Sara Paretsky
Ángel guardián
Warshawski 07
Traducción de María José García Ripoll
Título original: Guardian Angel
© 1992, Sara Paretsky
Para Matt y Eve
(Eva María, es decir, la antigua y futura princesa)
«Camina con tiento, pues caminas sobre [sus] sueños.»
W. B. Yeats
Dan Paretsky, el Mejor Veterinario del Mundo, me proporcionó una información inapreciable respecto al estado de Peppy. Norma Singer y Loretta Lim, enfermeras titulares ambas del hospital del condado de Cook, invirtieron uno de sus escasos días libres en enseñarme el hospital, explicándome detalladamente su funcionamiento y mostrándome el orgullo con que desempeñan sus difíciles tareas. Norma Singer ayudó a resolver los problemas que abruman a la señora Frizell en esta novela.
Madelon Iris, del Centro para la Tercera Edad de la Universidad del Noroeste, me ayudó mucho en cuestiones de tutela, servicios de urgencia municipales y del condado, y procedimiento para designar a alguien tutor de un anciano. Este libro acelera el tiempo invertido en ese procedimiento, pero el proceso que se describe aquí es deprimentemente fiel a la realidad.
Rob Flater me indicó dónde empezar a investigar para poder superar las trampas que aparecen en esta novela. Jay Topkis mató a un impertinente dragón que intentaba lanzar fuego en mi dirección.
Un experto en mecánica -cuántica y de la otra- solucionó los problemas técnicos del capítulo «Santa Stevenson y el camión».
Esta novela es una obra de ficción. Como sucede siempre, ni las personas ni los acontecimientos descritos aquí se basan en otra cosa que en las distorsiones de la realidad provocadas por una imaginación delirante y morbosa. Y como siempre también, cualquier error en el texto se debe a mi ignorancia, a mi pereza o a mi estupidez, y no a los consejos de los expertos que he consultado.
Bonnie Alexander y Mary Ellen Modica hicieron posible que yo volviera a trabajar. Sin su ayuda tal vez nunca hubiese sido capaz de volver a hacerlo. Diann Smith me facilitó los contactos, como lo ha hecho con las mujeres de Chicago durante treinta años. El profesor Wright y el doctor Cardhu soportaron mi humor durante largos y penosos meses.
Chicago, mayo de 1991
Ardientes besos cubrían mi rostro, arrastrándome desde las profundidades del sueño hasta el borde de la consciencia. Gruñí y me arrebujé entre las sábanas, deseando volver a sumergirme en el pozo de los sueños. Mi compañera no estaba de humor para descansar: se metió bajo las mantas y siguió colmándome de un apremiante afecto.
Cuando me tapé la cabeza con una almohada empezó a gemir lastimosamente. Totalmente despierta ya, me di la vuelta y la miré con saña.
– No son ni las cinco y media. No es posible que quieras levantarte.
No hizo ningún caso, ni de mis palabras ni de mis esfuerzos por separarla de mi pecho, pero me miró fijamente, con sus ojos marrones muy abiertos y la punta de su lengua rosa asomando entre los labios.
Le enseñé los dientes. Me lamió ansiosamente la nariz. Me incorporé, apartando su cabeza de mi cara.
– Para empezar, esa manera de prodigar indiscriminadamente tus besos es la que te ha metido en este aprieto.
Feliz de verme despierta, Peppy saltó pesadamente de la cama y se dirigió hacia la puerta. Se volvió para ver si la seguía, soltando pequeños gemidos de impaciencia. Me embutí en una sudadera y un pantalón corto que extraje del montón de ropa que había junto a la cama y me dirigí con pasos embotados por el sueño hacia la puerta trasera. Forcejeé con el triple cerrojo. Para entonces Peppy lloraba de impaciencia, pero consiguió controlarse hasta que pude abrir la puerta. La buena cuna se nota, supongo.
