Karin Slaughter
Perseguidas
Grant County, 5
© Karin Slaughter, 2005
Titulo de la edición original Faithless
Traducción: Isabel Ferier y Carlos Milla, 2007
Sara Linton, de pie frente a la casa de sus padres, tenía los dedos entumecidos de tantas bolsas del supermercado como cargaba. Al intentar abrir con el codo, se golpeó el hombro contra el cristal. Retrocedió y trató de accionar la manija con el pie, pero tampoco así lo consiguió. Al final, desistió y llamó con la frente.
A través del cristal ondulado, vio acercarse por el pasillo a su padre, Eddie, que abrió con una expresión ceñuda impropia de él.
– ¿Por qué no has hecho dos viajes? -preguntó mientras le cogía parte de las bolsas.
– ¿Por qué está la puerta cerrada con llave?
Eddie miró por encima del hombro de ella.
– Tienes el coche a menos de cinco metros.
– Papá -repuso Sara-. ¿Por qué está la puerta cerrada con llave?
– El coche está mugriento. -Dejó las bolsas en el suelo-. ¿Te ves capaz de hacer dos viajes hasta la cocina?
Sara no había tenido tiempo siquiera de contestar cuando él bajaba ya por la escalinata.
– ¿Adónde vas? -preguntó.
– A lavarte el coche.
– Estamos a diez grados.
Eddie se volvió y le dirigió una mirada elocuente.
– La mugre se incrusta haga el tiempo que haga -habló como un actor shakespeariano más que como un fontanero de la Georgia rural.
Para cuando ella había pensado la respuesta, él estaba ya en el garaje.
Sara seguía en el porche cuando su padre volvió a salir con todo lo necesario para lavar el coche. Al arrodillarse para llenar el cubo de agua, se subió las perneras del pantalón del chándal. Sara reconoció el pantalón del instituto: el instituto donde ella había estudiado, el pantalón que usaba para los entrenamientos de atletismo.
– ¿Vas a quedarte ahí sin hacer nada, dejando que entre el frío? -preguntó Cathy, y tras hacerla pasar, cerró la puerta.
Sara se agachó para que su madre la besara en la mejilla. Para su desgracia, desde quinto curso le pasaba una cabeza a su madre. Mientras que Tessa, la hermana menor de Sara, había heredado la constitución menuda, el pelo rubio y la actitud relajada de su madre, Sara parecía la hija de una vecina que un día había ido a comer y había decidido quedarse para siempre.
Cathy se inclinó para coger unas cuantas bolsas de la compra, pero de pronto pareció cambiar de idea.
– Mejor llévalas tú, ¿te parece?
Aun a riesgo de lastimarse otra vez los dedos, Sara volvió a coger las ocho bolsas. Al notar a su madre un poco abatida, preguntó:
– ¿Qué te pasa?
– Isabella -contestó Cathy.
Sara contuvo la risa. Aparte de Bella, Sara no conocía a nadie más que viajara con su propio suministro de alcohol.
– ¿Ron?
– Tequila -respondió Cathy en un susurro del mismo modo que habría podido decir «cáncer».
Sara sintió lástima.
– ¿Ha dicho hasta cuándo piensa quedarse?
– Todavía no -contestó Cathy.
Bella detestaba el condado de Grant y no había ido de visita desde que nació Tessa. De pronto, hacía dos días, se había presentado con tres maletas en el maletero de su Mercedes descapotable sin más ni más.
En circunstancias normales, Bella habría sido incapaz de guardarse ningún secreto, pero conforme a la nueva actitud de la familia Linton, según la cual «nadie pregunta, nadie da explicaciones», no se le había pedido ninguna aclaración respecto a su conducta. Habían cambiado muchas cosas desde la agresión que Tessa había sufrido el año anterior. Si bien nadie quería hablar del tema, aún se encontraban todos bajo los efectos de la conmoción. En décimas de segundo, el agresor de Tessa no sólo había alterado la vida de ésta, sino la de toda la familia. Sara se preguntaba a menudo si alguno de ellos se recuperaría algún día.
– ¿Por qué estaba la puerta cerrada con llave? -preguntó Sara.
– Ha debido de ser Tessa -contestó Cathy, y por un instante se le arrasaron los ojos de lágrimas.
