Sara Paretsky
Medicina amarga
Warshawski 04
Primera edición: mayo 1990
Título original: Bitter Medicine
© Sara Paretsky, 1987
© De la traducción, Mónica Rubio Fernández
El amor de los sombríos amantes sublunares
(cuya alma es sentimiento) no puede admitir
la ausencia, porque no hace desaparecer
aquellas cosas que lo sustentan.
Pero el amor nos refina tanto
que nosotros mismos no sabemos lo que es,
seguros de nuestras mentes,
descuidados, con ojos, labios y manos a los que echar de menos.
Nuestras dos almas por lo tanto, que son una sola,
aunque debas irte, no padecerán
una ruptura, mas se extenderán
como el oro finamente batido.
John Donne
«Una despedida: dolor prohibido.»
El señor Barry Zeman, director ejecutivo del Staten Island Hospital, aportó una ayuda técnica de gran valor para este libro. Además de una visita muy ilustrativa por los servicios de obstetricia del hospital, desde los procedimientos de admisión en urgencias hasta la ayuda perinatal y neonatal, sugirió el tema de la conferencia sobre mortalidad del Capítulo XXXII. La señora Lorraine Wilson, directora de los archivos médicos, y el doctor Earl Greenwald, jefe de obstetricia, fueron también muy generosos con su tiempo y conocimientos. Estoy muy agradecida igualmente a una mujer anónima que diez días después de la fecha de su parto me permitió ver su ecografía.
A pesar de las ayudas de estas personas amables y eruditas, el texto debe estar sin duda lleno de errores. Por supuesto, son sólo culpa mía; no del Staten Island Hospital. En ningún caso debe identificarse al personal del Hospital Friendship V con el del Staten Island Hospital o con el de cualquier hospital, en activo o no. De hecho, si un profano pudiese describir un hospital bien llevado, en el que las enfermeras, los doctores, los técnicos y los voluntarios fuesen personas humanitarias con un indudable sentido del deber, ese lugar sería sin duda el Staten Island Hospital.
En lo que se refiere a las cuestiones legales descritas en este libro, la lista de asesores sería interminable; nombrarlos a todos llevaría más del doble que el libro en sí. El profesor William Westerbeke, de la Universidad de Kansas, me ayudó en lo referente a las leyes sobre perjuicios y los derechos de los herederos en las demandas en caso de negligencia. La señora Faith Logsden, directora de seguros médicos en la CNA Insurance Companies, fue muy generosa con su tiempo y conocimientos en lo que se refiere a las consecuencias de una demanda por negligencia. De nuevo, cualquier error se debe solamente a mi pobre interpretación, no a su ignorancia.
Y por último, una palabra de agradecimiento a Capo, Peppy y todos los demás perros sabuesos que hacen del mundo un lugar mejor para el ser humano.
El lugar más allá de O'Hare
El calor y la cegadora monotonía de la carretera sumían en el sopor a todo el mundo. El sol de julio brillaba sobre McDonald's, Video King, Computerland, Arby's, Burger King, el Coronel, una tienda de coches, y de nuevo sobre McDonald's. El tráfico, el calor y la monotonía me daban dolor de cabeza. Dios sabe cómo se encontraría Consuelo. Cuando salimos de la clínica, ella estaba de lo más excitada, charlando acerca del trabajo de Fabiano, del dinero, de la canastilla del bebé.
– Ahora mamá me dejará irme a vivir contigo -gritó con entusiasmo, enlazando cariñosa su brazo con el de Fabiano.
Echando un vistazo por el espejo retrovisor, no vi signos de alegría en la cara de él. Fabiano estaba hosco.
– Un mocoso -decía la señora Alvarado, furiosa con Consuelo, la niña mimada de la familia. Que pudiese querer a semejante tipo, que hubiese tenido que quedar embarazada de él… Y que quisiese tener el niño… Consuelo, siempre estrictamente vigilada (pero nadie podía secuestrarla y llevarla a casa desde la escuela cada día), estaba ahora virtualmente bajo arresto domiciliario.
