Sara Paretsky
Jugar a ganar
Warshawski 13
Título original: Hardball
Traducción: Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté
Para Judy Finer y Kate Jones.
El mundo, y mi mundo, son más pobres
desde que partisteis.
Llegué por primera vez a Chicago en el verano de 1966 a fin de hacer trabajos comunitarios para el «Verano de Servicio» del Presbiterio de Chicago. Me destinaron a un barrio de blancos en el lado sudoeste de la ciudad, a poca distancia de donde vivía Martin Luther King desde el mes de enero.
Mi cometido aquel verano consistió en trabajar con niños de entre seis y diez años. Mis colegas y yo intentamos educarlos y prestarles apoyo en unos tiempos terribles.
Ese verano en la ciudad fue un momento que definió mi vida. Mi inmediato superior, el reverendo Thomas Phillips, se ocupó de que mis compañeros de trabajo y yo nos implicáramos en todos los aspectos de la vida del barrio y de la ciudad, desde las reuniones del consejo local de ciudadanos blancos, el grupo de jóvenes católicos y otros grupos de la vecindad, hasta actos ciudadanos sociales y políticos más amplios.
Los White Sox, cuyo estadio estaba prácticamente pegado a nuestro patio trasero, no nos devolvían las llamadas telefónicas, pero los Cubs nos daban entradas gratis para los chicos todos los jueves, de modo que me convertí en seguidora de los Cubs, un precio muy alto que pagar por un verano de servicio. También asistimos a una función de Santa Joana, de Bernard Shaw, representada a la luz de la luna en la Universidad de Chicago, lo que hizo que el campus, mi lugar de residencia en esa época, me pareciese un sitio mágico.
El doctor King participó junto a los líderes locales de los derechos civiles, como Al Raby, en una serie de marchas cuyo objetivo era protestar contra las perniciosas políticas de urbanismo de la ciudad. El proyecto para suprimir la discriminación en el acceso a la vivienda provocó disturbios en toda la urbe. Marquette Park, a ocho manzanas de donde yo vivía y trabajaba, fue escenario de una algarada que duró ocho horas, ya que los vecinos atacaron a la policía por proteger al doctor King y a sus compañeros. En el parque y zonas próximas, se exhibieron lemas con los peores epítetos imaginables.
Muchos de nuestros vecinos, sobre todo en las iglesias locales, se enfrentaron al desafío de los tiempos con coraje, sinceridad y caridad. Lamentablemente, también era gente del barrio la que lanzó cócteles molotov y consignas racistas en Marquette Park.
La intensidad de aquel verano, el placer que experimenté trabajando con los niños, la integración en la ciudad a pesar de sus fallos, hizo que Chicago se convirtiera en parte de mí y que haya sido mi hogar desde entonces. Jugar a ganar se desarrolla en el presente, pero el núcleo de la historia tiene sus raíces en aquel verano.
Como siempre, mucha gente me ayudó a que este libro viera la luz. Mi antigua colega Barbara Perkins Wright compartió conmigo su perspectiva de aquel verano y me ayudó a ensamblar mis recuerdos. Barbara y yo oímos el discurso que King pronunció en Soldier Field y luego nos manifestamos con él hasta el ayuntamiento, donde clavó en la puerta de la alcaldía sus peticiones. Qué tiempos tan emocionantes… Entonces creíamos que el cambio para mejorar las cosas no sólo era posible, sino que estaba al alcance de la mano. Últimamente, mi sentido de la esperanza, tanto tiempo dormido, ha vuelto a la vida.