– Mamá…
– Pasa -la interrumpió Cathy, señalando la cocina-. Enseguida voy.
Mientras recorría el pasillo con las bolsas, Sara miró las hileras de fotos colgadas de las paredes. Todo aquel que atravesaba la casa desde la puerta de entrada hasta el fondo obtenía por fuerza una impresión pictórica de los años de formación de las hermanas Linton. Tessa salía casi siempre guapa y delgada, por supuesto. Sara, en cambio, no tenía esa suerte. Especialmente horrible le resultaba una foto suya en unas colonias de verano en octavo curso, que habría arrancado de la pared si su madre se lo hubiese permitido. Sara aparecía de pie en un bote con un bañador que semejaba un trozo de papel negro sujeto con alfileres a los hombros huesudos. Tenía pecas en la nariz, que le daban a su piel un tono anaranjado no precisamente agradable. El cabello rojo, secado al sol, parecía el peinado afro de un payaso.
– ¡Querida! -saludó Bella con entusiasmo, abriendo los brazos, cuando Sara entró en la cocina-. ¡Mírate! -dijo como si fuera un cumplido.
Sara sabía muy bien que no estaba en su mejor momento. Se había levantado una hora antes y ni siquiera se había molestado en peinarse. Como buena hija de su padre, llevaba la misma camiseta con la que había dormido, no mucho menos vieja que el pantalón de chándal del equipo de atletismo de la universidad. Bella, en cambio, lucía un vestido de seda azul que debía de haberle costado un dineral. Unos pendientes de diamantes relucían en sus orejas y la luz del sol que entraba por las ventanas de la cocina reverberaba en los numerosos anillos de sus dedos. Como siempre, iba impecablemente maquillada y peinada y estaba espléndida incluso a las once de una mañana de un domingo.
– Siento no haber venido antes -se disculpó Sara.
– Bah -contestó su tía, restando importancia a la disculpa con un gesto a la vez que se sentaba-. ¿Desde cuándo le haces la compra a tu madre?
– Desde que se ha enclaustrado en casa para entretenerte durante estos últimos dos días. -Sara dejó las bolsas en la encimera y se frotó los dedos para recuperar la circulación.
– Tampoco es tan difícil entretenerme -replicó Bella-. Es tu madre la que necesita salir más.
– ¿Con tequila?
Bella sonrió con malicia.
– Nunca aguantó bien la bebida. Estoy convencida de que ésa es la única razón por la que se casó con tu padre.
Sara se rió mientras guardaba la leche en la nevera. Al ver una bandeja llena de pollo listo para freír, el corazón le dio un vuelco.
– Anoche estuvimos cortando judías -comentó Bella.
– Fantástico -murmuró Susan, pensando que era la mejor noticia que oía en toda la semana. Las judías verdes a la cazuela de Cathy eran el acompañamiento perfecto para su pollo frito-. ¿Qué tal en la iglesia?
– Demasiado fuego eterno para mi gusto -admitió Bella mientras cogía una naranja de la fuente en la mesa-. Háblame de tu vida. ¿Ha sucedido algo interesante?
– Lo mismo de siempre -dijo Sara mientras sacaba las latas.
Bella peló la naranja y, con perceptible decepción, dijo:
– Bueno, a veces la rutina puede ser reconfortante.
– Mmm -masculló Sara mientras dejaba una lata de sopa en el estante encima de la cocina.
– Muy reconfortante.
– Mmm -repitió Sara, sabiendo perfectamente adónde quería ir a parar su tía.
Cuando Sara estudiaba medicina en la Universidad Emory en Atlanta, vivió poco tiempo con su tía Bella. Al final, las fiestas hasta altas horas de la noche, la bebida y el continuo desfile de hombres provocaron la ruptura entre ambas. Sara, además de necesitar tranquilidad por las noches para estudiar, tenía que levantarse a las cinco de la mañana para ir a clase. En su descargo, debía reconocerse que Bella intentó limitar su vida social, pero finalmente acordaron que lo mejor era que Sara se buscase otro sitio. La conversación transcurrió cordialmente hasta que Bella sugirió que Sara mirase una de las unidades del hogar de jubilados en Clairmont Road.
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