Cuando Consuelo dejó claro que iba a tener el niño, la señora Alvarado insistió en que se celebrase una boda (de blanco, en el Santo Sepulcro). Pero una vez a salvo el honor se quedó con su hija en casa, mientras que Fabiano seguía con su madre. La situación hubiese sido ridícula si no fuera porque la tragedia se cernía sobre la vida de Consuelo. Y para ser justa con la señora Alvarado, eso es lo que ella quería evitarle. No deseaba que Consuelo se convirtiese en la esclava de un bebé y de un hombre que ni siquiera intentaba encontrar trabajo.
Consuelo acababa de terminar la escuela superior con un año de antelación -por su brillantez-, pero no tenía experiencia. En cualquier caso, la señora Alvarado insistió en que fuese a la universidad. Fue la que pronunció el discurso de despedida de su clase, la mejor de la casa, la ganadora de numerosas becas; y no iba a tirar por la borda todas aquellas oportunidades para llevar una vida de trabajo doméstico agotador. La señora Alvarado sabía lo que era una vida semejante. Había educado a seis hijos trabajando como encargada de la cafetería de uno de los mayores bancos del centro. Estaba decidida a que su hija se convirtiese en médico, o abogado o ejecutivo, y a que llevase a los Alvarado a la fama y a la fortuna. Aquel maleante, aquel gamberrono iba a destruir su brillante futuro.
Yo había oído todo aquello más de una vez. Carol Alvarado, la hermana mayor de Consuelo, era la enfermera ayudante de Lotty Herschel. Carol rogó a su hermana y razonó con ella para que abortase. La salud de Consuelo no era buena: había sufrido una operación de vesícula a los catorce años, y era diabética. Carol y Lotty intentaron convencer a Consuelo de que en aquellas condiciones el embarazo podía ser problemático, pero la chica estaba empeñada en tener a su niño. Ser diabética, tener dieciséis años y estar embarazada no es la mejor de las situaciones. En agosto, y sin aire acondicionado, puede ser casi intolerable. Pero Consuelo, demacrada y débil, era feliz. Había encontrado una salida perfecta para la presión a la que desde su nacimiento la tenía sometida toda la familia.
Se sabía que era el miedo a los hermanos de Consuelo lo que impulsaba a Fabiano a buscar trabajo. Su madre se hallaba totalmente dispuesta a seguir manteniéndole durante toda su vida. El parecía pensar que si dejaba las cosas a su aire el tiempo suficiente podría acabar desapareciendo de la vida de Consuelo. Pero Paul, Herman y Diego habían estado encima de él todo el verano. Una vez le habían dado una paliza, me contó Carol un poco preocupada, pues Fabiano tenía algo que ver con una de las bandas de la calle, pero consiguieron que no dejase de buscar trabajo.
Y ahora Fabiano tenía la oportunidad de conseguir uno. Una fábrica cerca de Schaumburg contrataba personal no especializado y el tío de un amigo de Carol era el director; éste había aceptado sin entusiasmo ayudar a Fabiano si el chico iba a hablar con él.
Carol me había despertado a las ocho aquella mañana. Odiaba tener que molestarme, pero todo dependía de que Fabiano realizara aquella entrevista. Su coche se había estropeado. «¡Ese bastardo! Seguro que lo ha estropeado él mismo para no tener que ir.» Lotty estaba ocupada; mamá no sabía conducir; Diego, Paul y Herman estaban trabajando.
– V. I., ya sé que esto parece una imposición. Pero tú eres como de la familia y no puedo mezclar a extraños en los asuntos de Consuelo.
Yo apreté los dientes. Fabiano era un mocoso medio hosco, medio arrogante, como aquellos con los que yo solía pasarme media vida cuando era abogado de oficio. Me hubiese gustado perderlos de vista cuando me convertí en detective privado ocho años atrás. Pero los Alvarado se lo merecían. Un año antes, en Navidad, Carol se pasó el día cuidándome cuando me di un baño imprevisto en el lago Michigan. Luego, aquella vez que Paul Alvarado cuidó a la niña de Jill Thayer cuando su vida estaba en peligro. Podía recordar un sinnúmero de ocasiones, grandes y pequeñas, así que no tenía elección. Accedí a recogerles en la clínica de Lotty a mediodía.
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