La observé bajar los tres tramos de escaleras. El embarazo había distendido sus flancos y entorpecido su paso, pero consiguió llegar a su sitio junto a la verja del fondo antes de aliviarse. Cuando terminó, en lugar de hacer su ronda habitual por el jardín, correteando tras los gatos y demás merodeadores, regresó anadeando a las escaleras, se detuvo frente a la puerta de entrada y soltó un agudo ladrido.
Muy bien. Se la llevaremos al señor Contreras. Era mi vecino del primer piso, dueño a medias de la perra, y totalmente responsable de su estado. Bueno, no del todo: había sido obra de un perro labrador negro que vivía cuatro casas más arriba.
Peppy se había puesto en celo la semana que yo salí de la ciudad siguiendo la pista de un sabotaje industrial. Me puse de acuerdo con un amigo mío, un transportista de muebles con músculos de acero, para que la sacara dos veces al día, con una correa corta. Cuando le dije al señor Contreras que iría Tim Streeter, se mostró profundamente ofendido, aunque desgraciadamente sólo de boquilla. Peppy era una perra perfectamente educada, que acudía cuando se la llamaba y no necesitaba correa, y además, ¿quién me creía yo que era, quedando con otra gente para que la sacara a pasear? Si no fuese por él, ella estaría totalmente desatendida, conmigo fuera casi las veinticuatro horas del día. Me iba de la ciudad, ¿no? Otro ejemplo más de mi negligencia. En definitiva, él estaba más capacitado que el noventa por ciento de los bobalicones que yo frecuentaba.
Con mis prisas por irme apenas si le había prestado atención, lo justo para reconocer que estaba en una forma excelente para sus setenta y siete años y rogarle que me complaciera en ese asunto. Sólo diez días más tarde me enteré de que el señor Contreras había despachado a Tim la primera vez que acudió. El resultado, si bien catastrófico, era totalmente predecible.
El viejo me recibió apesadumbrado cuando regresé de Kankakee para pasar el fin de semana.
– Es que no sé cómo sucedió, nena. Es siempre tan buena, siempre acude cuando la llamas, y esta vez se me escapó sin más y desapareció calle abajo. El corazón me dio un vuelco; pensé: Dios mío, ¿y si la hieren, si se pierde o la roban?; ya sabes, se leen tantas cosas sobre esa gentuza que contrata a gente para que robe perros por las calles o en los patios; nunca vuelves a ver a tu perro ni sabes lo que le ha sucedido. ¡Me sentí tan aliviado cuando di con ella! ¡Santo cielo! ¡Qué hubiera podido decirte para que entendieras…!
Gruñí sin la menor simpatía.
– ¿Y cómo pretende que entienda esto? No quiso que la esterilizaran, pero no es capaz de controlarla cuando está en celo. Si no fuera tan cabezota habría dejado que Tim la sacara. Le diré una cosa: no pienso pasarme la vida buscando buenos hogares para sus malditos retoños.
Eso enardeció su propio malhumor e hizo que se metiera en su apartamento dando un airado portazo. Le evité durante todo el día del sábado, pero sabía que teníamos que reconciliarnos antes de que yo volviera a salir de la ciudad: no podía dejarle con la responsabilidad exclusiva de la camada. Además, yo también soy demasiado vieja para enconarme en una actitud rencorosa. El domingo por la mañana bajé para arreglar las cosas. Me quedé incluso el lunes para ir juntos al veterinario.
Llevamos a la perra con la apesadumbrada tensión de los padres mal avenidos de una adolescente rebelde. El veterinario no me levantó el ánimo al decirme que las perdigueras pueden tener hasta doce cachorros.
– Pero como es su primera camada probablemente no tendrá tantos -añadió con una alegre risotada.
Estaba segura de que al señor Contreras le encantaba la idea de tener doce bolitas de peluche negro y oro; hice todo el viaje de vuelta a Kankakee a ciento cuarenta por hora, y prolongué mi trabajo allí todo lo que pude.
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