Me basé en At Canaan's Edge, de Taylor Branch, para algunos detalles del Chicago de 1966. Jean MacLean Snyder me ayudó con información sobre el sistema penitenciario de Illinois y las políticas de administración de justicia del condado de Cook. James Chapman, que da clases en la penitenciaría de Stateville, me proporcionó muchos detalles de la vida cotidiana de aquella institución penal. Linda Sutherland, que corrigió algunos de los errores que cometí sobre el Ejército de los Estados Unidos en Bleeding Kansas, me aconsejó amablemente sobre las medallas que el señor Contreras habría ganado en la Segunda Guerra Mundial. Dave Case, agente de policía y escritor de novelas de crímenes, me dio útiles detalles acerca del almacenaje de los archivos departamentales. Las hermanas del Eighth Day Justice Center de Chicago me inspiraron en gran manera. Sonia Settler y Jo Fasen hicieron posible que volviera a tener una vida de escritora más normal.
La novela es una obra de ficción. Me he tomado libertades con los cargos de la policía de Chicago y he tratado de no tomármelas con la geografía de la ciudad, aunque, desde luego, de vez en cuando se cuela algún error. Confío en que los lectores avisados me los hagan notar. Sin embargo, casi todo lo que ocurre entre las cubiertas de este libro es producto de la imaginación, tan libre y sin trabas como mi poder para crearlo.
1 La furia de los Anacondas
Johnny Merton jugaba conmigo y los dos lo sabíamos. Para él, era un juego divertido. Cumplía incontables años de cárcel por delitos que iban del homicidio y la extorsión a la litigación excesiva. Tenía mucho tiempo libre.
Estábamos sentados en la sala de Stateville reservada a los abogados y a sus clientes. Me resultaba increíble que Johnny quisiera embaucarme, pensando que podría sacarlo antes de allí. Habían pasado tantos años desde que había dejado de trabajar como abogada criminal, que no podía ser una buena apuesta para ningún convicto y mucho menos para uno que habría necesitado a letrados del prestigio de Clarence Darrow y Johnnie Cochran, trabajando a turnos dobles, para tener la menor oportunidad.
– Quiero que el Proyecto Inocencia se ocupe de mí, Warshawski -anunció aquella tarde.
– Y usted, ¿de qué es inocente, exactamente? -Fingí tomar notas en mi libreta.
– De cualquier cosa de la que me acusen. -Sonrió, invitándome a pensar que estaba haciendo el payaso, pero no me reí. Aquel hombre podía ser cualquier cosa menos un bufón.
Johnny Merton tenía más de sesenta años. Durante mi breve labor como letrada suya, mientras trabajaba en la oficina de los Abogados de Oficio, se había mostrado como un hombre airado, cuya rabia ante el hecho de que le hubieran asignado otro abogado recién licenciado, y mujer, casi me imposibilitaba estar con él en una sala de comunicaciones. Se había ganado el apodo de «el Martillo» porque podía machacar a cualquiera con lo que fuese, incluidas sus emociones. Los veinticinco años transcurridos desde entonces -muchos de ellos entre rejas- no lo habían ablandado exactamente, pero sí había aprendido maneras mejores de enfrentarse al sistema.
– Comparados con los suyos, mis deseos son sencillos -dije-. Lamont Gadsden.
– Ya sabes, Warshawski, que la vida en prisión te quita muchas cosas y una de las que he perdido es la memoria. Ese nombre no me suena de nada.
Se retrepó en el asiento con los brazos cruzados. Los tatuajes de serpientes que se enroscaban desde sus bíceps, de modo que las cabezas reposaban en las muñecas, parecían retorcerse sobre su oscura piel.
– Se dice que usted conoce dónde están todos los Anacondas, pasados y presentes. Incluso el lugar donde reposan, si han dejado este mundo.
– La gente exagera, ¿no te parece, Warshawski? Sobre todo, delante de un policía o de un abogado.
– No busco a Lamont Gadsden por voluntad propia, Johnny, pero su madre y su tía quieren encontrarlo antes de morir. Aunque fuese amigo de usted, su tía continúa considerándolo un buen cristiano.
– Sí, cada vez que mencionas a la señorita Claudia me echo a llorar. Cuando estoy solo y nadie me ve, por supuesto. En el talego no puedes permitirte que te tachen de blando.
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