurrido, signora?
– Sí.
– ¿Cómo? ¿Quién ha sido?
Al oír las preguntas de su compañero, el otro policía se acercó a ellos, satisfecho de que hubieran encontrado tan pronto a un testigo. Ello les evitaría tener que llamar a puertas y hacer preguntas. Conseguirían una descripción y podrían dejar la calle esta húmeda noche de otoño para volver a la questura a redactar el informe.
– ¿Quién ha sido? -preguntó el primero.
– Alguien ha arrojado una piedra contra el escaparate -dijo la mujer.
– ¿Qué aspecto tenía el individuo?
– No era un hombre -respondió ella.
– ¿Una mujer? -interrumpió el segundo policía, y ella tuvo que hacer un esfuerzo para no preguntarle si existía otra alternativa que ella desconocía. Nada de bromas. Nada de bromas. No habría más bromas, hasta que todo esto terminara.
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